"Cómo la pegamos", dijo Cande cuando la pandemia forzó una cuarentena estricta en todo el país, allá por el lejano marzo de este raro 2020. Las complicaciones de vivir en una gran ciudad de repente cobraron toda su monstruosa dimensión. Todo lo que nos había alejado de Buenos Aires –para instalarnos en un pequeño pueblo bonaerense–, si alguna vez habíamos sentido alguna duda, se confirmaba al calor del coronavirus: el encierro, la soledad acompañada, la falta de calidad de vida, el costo humano y monetario de la ciudad, el tiempo, el bendito tiempo: correr y correr, llegar siempre (¿adónde?) tarde. O nunca llegar. Una metáfora salvaje de la vida misma.
Somos Candelaria Schamun y Franco Spinetta, habitual colaborador deBrando. Nos resulta tan extraño escribir en primera persona del plural: solemos transmitir información, experiencias e historias en relatos periodísticos. Pero aquí vamos. Somos, en definitiva, dos historias mínimas en este universo caótico, de intensa búsqueda, atravesadas por cuestiones de clase, familia, anhelos, trabajos y frustraciones, que nos cruzamos en un pueblo de la provincia de Buenos Aires –que delicadamente no mencionaremos– donde intentamos reconstruirnos humana y profesionalmente. Esta es nuestra historia.
Candelaria
Llegué al pueblo luego de seis años como productora de C5N. Alquilaba una casa en Parque Avellaneda. Todos los días me levantaba a las seis, sacaba a pasear a Amaicha –mi perro–, y salía para el canal. De esos días, recuerdo el mal humor, el estrés, la espera del colectivo contando los minutos para llegar a tiempo, almorzar a las apuradas comida por peso, regresar a casa, agarrar al perro y pasar la tarde en el Parque Avellaneda. Una de las cosas que hacía era agarrar ladrillos o un palo y marcar con los pies 10 x 40, la dimensión del terreno. Y sentada en ese espacio verde imaginaba mi casa.
En las primeras noches, el silencio fue abrumador. Durante días pensé que tenía un problema en el tímpano: me di cuenta de que me estaba desintoxicando del caos.
Durante una reunión de sumario de C5N, planteé mis ganas de irme de Buenos Aires. Un compañero que vivía en el interior me entusiasmó con la idea. Ese mismo fin de semana preparé el mate, puse la localidad de la que me había hablado en el Google Maps y salimos de viaje con mi perro, que iba sentado en el asiento del acompañante. En dos horas estaba en el pueblo, di unas vueltas por las calles de tierra y supe que sería mi lugar. Regresé el fin de semana siguiente con la idea de buscar terrenos. Me traje algunos números de inmobiliarias. A los dos meses de haber ido por primera vez ya me había comprado el terreno con ahorros que venía juntado de mi primer trabajo, a los 18 años. Luego, con mi prima Graciana, que es arquitecta, diseñamos la casa que mi mamá me ayudó a construir. Esperaba ansiosa todos los fines de semana para ir a tomar mate al terreno. Una imagen que recuerdo es la de Amaicha corriendo por primera vez a un tero, fue un instante de libertad o la reafirmación de que esa era la vida que quería. Luego armé un word, el título decía: ¿De qué vivir? Decía algo así: "Hacer mermeladas-Un portal de noticias-Un vivero itinerante-Naturista itinerante: Vender semillas, frutos secos y demás". Finalmente, fue el portal de noticias.
En las primeras noches, el silencio fue abrumador. El silencio tiene un sonido: es un pitido interminable, como el pitido que nos queda luego de una noche de boliche. Durante días pensé que tenía un problema en el tímpano: me di cuenta de que me estaba desintoxicando del caos.
