La primera vez que Julia Villegas tomó consciencia de lo que estaba haciendo fue durante el aéreo que la trasladó de Brasil a Luanda, capital de Angola. Si hubiera estado arriba de un tren, un micro o un auto, habría avisado que se arrepentía, que quería volver a la Argentina o, al menos, parar unos minutos a tomar aire antes de continuar viaje. Pero se trataba de un avión - por supuesto- y no había vuelta atrás. Su garganta se cerró y la dominó el miedo.
Llegó en verano, pero uno que jamás había vivido. Apenas descendió del avión sus sentidos quedaron impactados ante el choque de colores, el idioma y la temperatura. En el aeropuerto la esperaban para llevarla a su nuevo hogar, donde se hospedaría con religiosas, algo para lo que no sabía si estaba preparada: tenía su fe inquebrantable, pero también sus cuestionamientos.
Dejó su equipaje y, sin tiempo para asimilar su entorno, acompañó a una hermana al centro de salud donde trabajaban, envuelta en una sensación de irrealidad extrema. En el camino emergieron vestimentas estridentes, expresiones curiosas al verla, palabras incomprensibles, mucha basura y un olor penetrante: "Deseo que nunca se me borren estas primeras imágenes", manifiesta Julia al recordar aquellos instantes. "En pocos segundos, y sin entender qué sucedía a mi alrededor, supe que algo en mí había cambiado para siempre".
Un deseo reflotado y una madre afligida: ¿Por qué Angola?
A Julia siempre le gustó involucrarse en entornos vulnerables y ayudar. Aparte de trabajar en zonas carenciadas de su ciudad, desde su adolescencia soñaba con realizar un viaje de voluntariado para ampliar su visión cultural y social, y aportar algo más, aunque fuera mínimo, para hacer una diferencia en el mundo.
Y si bien pensó en estudiar medicina o alguna carrera afín, se dejó llevar por otra fantasía opuesta: diseño de indumentaria. El tiempo pasó, se recibió, comenzó a ejercer como docente universitaria y a trabajar en temas relacionados a su carrera, y aquel viaje anhelado quedó casi en el olvido: "Aunque no se borró de mi corazón, mi mente lo hallaba imposible", cuenta con una sonrisa. "Me acercaba a los 30 y simplemente me parecía que ya no era momento, que eso se debe hacer de más joven".
Sin embargo, el espíritu de Julia comenzó a sentirse tenso, incómodo en su piel. Le generaba "ruido" trabajar en la industria de la moda- tantas veces frívola, materialista y que la presionaba en la relación con su cuerpo- y estar distante de las necesidades básicas y del alma de las personas. "En terapia refloté mi sueño del voluntariado y mi psicólogo me contó que había regresado de Angola diez años atrás, por el mismo motivo. Mi corazón estalló y comencé a accionar para concretar lo postergado".
Finalmente, una religiosa en Luanda le dijo que estaban dispuestas a recibirla. A partir de allí todo fue una locura, la información que la joven argentina lograba obtener acerca del lejano territorio parecía insuficiente, aunque de algo estaba muy segura: quería viajar como "Julia", en la esencia de su persona, nada de diseñadora, docente, emprendedora y organizadora o cualquier otra etiqueta asociada a sus actividades en la Argentina: "Quería ayudar en lo que se necesitara; si me pedían limpiar, buscar agua o enseñar español para mí iba a estar perfecto".
En un comienzo, solo su hermana y sus amigos supieron del viaje. Fue recién con los pasajes en mano que Julia llamó a su mamá y a su abuela - cada una en una provincia distinta- para contarles las novedades. "Cuando le dije a mamá que tenía algo para anunciarle, creyó que se trataría de un novio. Ni bien dije Angola se produjo un largo silencio hasta que escuché su llanto. Tal vez fui algo dura al decirle que ya era una decisión tomada. ¡Pobre madre mía!", revela. "A mi abuela, en cambio, ni pude terminar de contarle que lanzó el famoso `ya sabía´. Me dijo que siempre imaginó que haría algo así y me confesó que había sido su sueño, pero que sus padres no se lo permitieron, que siguió los mandatos y formó familia siendo muy joven".
Julia no sabía portugués, no sabía de qué iba a trabajar, tampoco dónde iba a vivir exactamente. En su vuelo de Argentina a Brasil nada de esto pareció preocuparla, pero fue allí, en algún lugar del cielo entre Brasil y Angola, que de pronto comprendió: África, desconocida e incierta, la esperaba.
Vivir en un basural colorido y despedir obsesiones
"Lixeira, que significa basural", le contó Julia a sus amigos que había dejado atrás. Así se llamaba su nuevo barrio y era exactamente eso: un basural donde diferentes personas comenzaron a asentarse hasta que se convirtió en una comunidad permanente. "Una villa miseria, similar a las que tenemos en Argentina", continúa con una mirada dulce.
