Vivía en Argentina, se instaló en Barcelona y cuando creyó que ya no tenía edad para el amor y la aventura, un hombre ingresó a su vida y lo cambió todo.
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La pintoresca isla de Chipre parecía haberle tendido una trampa. El filtro del enamoramiento había comenzado a desvanecerse y, ante la mirada afligida de Elena Lanús, el precioso castillo de arena imaginario que había construido se secó, dándole inicio a ese penoso proceso de desintegración provocado por el viento. De pronto, dejó de ver la belleza y todo le pareció sucio y feo.
A Elena la invadió un miedo que la llevó a preguntarse quién era y por qué estaba allí.
Hacia un nuevo hogar
A Chipre había llegado por amor, uno inesperado. En su vida pasada, sin embargo, Elena había residido en Barcelona y, años antes, en Córdoba, junto a su exmarido español.
Argentina la vio crecer y formar una familia hasta llevarla a las sierras cordobesas, donde su relación, que venía convaleciente, sufrió una ruptura que derivó en la partida de su expareja a Madrid. La mujer, seguida por sus instintos, sintió que algo había quedado inconcluso y decidió ir hacia él. Entre ellos hubo un breve reencuentro, pero al poco tiempo llegó la separación definitiva.
A sus 48 años, Elena, una mujer que en el pasado había fantaseado con vivir una experiencia en el extranjero, decidió que había llegado el momento de cumplir su sueño. Jamás imaginó que su pasaje, abierto por seis meses, se transformaría en una estadía que ya lleva veintidós años.
Se mudó a Barcelona junto a cuatro amigas argentinas, que decidieron seguirle sus pasos y cambiar el rumbo de su historia. Con ellas alquiló una vivienda en donde inauguraron una tienda de productos naturales y en la que alquilaban habitaciones para extranjeros. Fue una experiencia que se prolongó por varios años, hasta que decidieron que era tiempo de buscar nuevos destinos individuales, en el caso de Elena, irse a vivir a los Pirineos catalanes.
Pero entonces, a su hogar compartido llegó su último cliente en búsqueda de un cuarto para alquilar. Elena, que ya tenía 56, jamás hubiera sospechado que a su vida había ingresado su gran amor: "Cuando lo vi entrar quedé impactada. Estaba ahí parado en la puerta, me observaba y no se movía, y yo me mantuve distante, en mi lugar de dueña de casa", recuerda. "Nos encontrábamos en el desayuno y hablábamos un poquito en inglés, me contó que vivía en Inglaterra, pero me repetía la palabra `Cyprus´, su lugar de origen, tardé en darme cuenta de que hablaba de Chipre, isla que conocía solo de nombre, aunque ni sabía dónde quedaba. En una charla le pregunté por qué al llegar se había quedado en la puerta inmóvil: `Te estaba mirando y pensé: todo el mundo parece tan enojado, y ella está ahí, con esos ojos tan plácidos´, me dijo. Pobre hombre, se encontró después con la otra parte", ríe con ganas.
Elena siempre les cuenta a sus amigos que Nearchos Pareas había ido a Barcelona por una semana y se volvió a Inglaterra con ella dentro de su maleta y su corazón.
Un impacto inesperado
Antes de instalarse definitivamente, Elena y el chipriota fueron y vinieron entre Inglaterra y los Pirineos. Nearchos conoció la Argentina y quedó encantado con todo y con todos, la familia lo abrazó desde el comienzo: "Es que sinceramente es un personaje encantador", desliza ella. Ese viaje hacia tierra austral terminó de enamorarlos con una fuerza arrolladora y le dio paso a lo inevitable: tomar decisiones. Nearchos, que había retornado a su amada Chipre luego de 40 años, la invitó a quedarse con él definitivamente.
"Había viajado a verlo a la isla y todo de ella me parecía divino", rememora la mujer, que a su llegada a Chipre ya había cumplido 58. "Estaba muy enamorada y, al principio, los filtros fueron poco objetivos; siempre somos poco objetivos, pero cuando uno está enamorado, los velos son más gruesos. Todo era brillante, burbujeante, encantador, divertido, bello".
Arribó en invierno y llovía. El reciente encantamiento con la isla duró poco y el castillo de arena comenzó a desmoronarse. De pronto no hubo nada, pero nada, que le resultara familiar y el temor lo invadió todo: se hallaba sin amigos, sin trabajo y sin lengua, porque si bien manejaba un inglés respetable, descubrió que una cosa era entenderse en aquel idioma y otra vivir con él. Y de griego, la lengua cotidiana en su ciudad, nada:
"A los tres días de mi llegada estaba aprendiendo griego en inglés con un nivel de estrés increíble. A los 58 años el disco duro es más duro aún, así que todo me costaba más. Pero había algo, junto al amor, que a mí me retenía en la isla a pesar del idioma, de la comida diferente, la música desconocida y las extrañas formas de relacionarse".