El día que estrené el rastrillo, entendí que acá, en el pueblo, las cosas son a otro ritmo. Apoyé el palo en la cerámica del living e hice presión con el rastrillo de hierro; el palo se zafó y el rastrillo se me clavó tres centímetros en el tabique de mi nariz, una V en la carne. Fui corriendo a la salita y como si fuese una escena de los hermanos Coen, la pequeña hija de la enfermera, al verme, salió corriendo y le gritó a su madre: "¡Mamá, hay una nena que sangra!".
Durante los primeros meses me di cuenta de que en Buenos Aires mis manos las usaba para escribir, para cocinar, y para hacer actividades manuales. Cuando llegué al pueblo las empecé a usar para trabajar la tierra. Los viejos del pueblo me enseñaron a usar la azada, el puntín y la pala para hacer los surcos de una futura huerta. En esos meses, en los que usé mis manos para apretar la tierra, por las noches no podía dormir del dolor en mis dedos: llegué a pensar que tenía artrosis. Hasta que fui a un osteópata y me dijo: "Estás usando las manos para algo que no estabas acostumbrada". Hoy, luego de dos años, corto troncos con los pies y el hacha, y uso el rastrillo como si fuese una extensión de mis brazos.
El fuego me enseñó a ser paciente. Calentar la casa a leña hace que el calor no sea inmediato. En el pueblo, hay que ponerle el cuerpo a todo. Las mañanas de invierno, cuando afuera el pasto está blanco por la helada, la casa es un témpano, y hasta que se atempere pasarán dos horas. Porque acá nada es inmediato. El fuego me enseñó que la paciencia es necesaria para que las brasas ardan, que mucha leña sofoca y que con pocas se apaga.
Ahora, cada vez que llueve pienso en la felicidad de los horneros. Y en las mañanas de los pájaros bailando como si fuesen Mick Jagger en un escenario. Admiro a los horneros, quizá lo saben porque me honraron y construyeron su casa en una de las paredes de la mía. Y la paciencia para construir, porque no construyen el nido de un tirón. Cuando llueve, aprovechan para juntar barro y, cuando sale el sol, esperan a que las paredes se sequen; y así, hasta terminar el nido. Y siento una profunda alegría cuando me acerco a los pájaros y no vuelan despavoridos porque no me ven como una amenaza.
La primera vez que Palestina caminó por el pasto me hizo acordar a una escena que vi en National Geographic, cuando un león en cautiverio fue liberado y se revolcó como si fuera un reencuentro con sus ancestros. Algo de esa escena me representa: siento que regresé a los cuentos de mi abuela y a su infancia en el campo de Chivilcoy. Llegué con Amaicha y Palestina. Luego llegó Libre, una cruza con galgo. Luego levanté a Norita de la ruta 41. Norita estaba preñada. Parió siete cachorros, me quedé con Juana. Ahora trabajo para cuatro perros.
Desde que separo los residuos, saco la basura una vez por mes. El compost lo utilizo para abonar la tierra de la huerta. Tengo poco, lo justo para hacerme una rica ensalada de rúcula, tomate, lechuga. Y, en el verano, el duraznero que planté en el fondo me da unos cuantos kilos de fruta. Ver el ciclo completo del sol es, en sí, el privilegio más gratificante de mis días. Y es gratis.
Cuando les conté a mis amigos que me iba a ir a vivir al campo me dijeron: "Ay, te vas a ir sola al medio de la nada". Estando acá, nunca tuve la angustia que sentía en Buenos Aires, donde sí sentí el peso de la soledad. Estando acá pude enfrentar mis miedos, conocí mis miserias; estando acá, sin nada para evadirme, me enfrenté conmigo. Y salí fortalecida.
Franco
El día que renuncié a mi trabajo en Buenos Aires, en Página/12, mi exjefe me dijo: "Estás tomando una decisión que toma la gente cuando tiene 60 años". La frase me quedó resonando y durante mucho tiempo tuve miedo de que él tuviera razón. ¿Qué hacía a los 32 años volviendo a vivir en un pueblo? Los fantasmas acechaban. El haber nacido y crecido en una pequeña localidad bonaerense, Capitán Sarmiento, fue siempre mi marca de origen. Nunca renegué de eso, más bien lo contrario.
