Ella se enamoró de un hombre que su familia no aceptaba, desafiaron mandatos y decidieron emprender una nueva vida en un país que les presentó desafíos impensados.
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Alexandra Walker, una joven oriunda de Adrogué, se encontraba estudiando la carrera de Nutrición en la Universidad de Buenos Aires cuando conoció a Martín Canteros Paz y se enamoró perdidamente. Proveniente de una familia de clase media muy trabajadora, ella había crecido en el marco de una educación estricta, que incluía un colegio trilingüe, una serie de mandatos sistematizados del deber ser y la proyección de un futuro signado por una identidad otorgada. Convencidos de que él era un otro lejano a sus costumbres y que había un nosotros familiar que proteger, Martín jamás fue bienvenido ni aceptado.
Aquella fue la primera vez en la que Alex –tal como la llaman en su círculo íntimo- tuvo que atender un difícil llamado a cambiar en la vida: podía agachar la cabeza y elegir la comodidad de las reglas de una familia a la que siempre había admirado por sus esfuerzos, o desafiar a su destino, apostar al amor y emprender un viaje de exploración hacia su identidad esencial.
Con temor, pero sin dudas, decidió que era tiempo de descubrirse a sí misma. "Mi elección de seguir con Martín desató una pelea terrible que derivó en que me echaran de mi casa, lo que quebró irremediablemente el vínculo con mi familia".
Inmersos en un mundo de sensaciones agridulces, a los pocos días Alex se fue a lo de la madre de Martín y luego se mudaron juntos a un pequeño departamento en Almagro. Ella consiguió un trabajo y se focalizó en terminar sus estudios y él continuó vistiéndose de traje para ir a su empleo en el banco, un espacio en donde pudo crecer hasta ocupar un buen puesto.
"Las cosas venían medio mal en el país, aunque no tanto", recuerda Martín, "Un día, entre papeles, vi una libreta con un canguro y le pregunté a Alex qué era ese librito ilustrado. Entre risas, me dijo: `Si sabés que mi padre es australiano. Por extensión, yo también´. A partir de entonces, me convencí de que teníamos que tramitar los papeles para mí como fuera".
Unas semanas después de aquel hallazgo, lo que comenzó como una temporada de lloviznas culminó en un huracán. De un día para el otro, y en el marco de la crisis nacional, ambos perdieron su trabajo y quedaron devastados. "Pero a los pocos meses, en el momento menos pensado, me llegó el correo diciendo que me habían aprobado los papeles para Australia", rememora él con una gran sonrisa. "Vendimos todo para irnos, hasta la mecedora que atesoraba para cuando tenga hijos y con la que pagamos el asado de despedida", cuenta Alex conmovida.
La realidad era que ella apenas se hablaba con su familia y los pocos parientes que él poseía eran comprensivos, sentían que debían aprovechar su juventud, tomar coraje y salir a la aventura. Sin embargo, el día anterior a la partida, Martín se quebró y lloró desconsoladamente. Era consciente de la decisión que habían tomado, una que les cambiaría el resto de su vida.
Pero a pesar del torbellino emocional, al aeropuerto llegaron con sus cuatro valijas y sus corazones colmados de ilusión.
La nueva tierra
Los primeros seis meses en Australia fueron mucho más duros de lo esperado. "Así como Martín había sido discriminado por mi familia, ambos lo vivimos en carne propia en aquel país por entonces extraño", afirma ella. "Habíamos llegado a Ipswich, en Queensland, y nos hospedamos esos meses en lo de mi abuela. En el lugar éramos forasteros y conseguir trabajo fue titánico".
Casi sin dinero, comían lo mínimo y se postulaban a cuanto empleo podían. "Lo primero que hicimos fue servir papas fritas para un partido de los All Black vs. Wallabies", cuentan. A su vez, todos los días Alex iba hasta la biblioteca popular e invertía horas aprendiendo los términos científicos de nutrición para poder convalidar su título, una misión que por aquel entonces sentía como imposible. "El esfuerzo fue enorme", rememora, "Martín empezó a trabajar de taxista y comprendí lo complejo del proceso de conseguir una ocupación en lo mío. Acá tienen un criterio de selección minucioso y, más que el currículum, lo que pesa son tus motivaciones, que también deben presentarse en una especie de ensayo".
Finalmente, un buen día Alex quedó seleccionada para un trabajo dentro de su profesión y la alegría de la pareja fue inmensa. El empleo era en el norte, más precisamente en Katherine, un pueblo de 5849 habitantes en el subtrópico de la inmensa Australia salvaje, a 320 km de Darwin. Un lugar en el mundo al que muy pocos estaban dispuestos a ir, y en donde ella debía asistir a los aborígenes de la región, una comunidad observada con recelo por los descendientes de los colonizadores anglosajones y, a su vez, un pueblo dolido por haber sido considerados, hasta hace pocas décadas, menos que humanos. Habían quedado resentidos, entre otros sucesos, por el cruel arrebato de sus hijos a fin de ser adoctrinados.
