Tiempo atrás, cuando Paula Tranzillo decía que vivía en París las personas la miraban con ojos grandes y soñadores, suspiraban y le señalaban lo afortunada que era. Y para ella, que desde pequeña se había ilusionado con la icónica ciudad, las reacciones eran comprensibles, aunque se alejaban del sentir que la acompañaba en su experiencia real.
En la cotidianidad de las calles parisinas su anhelada fantasía había mutado de colores irremediablemente y, si bien estaba agradecida por haber tenido la dicha de poder experimentarlo, aquel lugar en el mundo no resultó ser el cuento de hadas que había imaginado. En la ciudad, tan visitada y cosmopolita, solo pudo respirar apuro, lloviznas inoportunas y cierta frialdad desconcertante. "Obvio que cada uno tiene diferentes experiencias y no todo fue malo. Participé en muchos eventos latinos, aunque pienso que vivir en el exterior y solo rodearse de compatriotas no facilita la integración a la cultura del país", reconoce, "Conozco gente que ama París y que no la sacás de allí. Pero no es mi caso".
Por su trabajo, Paula había preferido ubicarse en el centro para estar mejor conectada. Podría haber elegido las zonas rurales, más económicas, pero demasiado complicadas a la hora de pensar en el traslado. Allí vivió durante más de dos años, en un departamento de 12 metros cuadrados situado en las calles bohemias de Montmartre. "Una especie de estudio por el cual pagaba 500 Euros más gastos. Alojarse en París es carísimo y para conseguir un piso en cualquier parte de Francia, en general, hay que presentar un garante francés y ganar tres veces más del precio del alquiler. Pienso que París es lindo para ir cuatro días de vacaciones, pero no para vivir, salvo que tengas mucho dinero".
Fue así que un día, consciente de su angustia en ascenso, Paula decidió que era tiempo de reaccionar, hacer las valijas, e irse a vivir a otro rincón de Francia que también la había enamorado: la Costa Azul.
Un nuevo hogar
Paula nunca había sido de aquellas personas que se paralizan por el miedo y la incertidumbre. Cuatro años atrás, solía transitar por las calles de su Buenos Aires natal con la certeza de que Europa era su lugar en el mundo. "Siempre había querido residir en el viejo continente, sentía que era mi casa. De chica me preguntaban en dónde quería vivir y respondía que en Francia. Y, si bien había estado como estudiante de intercambio en Hungría a los 18 años, en ese momento aún no tenía los papeles que me permitían vivir y trabajar legalmente en Europa", explica.
Fue en el 2015, que Paula obtuvo la ciudadanía italiana y no dudó en partir. Dispuesta a emprender un nuevo capítulo en su vida, y contando con el apoyo incondicional de su familia y amigos, dejó la Argentina en un estado emocional tan intenso como inédito. Tras un enriquecedor paso por Israel se instaló definitivamente en Francia. "Quería mejorar mi nivel de francés. Estuve dos meses en Marsella trabajando en un hostal y fui de vacaciones a París y conseguí un empleo. No era mi idea quedarme, pero sucedió. Trabajé como guía de turismo y estudié el idioma en La Sorbona, la universidad parisina", cuenta, "Pero quería mejorar mi calidad de vida, entonces elegí venirme a Niza, una ciudad soleada, de estilo italiano y con muchas oportunidades laborales".
En Niza, Paula descubrió que siempre había querido vivir al lado del mar, más precisamente en el Mediterráneo, que era de donde procedían sus abuelos. Comprendió que no deseaba dejar Francia, pero sí dirigirse hacia un lugar en donde pudiera respirar un mejor clima en todo sentido, y no se equivocó. En un día resplandeciente, llegó a aquella ciudad localizada en el departamento de los Alpes Marítimos, en la región de la Costa Azul, y sintió paz.
Al poco tiempo de su arribo, la joven pudo percibir que parte de su encantamiento se debía a que Niza había formado parte de Italia, por lo que conservaba su esencia. "Venden helado por todos lados y la arquitectura es hermosa", sonríe, "Está en la frontera con Italia y Mónaco. A Italia se llega en 30 minutos y los pueblitos de la zona son divinos. Hay muchos eventos: desde el Festival de Cannes hasta el Gran Premio de Mónaco, hay infinidad de actividades al aire libre, y realmente nunca te aburrís. Siento que aquí son un poco más latinos en su forma de ser. Por otro lado, vivir en Mónaco es mucho más costoso que en Francia, así que mucha gente vive en Niza y trabaja en el Principado, donde el sueldo mínimo es más alto que en suelo francés y algunos aspectos de la seguridad social son mejores".