Me fui a vivir a Buenos Aires a los 17 años. Era un pibe que recién salía del secundario, cuando el país asomaba la cabeza pos-2001. Y que descubría de a poco los rincones misteriosos de la capital, de la mano de compañeros de la Facultad, los excesos, la noche, la responsabilidad de aprender a vivir solo a esa edad. De medirse. De aquellos primeros años citadinos, que sin duda forjaron una parte importante de mi personalidad, tengo un hermoso recuerdo. Sin embargo, cada vez que me subía al Chevallier los domingos a la noche para volver a la ciudad después de un fin de semana en el pueblo, me invadía cierta nostalgia. Durante mucho tiempo, la disimulé.
Los años pasaron, 14 para ser exactos. Muchas cosas en el medio: títulos, trabajos, noviazgos, idas y vueltas, viajes, patadas en una canchita de fútbol, mateadas interminables, amigos y amigas cambiantes, nuevas amistades, enojos, teatro, cine, recitales, la intensa vida cultural, salidas, cervezas, la noche de Almagro y su bohemia progresista. Una nube que subía y bajaba, buscando un equilibrio que llegó de la mano de un amor domado por las intermitencias, hasta que al fin se afianzó. "Y un día el río quedó, al fin quieto". Y así, ahora mirando todo en la privilegiada perspectiva del tiempo, fue tomando forma la idea de volver (es, mi novia, también del pueblo).
El día que renuncié a mi trabajo en Buenos Aires, mi exjefe me dijo: Estás tomando una decisión que toma la gente cuando tiene 60 años.
Pero volver es otra cosa. Era un irse y, al mismo tiempo, una pelea contra un ejército de fantasmas enfundados en remeras con la leyenda "fracaso". Todo se resumía a una cuestión laboral-profesional. Un año entero de terapia me costó entender que la cosa no pasaba por ahí. Ya había llegado a trabajar en un medio nacional y a colaborar en otros tantos, había padecido los sinsabores del freelancismo periodístico; también había creado, con Lucas Villamil, un hermoso proyecto de entrevistas, Almagro Revista. Y, en el medio, junto a mi novia, habíamos empezado un pequeño emprendimiento hotelero en el pueblo, donde su abuelo había tenido un almacén y su hermano, un restaurante. También logramos hacer nuestra casita gracias a un crédito Procrear, donde nos instalábamos los viernes a la noche hasta el lunes, lo más tarde posible, cuando regresábamos –malhumorados– a la ciudad. Recuerdo que los últimos meses, cuando ya le habíamos soltado la mano a Buenos Aires, ni siquiera desarmaba el bolso en la semana. Quedaba ahí, al lado de la cama, listo para partir el viernes siguiente.
Decía que volver es otra cosa. Los fantasmas resultaron ser nada más que fantasmas: una mentira. Con algunos trabajos freelance –sin dejar de renegar por la floja conexión a internet–, con los que pude mantener la libido profesional, más el pequeño hotel y los trabajos de mi novia, como diseñadora de vestuario, encontramos otro equilibro. Ganamos menos, pero también necesitamos menos. Para eso, se necesita tiempo y disposición: las ganas de que esa loca carrera a la que te empuja la ciudad deje de pesar tanto como para mantenernos en la rueda del hámster.