"Siempre fui una persona muy perfeccionista del orden y la limpieza, con altas expectativas en ese sentido, por lo que es fácil desilusionarme. Llegué sabiendo que sería un enorme desafío para ese aspecto de mi personalidad: mis obsesiones debían ir desapareciendo".
Durante las primeras semanas el asombro de Julia no menguó. Las calles de Luanda la impresionaban cada mañana con su abanico de colores atractivos. Allí se entremezclaban las pieles oscuras y las incontables tonalidades en el medio, la tierra arcillosa y bien rojiza, la abundante vegetación, un sol que ella percibía cada día como bañado en oro para luego convertirse en sangre, las casas pintadas y despintadas luciendo sus diferentes tintas coloridas y, sobre todo, la presencia casi infinita de los famosos panos, rectángulos de tela con diseños ricos y extensas combinaciones de colores y dibujos.
"Son la prenda casi obligatoria de toda persona, en especial para las mamás que visten varios de ellos superpuestos. Con este paño se cubren el cuerpo o lo usan sobre su ropa, con ellos limpian o lo usan para sentarse, también lo utilizan para amarrarse a los bebés en las espaldas, para sujetar su cabello generalmente trenzado o con pelucas; con los paños tapan la comida en sus casas o exhiben las ventas en la calle, limpian los mocos de un bebé llorando o lo usan para secarse después de tomar un baño. En fin, creo que nunca en mis años como profesional de la indumentaria pude crear algo tan funcional como un simple rectángulo de tela".
Dar hijos al país y hábitos despojados del maldito "qué dirán"
Día a día, Luanda se develó impactante en sus costumbres, así como en sus antagonismos sociales muy marcados. Julia descubrió cierto recelo aún existente hacia los blancos, así como las marcas de la reciente guerra civil no solo perceptibles en los muros remanentes en algunas casas, sino en los corazones y los recuerdos de los habitantes: "No existe historia que te cuenten que no incluya `en tiempos de guerra...´", observa pensativa.
"Y en Angola llaman la atención los niños por doquier, de todas las edades, llevando a cabo infinidad de tareas o simplemente jugando. Para los angolanos la descendencia es muy importante, ellos lo ven casi como una obligación social darle hijos al país y es por esto que las familias tienen entre ocho y hasta quince (y solo cuentan los que todavía tienen vida). La maternidad comienza a temprana edad y es `común´ que los hombres se casen con una mujer, pero tengan hijos con muchas otras", continúa.
"Con los niños vienen de la mano características únicas: Las risas inconfundibles con esos dientes blanquísimos, la curiosidad sin límites que me hace estar rodeada de ellos a donde vaya, tocándome la piel, el pelo, haciéndome descalzar para ver mis pies o mis uñas. Aparejado a esto está la `falta de vergüenza´, pero bien entendida y que se conserva durante toda su vida: Acá los habitantes preguntan lo que desean saber, piden lo que quieren tomar o tocar y, si desean hacer sus necesidades fisiológicas, frenan en la calle y lo llevan a cabo, no tienen grabado ese maldito `qué dirán´ tan instalado en nuestra mente. Los veo, niños y adultos, aceptando su cuerpo y sin problemas de lucirlo, libres en el hablar o proponerte y pedirte".
Fue así que para Julia los primeros meses transcurrieron intensos, entre paisajes agridulces y aprendizaje constante, en un nuevo lugar en el mundo que aprendió a llamar "casa", un hogar que, a pesar de su pobreza, siempre amaneció rico a su modo, con música y agradecimiento.
"Es hermoso, en Angola te agradecen por entrar a su casa o por conocer a su familia, te agradecen por conversar con ellos o interesarte por algo de su cultura. Por momentos hasta me da pudor: siento que no les estoy dando nada y ellos me agradecen; tu tiempo y respeto a ellos les basta. Y esto viene acompañado por la música, presente durante todo el día en sus vidas: Cantan mientras trabajan, caminan, cocinan o toman un baño. Para ellos también es una respuesta cargada de significado, una ofrenda de cariño y confianza".
Un escenario precario y una indiferencia del poder
A pesar del encanto singular de un lugar en el mundo que pronto aprendió a amar, Julia comenzó a ser testigo de escenarios dramáticos. En las calles de su rincón en Luanda no tardó en descubrir a una delincuencia presente en todo momento, acompañada por escaladas de violencia.