"Mi abuela me decía que era una locura, que me iba a un lugar desolado, perdido por las drogas y el alcohol, sumamente peligroso. Pero yo venía de hacer voluntariados en rincones muy precarios de la Argentina y mi vocación siempre había sido de servicio". Alex se lo explicaba sin saber que el choque cultural sería mucho más impactante de lo esperado.
Un destino inesperado
Martín y Alex recorrieron 3500 km en un Ford K, otra imprudencia para los conocidos y los desconocidos que se cruzaron en el trayecto. El viaje que habían emprendido era casi un delirio, con el mínimo de dinero, poca comida y un paisaje desértico, que los llevó a enfrentar nuevos retos inimaginables. En su travesía fueron testigos de impactantes escenas de personas desposeídas, caminando como zombies y lanzando gritos, pero, también de la maravillosa geografía salpicada por incontables camellos, canguros y conejos hasta llegar a la tierra roja, los 40 grados, las monumentales serpientes y los cocodrilos. "Me acuerdo que cuando sentí el golpe de calor al abrir la puerta pensé: acá nos vamos a morir", evoca Alex entre risas.
Arribaron a su nuevo hogar sin nada. Al comienzo durmieron en un colchón en el suelo y utilizaron cajas de cartón como mesas. Pero eso no fue los que les resultó duro. "Al llegar comprendí que el lugar en donde tenía que ejercer mi trabajo quedaba a 450 kilómetros de aquel pueblo y que iba a tener que quedarme allí durante la semana, porque si no sería imposible. Los primeros tres meses lloré todos los días", confiesa Alex con profunda emoción. "Ella regresaba a casa completamente roja por la tierra, después de días de mucho trabajo humano y profesional junto a personas muy necesitadas y abandonadas", agrega él.
El primer empleo de Martín fue manejando un micro escolar, un puesto maravilloso que lo contactó con la autenticidad y la alegría de los niños; luego trabajó en el correo y, finalmente, en una de las ocupaciones que más agradece haber tenido en su vida: bombero profesional. "Había sido voluntario en Buenos Aires y me aceptaron, porque estaba dispuesto a una tarea muy compleja que pocos querían tomar, en donde los aborígenes eran los mayores damnificados".
En aquel empleo, Martín vivió las experiencias más extraordinarias posibles. Para ambos, cada día significaba salir hacia una aventura impredecible.
Los impactos y la naturaleza
Después de unos primeros meses emocionales, el matrimonio comenzó a apreciar en su total magnitud la nueva tierra en la que habitaban. La naturaleza salvaje que los rodeaba era tan pura como peligrosa. "Mi trabajo requería buscar gente perdida muy seguido en un terreno tan fascinante como despiadado. Las escenas de los vehículos accidentados por cocodrilos y las enormes boas que todo lo devoran fue uno de los primeros grandes impactos", cuenta Martín. "Y las temporadas se dividen en seis meses de lluvia y seis secos. Fue impresionante la primera vez que notamos cómo luego de las lluvias el croar de las ranas era tan pero tan fuerte, que tapaba la televisión, la radio y las conversaciones", continúa Alex.
De a poco y con la convivencia, la pareja pudo observar con fascinación la inigualable comunión de los aborígenes con la naturaleza y descubrir en aquel vínculo un estado de pureza extrema, en donde las emociones no tenían filtros. "Tal como le había ocurrido a mi marido con mi familia, por varios meses me sentí observada, como si estuviera en la calle parada desnuda y todos me pudieran ver. Le había tocado a él, ahora me tocaba a mí. La diferencia es que ellos vencieron el temor y nosotros fuimos aceptados".
Así fue como, pasado un tiempo prudente, ellos dejaron de ser aquellos otros extraños y comenzaron a formar parte de una comunidad, que, a pesar de todas sus asperezas, aprendieron a admirar. "En una misma cuadra, convivíamos personas de un origen muy diverso. Sentimos que ellos aprendieron de nosotros y nosotros de ellos".
Alex recuerda aquella vez en la que, de regreso a su hogar, quedó atrapada e incomunicada por cinco días en una inundación. "La solidaridad que vi fue inmensa. Y noté que, ante las catástrofes, el color de piel y el origen habían dejado de importar", asegura, "El racismo acá tiene muchas grietas dolorosas, pero la cultura del voluntariado y la donación es enorme. Las personas otorgan grandes sumas de sus sueldos a diversas causas y no les importa pagar altos impuestos destinados a helicópteros médicos, que se ven a diario sobrevolar Australia para trasladar a la gente que vive en lugares remotos al hospital a fin de, por ejemplo, realizar una quimioterapia".
Calidad de vida
Con el correr de los años y de la mano de su espíritu servicial, Martín y Alex descubrieron que en Australia aquel que se esfuerza lo logra, que la brecha de los ingresos en las distintas profesiones no es tan alta y que resulta suficiente para mantener una buena calidad de vida.
