"¿Volveré a ver a mi abuelo?". La pregunta asaltaba a Martín Berger una y otra vez, en especial por las noches, cuando el ruido de Buenos Aires le daba un respiro, pero abría sus puertas a los miedos inevitables de quien acaba de decidirse por el exilio. Le apenaba alejarse de sus padres y amigos, sin embargo, una angustia inexplicable cerraba su garganta ante el pensamiento de que a su Opi, de 90 años, tal vez ya no lo volvería a ver.
Con la luz de la mañana los temores se desvanecían ante la certeza de que su destino era otro, alejado de la tierra que lo había visto crecer. Apasionado por los viajes, había aprovechado cada receso laboral para recorrer Sudamérica y la Argentina, de norte a sur. Era una forma de escape, de quebrar con la rutina de los mandatos: "Del primero de los viajes volví a casa sintiéndome otro", recuerda hoy pensativo. "Y a medida que las travesías se sucedían, en cada regreso me invadía la sensación de estar en un lugar al que ya no pertenecía; había comenzado a verme y ver el mundo que me rodeaba de otra manera y un día supe que necesitaba un cambio".
La familia de Martín estuvo de acuerdo. Siendo en gran parte inmigrantes, los sentimientos en torno a los viajes y las distancias no les resultaban foráneos. Para su madre, sin embargo, no dejó de ser duro, ella hubiera preferido que permanezca a su lado y siguiera una vida alejada de las incertidumbres. "Aun así, de alguna manera todos, en especial mis amigos, podían ver que ya no me sentía feliz donde estaba, que me encontraba estancado, que algo me faltaba para sentirme yo. Hubo muchas personas que no cesaron de hacerme preguntas, pienso que tal vez sentían el mismo deseo de partir, pero no se animaban a dar el gran paso: ¿quién quiere salir de la zona de confort?"
Hacia un nuevo hogar
Martín jamás olvidará las sensaciones que se agolparon cuando el avión comenzó a carretear. Había decidido que partiría hacia una aventura grandiosa y aquella seguridad le había impedido dimensionar todo lo que emigrar implica. Con el decolaje, la felicidad y la adrenalina emergieron incontrolables, pero cuando todo pareció quedar suspendido en tiempo y espacio, surgieron los temores y tomó mayor consciencia del paso que había dado.
Su primer destino fue Israel, que lo recibió durante dos años. Martín recuerda los primeros meses como tiempos cargados de una gran cuota de magia, exaltada ante nuevos colores, sabores, melodías, aromas y relaciones. La novedad, como suele suceder en todos los comienzos, se había revelado atractiva; luego, los miedos resurgieron, aunque resultaron ser un proceso de enorme aprendizaje, cambios internos y maduración:
"Estás en un mundo nuevo. Desconocido; y lo desconocido muchas veces nos asusta. Y cuando el primer enamoramiento con el lugar pasa, surgen un sinfín de nuevas preguntas, y se refuerzan otras como la de mi abuelo, a quien no dejaba de extrañar. Todo es tan distinto. Se acentúa el hecho de que ya no están tus padres, que sin importar la edad que tengas, son un apoyo. Ya no tenés a tus amigos de confianza. La forma de relacionarse pasa a ser virtual y hay que olvidarse de los abrazos, de las risas compartidas", reflexiona Martín, quien trabaja en el área de la informática y domina cinco idiomas.
Para el joven, sus épocas en Israel trajeron consigo enseñanzas invaluables que podrían formar parte de otra historia y, sin embargo, llegó aquel día en que los ruidos externos e internos volvieron a inquietarlo, y decidió que era tiempo de un nuevo cambio: siguió camino a Europa y, luego de un periplo impensado, se instaló definitivamente en Polonia.
Nuevos hábitos, otras costumbres
Cracovia, la segunda ciudad más poblada de Polonia, se presentó majestuosa y, a su vez, calma. Ubicada al sur, cerca de la frontera con la República Checa y con Eslovaquia, las primeras impresiones de Martín fueron de asombro ante una arquitectura medieval bien conservada, a la par de una atmósfera impregnada de ciencia, arte y eventos culturales.