"La escasez de alimentos lleva a una alimentación precaria a veces tan solo a base de arroz blanco o una especie de polenta para ir con el estómago lleno a dormir", explica Julia. "Los trabajos formales no abundan y son todos mal pagos; los precios de los víveres y los productos de limpieza son elevados, pero, por sobre todo, se sufre la inexistencia de agua potable y corriente. El agua se procura con palanganas que llevan las mujeres sobre sus cabezas. Y como no existen cloacas o pozos, todo termina en la calle, la misma en donde circula un vehículo, un hombre caminando, una mamá vendiendo comida o un niño jugando".
"A este panorama se le suman las enfermedades, como fiebre tifoidea y paludismo (malaria), así como hepatitis b y otras de trasmisión sexual. Este no es el escenario de todo un país, también existen shoppings, grandes condominios privados y lujosos edificios, pero me animo a aclarar que no es la realidad de muchos, en su mayoría políticos o empleados extranjeros de empresas multinacionales que se encargan de explotar el petróleo o diamantes, indiferentes a lo que los rodea", continúa afligida.
"Con respecto a la calidad humana, creo que nunca sentí tanto amor que no sea expresado con abrazos o palabras: la mirada, la sonrisa o el canto ya te dejan colmada".
Aprendizajes de un país que ayuda a agradecer y perdonarse
Tal vez, si el escenario mundial se lo hubiera permitido, Julia Villegas ya estaría de regreso, continuando con su labor de voluntariado en Argentina. La pandemia la forzó a quedarse y los meses impensados la unieron a la tierra africana como jamás hubiera imaginado, al punto que hoy considera extender su visa. ¿Por qué África? Cada ser humano necesita ver el mundo por razones diferentes, y esta es su travesía para ayudar y enriquecer el alma.
Angola la encontró con su espíritu rebosante, trabajando fuerte, exponiéndola física y emocionalmente, pero agradecida a la vida por haberle permitido cumplir aquel sueño juvenil, a pesar de añorar por momentos ciertas cosas que daba por sentado, incluso aquellas aparentemente insignificantes que pudo disfrutar con frecuencia en la Argentina sin entender la magnitud de su fortuna, como un lomito, tomar una cerveza negra tirada, degustar un buen vino, o saborear un helado.
"Angola me enseñó a darle un nuevo valor a las cosas que creemos simples y naturales en esta vida. Los primeros tres meses me bañé con agua fría y cuando pude hacerlo con agua caliente fue una sensación mágica inolvidable", cuenta con emoción profunda. "Ahora me baño con un fuentón, un jarrito y agua fría, que es como se baña la mayoría de las personas porque en mi región nadie tiene ducha; hoy aprecio el simple hecho de poder abrir una canilla, ya sin siquiera pensar en si será fría o caliente ¡cuánta fortuna!".
"Me sucedió algo similar con respecto a las comodidades al dormir y el bendito mosquitero de la cama, los medios de transporte, las comidas... Todo se resume en el aprecio a las pequeñeces constantes que generalmente ni percibimos", continúa. "Por otro lado, es raro contarlo, pero sentí un amor muy grande por mí y por mi cuerpo. Me perdoné por tantos años de autocastigo por no `encajar´ en la misma industria en la que soy parte por mi profesión, que exige la mujer flaca y de pelo lacio. Sabemos que el estereotipo de belleza cambia según la cultura, pero no deja de sorprenderme. Acá los kilos demás son bien vistos y la naturaleza del cuerpo de las angolanas es así en la mayoría de los casos y uno lo puede apreciar en una publicidad y caminando por la calle, donde las mujeres van muy arregladas a su estilo y a pesar de la precariedad económica, y lucen libres y sin prejuicios de su cuerpo".
"En esta experiencia en Angola aprendí y sigo aprendiendo a desarrollar la empatía, a mirar el mundo con otros ojos, a escaparle a la indiferencia. Y este suelo me mostró que soy un ser muy sentimental, pero a la vez desprendida de mis afectos a pesar del inmenso amor que siento por ellos, algo que me permite desarrollar de manera comprometida mi camino de voluntariado. Ni en otros viajes, ni ahora viviendo en Angola sufro de nostalgia o desarraigo, aunque hay algo que extraño de sobremanera: un abrazo de esos fuertes que sostienen y duran varios minutos; de esos en los que cerrás los ojos y no hacen falta palabras".
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Destinos Inesperados es una sección que invita a explorar diversos rincones del planeta para ampliar nuestra mirada sobre las culturas en el mundo. Propone ahondar en los motivos, sentimientos y las emociones de aquellos que deciden elegir un nuevo camino. Si querés compartir tu experiencia viviendo en tierras lejanas podés escribir a destinos.inesperados2019@gmail.com . Este correo NO brinda información turística, laboral, ni consular; lo recibe la autora de la nota, no los protagonistas. Los testimonios narrados para esta sección son crónicas de vida que reflejan percepciones personales.
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