"Acá valoran el esfuerzo y la experiencia de campo. Pero, ante todo, creemos que ayuda el hecho de que los argentinos solemos llegar con una gran formación a otros países, no le tememos a nada y vivimos todo con mucha pasión. La pasión argentina nos ayudó a progresar", opina Martín, quien en su actual trabajo como Waste Strategy and Management Officer tuvo que presentar una propuesta con una solicitada millonaria ante concejales, quienes votaron a favor y le aclararon que lo hicieron porque apreciaron su exposición emocional, en pos de aliviar la crisis del cambio climático.
"Otra cuestión que lleva a tener una buena calidad de vida es que, tu esfuerzo y buen comportamiento, reditúa. En Australia no existe el acomodo y hay un buen ejercicio de la democracia. Un político de primera línea se olvidó de declarar una bebida de 2000 dólares y fue un escándalo nacional. Un hijo de otro de ellos quiso coimear a la policía y su padre por vergüenza se hizo responsable y renunció a su cargo.Acá la política no es un tema, la gente considera que son personas elegidas al servicio de todos y solo quieren que hagan su trabajo. Se piensa siempre en el porvenir, y la salud, por ejemplo, es universal, por ende, el peón comparte habitación en el hospital con el gerente".
El matrimonio siente que en el interior de Australia descubrió a una sociedad noble, que se anima a ser vulnerable en público, con una historia sufrida, pero al mismo tiempo con una forma de ser simple, inocente, transparente y servicial.
Regresos y aprendizajes
La pareja regresó a la Argentina una sola vez, seis años después de su partida. Alex sentía la necesidad de volver para ver lo que habían dejado. "Fue un viaje bastante doloroso por la historia con mi familia, porque entre amigos todos habíamos cambiado y porque ya no sabíamos navegar la ciudad", confiesa ella. "Una amiga me dijo que por mis movimientos se notaba que ya no parecía argentina y que me cuidara por posibles robos. Y lo sufrí, ante todo porque yo me siento argentina y jamás diría que no lo soy".
También recibieron acusaciones de ser "vende patria", pero ellos son de los que creen que todos somos ciudadanos del mundo, que uno se debe a la humanidad completa, y debe estar allí en donde mejor pueda ejercer sus servicios, donde el amor propio se vea fortalecido y se pueda colaborar por el planeta sin límites. "Recuerdo que quise donar equipos de bomberos casi sin uso y de excelente calidad para una dotación en Buenos Aires y al enviarlos la aduana los retuvo y ahí quedaron", continúa Martín, "Fue triste ver cómo lo que puede ser simple se ve entorpecido".
Hoy, y luego de residir durante 10 años en la Australia salvaje, el matrimonio vive en un nuevo pueblo, Tumut, un lugar muy similar a la Patagonia argentina y colmado de inmigrantes europeos. En sus tiempos junto a los aborígenes ellos tuvieron a sus dos hijos, quienes crecieron casi desnudos y rodeados por la extrema naturaleza. Allí, aceptaron y fueron aceptados hasta lograr sentir una comunión inigualable.
"Jamás me sentí tan segura como en la naturaleza salvaje de Australia", asegura ella con emoción. "Cuando surgió la posibilidad de venir a Tumut, lo hicimos pensando en el futuro de nuestros hijos (su hija Lulu tiene 9 y el más grande, Nico, ya tiene 14) y porque era tiempo de darle fin a una aventura rica, pero de un gran desgaste. Acá, en este nuevo hogar, nos encontramos una vez más con la discriminación, lo que al principio nos llevó a aislarnos. No nos podíamos insertar, nos miraban con temor y no nos querían en ningún lado. Pero, finalmente, entendimos que todo pasa por el desconocimiento, por el natural temor del hombre a lo que no es `como uno´. Con el tiempo, todo cambió y nos acomodamos".
Actualmente, Alex considera que todo lo vivido forma parte de una gran lección de vida. Que, en la circularidad de la existencia, toda su travesía había comenzado con la discriminación hacia su marido, y que aquel escenario se repetía, una y otra vez, hasta que las cosas se asentaban para dar paso al aprendizaje y la transformación. "Lo que no pasás, lo repetís", suele decir ella. Ambos entendieron que en la vida hay que abrir el corazón y la mente para ver más allá de lo conocido y perder así el miedo a lo diferente.
"Nuestros hijos se llevan las mejores enseñanzas. Nico y Lulu, después de los años en el norte salvaje, han desarrollado un corazón compasivo. Fueron testigos de los dolores y los sacrificios de sus padres y vivenciaron el proceso de cómo pasamos de no ser aceptados a serlo. Ellos, rompiendo con las cadenas antepasadas del miedo a lo distinto, son seres que abrazaron el amor hacia la diversidad. Nuestros hijos aprendieron y siguen aprendiendo aquello que les intentamos transmitir: que todo se puede en la vida si actuamos con coherencia entre lo que pensamos, sentimos, decimos y, en consecuencia, hacemos, y que todo lo que emprendemos da sus frutos si lo hacemos con integridad", concluyen.
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