"Mi lugar en Cracovia es muy tranquilo. Tuve que aprender a convivir con los silencios", revela el argentino. "La gente es muy distinta. Ni mejor, ni peor: distinta. Acostumbrado a los ruidos, la música fuerte, y las formas elocuentes de las personas, tuve que entender que acá el silencio prevalece y perdura, se siente muy presente, como nunca. La primera imagen que tengo es de cuando viajé en colectivo: allí nadie habla. La gente sí te observa, porque de algún modo entiende sos extranjero, pero nadie emite sonido. Y no es que sea parte de ese individualismo que sobresale en las sociedades posmodernas, es parte de la cultura".
De a poco, Martín, que se había ido a los 28 años de la Argentina y para entonces ya había pasado su tercera década, comprendió que quizás eso buscaba: un lugar de paz. Un día despertó en armonía con el silencio olvidado de otras ciudades: "Uno crece, madura, y la tranquilidad comienza a valorarse muchísimo. Ahora me cuesta estar en ambientes muy ruidosos, o donde la gente hable toda junta".
El impacto de la distancia social naturalizada significó un desafío mayor. El joven descubrió a una comunidad reticente al contacto físico de cualquier tipo, ajena a las formas acostumbradas de los latinos, y siempre atentos a mantener comportamientos no invasivos del espacio personal. En este marco, en un comienzo las comparaciones se asomaron, inevitables; con el tiempo, sin embargo, llegó la comprensión y la aceptación.
"Son diferentes. Acá no les gusta que los toques, ni son adeptos a los besos y abrazos. Es algo que está reservado para los amigos íntimos y la familia. Acá, que no se te ocurra hablar con las manos, como en Argentina, los inhibe. Además, son muy reservados, nadie va a conversar mucho acerca de su vida privada. Los silencios son más largos y las distancias entre las personas, también", sonríe. "Luego de unos años, lo que impacta se vuelve normalidad, entonces ahí uno puede comprender que todo es relativo a lo que uno entiende por `normal´. Por ejemplo, la alimentación también es muy distinta. Acá se come mucha carne de cerdo y dicen que la carne vacuna no es tan sabrosa. También consumen bastante pollo y embutidos. Clásicas sopas con diversos tipos de salchichas o chorizos", continúa Martín.
"En varias costumbres, como la alimenticia, se conservan prácticas o lugares propios del comunismo. Es imposible dejar la historia de lado. El pueblo polaco fue uno que sufrió mucho a lo largo de la historia. En particular durante las guerras mundiales, y en especial en la segunda. Entonces, en cuanto a la herencia - y a modo de ejemplo- en toda Polonia aún se conservan los llamados `bares de leche´, en donde por una módica suma se come muchísimo", continúa Martín, a quien también le resultó asombroso encontrarse con una ciudad, que, a diferencia de Varsovia, Breslavia o Gdansk, no sufrió a mayor escala la destrucción edilicia causada por la guerra y conservó gran parte de su arquitectura característica y sumamente atractiva para el turismo.
Calidad de vida y la alarma de la contaminación
Martín no tuvo dificultades en hallar un buen empleo y acomodarse a una ciudad en la que se le presentaron diversas oportunidades. Descubrió que había arribado a la capital europea del outsourcing (terciarización), con una fuerte presencia de las principales empresas multinacionales y un gran abanico de opciones laborales con buenos salarios: "Un sueldo es quizá la mitad de lo que se podría ganar en países más desarrollados, pero a la vez el costo de vida es más bajo. Y los extranjeros, al manejar otros idiomas y tener experiencia afuera, en general ganan el doble que un polaco promedio, que no puede acceder a este mercado. Por ello, lo importante es manejar lenguas, además de contar con experiencia laboral y tener diploma universitario. En mi caso, esto siempre me facilitó el camino a la hora de encontrar o cambiar de trabajo".
Con el transcurrir de los meses, el argentino comenzó a disfrutar con mayor intensidad la fusión de la calma ambiental y una calidad de vida, en general, muy buena: "Se vive con mucha comodidad, puedo salir a comer afuera y asistir a espectáculos. A su vez, tengo la posibilidad de viajar mucho, dentro y fuera del país, ¡en tiempos sin pandemia, claro! Acá tenemos pasajes baratos a casi cualquier destino".