Calidad de vida, calidad humana
Para Paula, Francia en general es un país de oportunidades, donde hay trabajo, habitantes de todas partes del mundo y cinco semanas de vacaciones al año. La diferencia en la Costa Azul le llegó de la mano del clima. "Creo que el clima juega un rol muy importante en la vida de una persona", asegura la joven recibida en Comercio Exterior, aunque dedicada a trabajar en turismo. "Por eso en París no me hallaba bien, a veces sentía que no era sencillo organizar ni un picnic porque seguro llovía. Repercute en la forma de ser y el estado de ánimo".
Por fin, Paula había encontrado un lugar de días tranquilos, lejos de esa vorágine que la agobiaba. En Niza comenzó a disfrutar de las cosas más sencillas, como ir a hacer las compras o salir a caminar, y en sus recorridos halló una comunidad de gente mucho más sonriente, "aunque al verdadero niçois no se lo cruce demasiado", acota, "Es una ciudad constituida principalmente por italianos, españoles y franceses de otras regiones o de excolonias. Acá aprovechamos para ir a la playa o a hacer deporte en la Promenade des Anglais - la calle que recorre la costa y que llega hasta el aeropuerto-, y disfrutamos del hecho de que el mar y la montaña están cerca. Se hacen muchas actividades al aire libre como el randonnée (paseos) por los diferentes pueblos".
Sin embargo, y a pesar del sol y el aire latino de la Costa Azul, a Paula no le resultó fácil entablar amistades con los franceses, por lo que la mayoría de sus amigos son de Latinoamérica, Italia o España. "Algo que me impacta es la carencia de espontaneidad", señala al respecto, "Es decir, para ir a tomar algo me avisan con un mes de anticipación, cuando a veces no sé qué voy a hacer a la tarde, imagínense si voy a saber qué haré en uno o dos meses. Acá en Niza, los locales son un poco más abiertos que en París, pero cada cual tiene sus amigos. Siento que en Argentina nos hacemos amigos en cada lugar que vamos: gimnasio, trabajo, colegio, curso de inglés, deporte, universidad. Actividad que encaramos, ya tenemos un grupo de whatsapp. Aquí lo que se conservan son las amistades del colegio o la universidad".
Pero aun con todas sus dificultades, Paula agradece cada día la fortuna de poder vivir en Niza, donde no deja de deleitarse con sus calles llenas de color, sus amados paseos por la ciudad vieja, y sus viajes en tren a Italia y Mónaco, embebiéndose siempre de la atmósfera de mar. "Lo que me apena es que en Francia, y después de los atentados (Niza vivió uno en el 2016), las personas estén más alertas. El ambiente está más sensible. Cada vez que Francia es noticia por algún ataque terrorista, el turismo baja drásticamente", observa, "Hoy en día, con las manifestaciones de los chalecos amarillos, el país también se ve convulsionado".
Regresos y aprendizajes
En los últimos cuatro años, Paula regresó a su tierra de origen en dos oportunidades, visitas que acariciaron su alma. Sin embargo, y con los avances de la tecnología, asegura que el contacto es permanente y que aún tiene la sensación de nunca haberse ido. "La diferencia horaria es de 4 o 5 horas, dependiendo la época del año, así que siempre estoy hablando con familiares y amigos. Pero, otras veces, siento como que ya me alejé mucho de Argentina como país, aunque en mis redes laborales los argentinos constituyan mi mayor público. Por otro lado, en Francia en general hay muchos compatriotas, se hacen fiestas y conseguir yerba y dulce de leche es fácil. Aunque también creo que, si uno va a estar hablando todo el tiempo de que extraña el asado, no le será fácil emigrar".
Con sus 32 años y gracias a su trabajo, Paula pudo acceder a los rincones más inusuales de la Tierra. En sus viajes conoció destinos no convencionales como Etiopía, el Tíbet, Kosovo, Argelia, la central nuclear de Chernobyl, y hasta las Islas Malvinas. Pero, entre partidas y llegadas, fue en la Costa Azul donde encontró su lugar en el mundo para transitar una paz cotidiana.
Tanto en suelos extraños, así como en su Mediterráneo, Paula considera que aprendió a ser más silenciosa y a disfrutar como nunca antes los momentos de soledad. "Al principio siento que gritaba mucho, quizás es nuestro estilo, más italiano, hablar con las manos y en tono fuerte. Aquí aprendí a ser más discreta en ese sentido, cosa que remarcan mis amigos. Entro a un lugar y hablo en voz baja", reflexiona, "Cuando llegué, mi objetivo era aprender francés y hoy lo hablo bien. Acá estudié y acá trabajo. Francia es mi segunda casa y aquí me quedaré. Es un hermoso país. Es cierto que muchas relaciones se han perdido con el correr de los años y que fui yo la que dejó Argentina, pero vivir en mi lugar del mundo vale la pena. Lo volvería a hacer, una y otra vez", concluye Paula, la mujer que de niña quería vivir en Francia y se atrevió a concretar el sueño que la haría feliz.
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