Y, enseguida, sentí como si nunca me hubiera ido. Pero ya no soy –por suerte– aquel pibe de 17, que estaba harto de ciertas lógicas pueblerinas –que pueden ser infernales–. Ahora me permito disfrutar del silencio, de los pájaros, del sol, de las caminatas, de los mates debajo del castaño, del asado en el piso, de la siesta y las tormentas de verano: un festival de rayos y vientos, las nubes cumulonimbus en el horizonte. El horizonte de la pampa. Dejo que el clima me atraviese, trato de asimilarlo. Volví a ver, después de 14 años, una helada que congela los charcos. Volví a encontrarme y emocionarme con cada hallazgo en la naturaleza, como cuando era un pequeño niño que jugaba a ser un "científico". Volví a poner leña cerca de la estufa para que se seque. Volví a escuchar las chicharras. A escaparme hasta un arroyo con los perros y tirar una cañita. A tardar cinco minutos en armar una juntada. Y por primera vez hice una huerta, planté frutales y comí lo producido por mis manos. Comprendí que hay que aprender a esperar, que un pueblo te obliga a bajar muchos cambios. Y que el entorno te transforma, si uno se deja transformar.
Sé de los privilegios que tuve para llegar hasta acá.
Pero también sé que nadé contra la corriente.
Y que no es imposible.
Somos Arraigo
La pandemia destapó algo que va más allá de la crisis (periódicas) de la Argentina. Algo se movió, algo que nos interpela como especie, que nos obliga a repensar esos engendros amorfos que llamamos conglomerados urbanos. Argentina es un país inmenso y rico. Hoy, la tecnología permite romper ciertas distancias (no todas, claro). Solo hace falta –y no es poco– planificación y más planificación. También infraestructura. Descentralizar la población solo es posible con políticas activas que promuevan el desarrollo en el interior para que, primero, muchos decidan quedarse donde viven; segundo, que muchos de los que se fueron decidan volver; tercero, que de a poco las ciudades empiecen a tener una escala humana.
Con Cande nos conocimos en el pueblo. Enseguida pensamos en armar algo y nació Somos Arraigo (somosarraigo.com.ar), un proyecto periodístico narrativo para dar a conocer emprendimientos, proyectos e iniciativas del interior. Contamos, al principio, con una ayuda desinteresada y fraternal de quien fue diputado de la provincia, Mariano Pinedo. Empezamos a ver a nuestro alrededor una profunda riqueza de historias que no estaban siendo contadas, que no cuajaban con el criterio de grandes medios, pero tampoco de los medios locales, cuya mirada está centrada en otras cuestiones. Hay, en nosotros, un replanteo del rol del periodismo. Nos preguntamos, casi en simultáneo, para qué sirve esto que hacemos. Y con Somos Arraigo fuimos descubriendo que podíamos ser un puente, que cada historia que contamos genera algo que nos gratifica más allá de lo personal y que sirve para que muchos emprendimientos del interior tomen impulso.
Nos dimos cuenta de que Somos Arraigo genera un estado de bienestar en los entrevistados, que al leerse se sienten valorados y reconocidos. Además, de muchos de ellos nos hicimos amigos. Pasó con Agustina Murillo, quien junto a su compañero Manu Vidal dejaron Buenos Aires, cansados del ruido y hastiados de transitar la ciudad. Cuando desearon ser padres, quisieron que fuese en un pueblo y entonces se mudaron a San Antonio de Areco, en busca de una vida más tranquila. Agus pudo cumplir su sueño de tener su propio local de ropa artesanal, Tilo. Manu da clases de música y batería. Nació Vera, una niña preciosa que pasa las tardes jugando con Fermín, un Golden de pelo largo. O el caso de Fideos Dominga: un emprendimiento artesanal de pastas agroecológicas de Josefina y Diego, en Tandil, bajo la premisa de que la materia prima sea local y libre de pesticidas. La harina que usan es de Monte Callado, un molino agroecológico, y las verduras son de huertas libres de tóxicos.
En Somos Arraigo no firmamos las notas y no queremos ser los protagonistas de este medio pensado para que el único protagonismo lo tengan las historias. Y sabemos que una agenda de repoblamiento de las pequeñas localidades genera tensiones. Sabemos, porque recibimos cientos de mensajes, que hay mucha gente que quiere irse de la ciudad. Y que momentos como estos generan este tipo de reflexiones. Solo podemos decir que irse no es para morir o fracasar y que nada de nada puede hacerse en soledad.
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