Para Elena, quedarse implicó atravesar por un shock cultural que desequilibró sus emociones. Comenzó a comparar a su nuevo hogar con Barcelona, peculiarmente bella y europea, y a quejarse por todas las formas de los locales, impregnadas de estructuras árabes, como lo mal que manejaban o lo sucio que, a su mirada, se veía todo.Su divorcio traumático emergió para recordarle los riesgos de dejar todo por amor y se reconoció apresada por la mirada del miedo. Un fuerte temor comenzó a desdibujarlo todo, una vez más: "Porque el miedo también pone filtros que distorsionan, al igual que el enamoramiento", reflexiona hoy. "Me dije: o aceptás lo que hay o te vas, porque si no le vas a hacer la vida imposible a los que te rodean y te vas a hacer la vida imposible a vos misma. Maravillosamente algo cambió y empecé a mirar con otros ojos; empecé a descubrir la belleza".
Otros hábitos, nuevas costumbres
La República de Chipre, un país ubicado junto al Mediterráneo oriental en la parte sur de la isla homónima y dividida con Turquía al norte, un buen día amaneció amigable. Limassol, su hogar y la segunda ciudad en extensión luego de Nicosia - la capital -, eliminó sus filtros y la alejó del temor.
De pronto, Elena se encontró disfrutando de los paseos de los sábados a los bazaraki, esa dulce forma diminutiva y usual de llamar a los mercados de variedades en Chipre. Entre las verduras, frutas, quesos y vinos, aprendió a apreciar el bullicio de los diversos pueblos cercanos unidos en una multiculturalidad asombrosa. Fue allí que se aventuró a pronunciar palabras en griego y a entenderse, de a poco, con la cultura desconocida: "Pero si hablan entre ellos es difícil seguirlos, porque a pesar de la pequeñez de la isla, tienen varios dialectos y usan términos diferentes, según la región".
Asimismo, comenzó a distinguir las distintas tradiciones y a adorar los rituales de las festividades: sus bailes, trajes y comidas características. "En Chipre, por ejemplo, hay un vino que se llama Commandaria, que dicen que es el vino más antiguo de la historia y que jamás cambió su manera de prepararlo, y que hubo un rey árabe que quiso quedarse con la isla solo por él. La fiesta relacionada a la cosecha y la elaboración es fabulosa".
Lengua y amistades
De la mano de otra costumbre llamativa, Elena comenzó a construir los vínculos de amistad en aquella tierra pluricultural: "Los lugareños, si tienen un miembro de la familia abogado, médico o dentista, por ejemplo, nunca consultan a alguien por fuera de su círculo. Recuerdo haber ido al dentista de la familia, que me dijo que conocía una chica argentina de novia con un chipriota y le rogué que me diera el teléfono. De esta manera comencé a conocer a mujeres latinas en la isla", revela.
"La comunidad no es muy grande y todas estamos aquí por amor. Ir encontrando amistades fue mágico. Poder volver a hablar en español para mí fue hallar un paraíso terrenal. Cada vez que aparecía alguien que hablaba mi idioma, era como encontrar un ángel".
Perfeccionarse en las lenguas locales fue otro de sus caminos hacia la amistad. Elena había terminado su primer año de griego con poco estudio, sin saber demasiado, y comprendió que lo más sensato sería focalizarse en perfeccionar su inglés, idioma que allí todos dominan:
"Chipre tiene una riqueza histórica impresionante. Al estar situada en lugar estratégico, el mundo la ha querido desde siempre; solo tiene sesenta años de independencia. Todas las culturas imaginables la han marcado de alguna forma: europeas, árabes, turcas, griegas, romanas.Los últimos que estuvieron fueron los ingleses, que dejaron gran cantidad de huellas, como la forma de conducir, o la obligatoriedad del inglés en las escuelas. Esto, a los extranjeros, nos beneficia. Perfeccionar el idioma permitió comunicarme mejor. Un par de años después me metí con el griego más fuerte, lo que no quiere decir que lo hable bien todavía. Practico con mi pareja, y tengo muchas amigas chipriotas, pero lo interesante es que si les hablo en griego me contestan en inglés", dice sonriente. "Lo vivo como un gesto amoroso y les pido por favor que me hablen en su idioma".