Pero como no todo es color de rosas, hubo una desventaja que no tardó en hacerse notar. Al ubicarse en un valle, la contaminación evidente acompañó a Martín desde el inicio de sus días en Polonia. A veces más leve, otras de manera intensa, tal vez este sea uno de los rasgos con el que le cuesta lidiar hasta el día de hoy.
"Polonia sigue utilizando mecanismos obsoletos para generar energía. Sobre todo, carbón. Asimismo, mucha gente quema hasta plástico para calefaccionar la casa. Todo esto conlleva una enorme polución, con el agravante de estar en un valle, donde el aire contaminado permanece por más tiempo entre nosotros. El resultado es utilizar máscaras en invierno, sobre todo en mi caso, cuando ando en bicicleta. Porque a mí, ni siquiera los veinte grados bajo cero me asustan".
Reencuentros y regresos
"¿Volveré a ver a mi abuelo?" Fue hace unos años, en un amanecer europeo, que Martín decidió que ya era tiempo de dejar de atormentarse con aquella pregunta que emergía en sus momentos de debilidad y que lo había perseguido desde el día en el que se había propuesto cambiar el rumbo de su existencia. Entonces, tramó una "locura": encontrarse con su amado Opi en Europa para emprender una aventura inolvidable; ellos dos, un abuelo y su nieto.
"Reencontrarme con él fue muy fuerte y maravilloso. Viajamos por más de cinco semanas, uniendo cinco países y tres continentes. Sinceramente, fue la mejor la mejor experiencia de mi vida. Nunca pensé que mi abuelo, con más de 90, pudiese bancar un viaje de tremenda magnitud física y emocional", se conmueve. "Por eso, la verdad regreso poco a la Argentina. Siento que no me queda ninguna deuda pendiente. Me despedí de mi abuelo como jamás imaginé hacerlo, a mi país de origen lo recorrí en sus latitudes, y lo exploré y vivencié en lo cotidiano, y con mi familia y amigos mantengo un lazo firme, a pesar de la distancia".
"Aun así, este año sufrí un golpe fuerte como consecuencia de la pandemia. Iba a viajar de sorpresa en mayo para el cumpleaños de mi mamá y para ver a mi abuelo, que aún vivía, pero estaba muy enfermo, y no pudo ser, murió en mayo. Sigue siendo duro, porque quería abrazar a mis padres y a mi hermano, y porque no pude volar para despedir a mi Opi, que aparte de ser mi abuelo, era mi mejor amigo. Perder a un ser querido y no poder viajar para estar en el adiós es doloroso. Uno tiene que generar el propio ritual de despedida. Me queda la paz en el alma al saber que tuvimos la aventura de nuestras vidas y que, hasta el final, cada día conversábamos acerca de esa increíble experiencia que me acompañará por siempre y que tengo, en parte, reflejada en mi blog Viajando con mi Opi", dice profundamente emocionado.
Aprendizajes
Martín Berger recuerda con orgullo al joven adulto de 28 años que, ahogado por los ruidos internos y externos de una ciudad que sentía ajena, tomó el valor para perseguir otros sueños y hallar su propio destino. Hoy, a sus 36 años, siente que pudo encontrar ese silencio amigable, acompañado de una paz conquistada de la mano de las deudas saldadas y los mayores temores disueltos. Y en el camino, la enseñanza, la quietud y los cambios son la constante:
"El aprendizaje no cesa. A pesar de los años que llevo en Cracovia, y del hecho de que me siento cómodo, estoy dispuesto a darle la bienvenida a otro destino si mi corazón así lo dictara . Mi experiencia me ayudó a dejar muchos miedos de lado. Uno se abre. Madura. Cambia. Como decía el filósofo griego Heráclito: Nunca nos bañamos dos veces en el mismo río", reflexiona.
"En el exilio pude darme cuenta - en otra dimensión - de que puedo valerme por mí mismo. Jamás pedí ayuda a nadie. Y no es una cuestión de orgullo, sino de aprender de cada etapa y del proceso. Saber que, si uno tomó una decisión, debe ser lo suficientemente responsable para afrontarla. Claro que hubo momentos duros en donde hasta el último centavo contaba, se extrañaba mucho, y en donde dieron ganas de tirar la toalla. Pero son parte del camino de maduración. El mayor aprendizaje sigue siendo el de conocerse a uno mismo y entender cuáles son los propios límites", concluye.
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