Una apertura peculiar
Desde siempre, Elena le escapó a las generalizaciones. Cree que frases como "los argentinos son esto", "los franceses aquello", "los españoles lo otro" son inadecuadas, teniendo en cuenta que solemos conocer una mínima porción del lugar, y verlo con nuestros propios filtros internos aplicados. Por ello, hoy intenta no caer en etiquetas hacia el propio pueblo que la cobija con amor.
Sin embargo, existe una propia impresión, que sin abordarlo todo, con los años la supo conquistar: "Son extraordinariamente generosos", asegura. "Si bien son más bien cerrados, tal vez como mecanismo de defensa inconsciente por las veces que fueron invadidos, me sentí muy bienvenida", continúa.
"Si, por ejemplo, me quedo mirando un hermoso jardín de una casa desconocida, de inmediato me invitan a entrar, aunque sea una extraña, para apreciarlo mejor, pero no solo a entrar, sino a que me siente, tome un café, un vaso de agua o un jugo. No te dejan salir si no consumiste algo con ellos y, si es la hora, te invitan a almorzar. Tuve muchas experiencias así. Hasta no hace mucho se dejaban también los coches abiertos con la llave puesta y las carteras dentro sin problemas. La costumbre de invitar a las casas a extraños sigue, pero desde el ingreso a la Unión Europea hubo que ser más cuidadoso y cerrar todo. Pero en general, existe un nivel de confianza y relajación que en otros países se ha perdido totalmente".
Regresos y aprendizajes
Alguna vez su hijo Alejandro le dijo: "Cada vez más lejos, má". Lo cierto es que Elena necesita unas 38 horas para llegar a su querida Argentina, pero tanto él, como cada uno de sus seres queridos, la abrazan en cada visita con el mismo cariño, tal como sucedió el día de su partida, veintidós años atrás. La primera vez que se fue, ella ya era una mujer de 48 con un hijo de 22, y su entorno la había alentado a seguir sus sueños y su felicidad.
A los 58, cuando la vida la unió con Nearchos en su destino inesperado, la aceptación volvió a llegar colmada de alegría, y los regresos a la tierra natal se transformaron en encuentros de puro presente, amor y magia.
Hoy, a sus 71, y luego de trece años en Chipre, Elena rememora con orgullo el recorrido de una travesía que le dejó grandes enseñanzas, entre ellas que, aunque parezca imposible, nunca es tarde para atender el llamado del amor y emprender otro rumbo hacia una nueva vida.
“Mi experiencia me enseñó que no hay que dejar que el miedo, ni esa incertidumbre que nos lleva a ver todo bajo filtros oscuros, nos domine. La pandemia me recordó a mis viejos temores ante lo inesperado. Hoy, predomina un gran miedo que nos quiere atrapar, pero no lo debemos dejar crecer. Los velos propios y las informaciones contradictorias nos alejan de la confianza y la paz. En mi caso, hace un tiempo decidí dejar de consumir las noticias. Me di cuenta de que con miedo no le sirvo a nadie y volví a mi foco de orden interno en todo sentido”, reflexiona.
"En estos años también aprendí acerca de los lazos invisibles a pesar de las diferencias. Recuerdo que, en una época que estaba haciendo danza del vientre acá en la isla, me enteré de que los sirios toman mate como nosotros, y en cantidades industriales. Al ir a comprar el cinturón con moneditas, descubrí que en la tienda tenían yerba, bombillas y mates. El paquete, de marca desconocida, decía: producto de Argentina, pero todo estaba escrito en árabe. Al final, estamos más unidos de lo que imaginamos", continúa sonriente.
"En Chipre me encontré con que las mujeres de mi edad no habían elegido a su marido, todas estaban casadas con alguien que había sido elegido por sus progenitores. Algunas se habían enamorado profundamente de otros hombres, pero les prohibieron esa unión. Y esos hombres, también enamorados, debieron ceder a la elección de sus padres, teniendo en cuenta la dote de la futura esposa. ¡Tan opuesto a mi historia! En este y muchos casos, aceptar la diferencia me fue complejo y uno de mis mayores aprendizajes. Resultó un desafío darme cuenta de que, porque yo crea una cosa, no tiene por qué ser la verdad, es tan solo una creencia".
"Los impactos culturales dan miedo porque también te cuestionan el quién soy y qué hago acá. Atravesé muchos de estos choques, pero comprendí que siempre tuvieron que ver con los juicios, con lo que uno cree que está bien o mal; lo que es lindo y lo que es feo. Hace poco leí una frase de un libro que decía que somos capaces de ver la belleza a nuestro alrededor en proporción al amor que llevamos dentro. Chipre me enseñó y me enseña a hacer crecer cada día un poco más ese amor".
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