José Luis López Morán lleva cinco años navegando alrededor del mundo
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Aquella madrugada, camino a Tasmania, a bordo del crucero Golden Princess (de la empresa Princess Cruises), el impacto de las olas del Pacífico en las paredes del buque lo dejaron inmóvil: José López Morán, mendocino, debutaba como pianista de una banda musical que interpretaba boleros, melódico, temas de The Beatles, cha-cha-chá y algo de rock and roll.
No era, precisamente, el debut esperado, pensaba, sin quitar la nariz de la ventana de su camarote. Nunca antes, en medio de aquel remoto estado insular frente a la costa sur de Australia, se había sentido más vulnerable.
Tenía 30 recién cumplidos y se le abrían las puertas de todos los mares. No lo sabía, pero aquel contrato iba a introducirlo a un mundo que jamás imaginó.
Aquel fue, apenas, el puntapié de una sucesión de vivencias de todo tipo, la mayoría maravillosas, aunque también de las otras. Porque cada vez que zarpa una embarcación nace un nuevo capítulo, advierte, en diálogo con LA NACION, durante una breve estadía en su Mendoza natal y a pocos días de iniciar la ruta escandinava.
En los cinco años que lleva dándole vida a pianos de cola emplazados en el centro de los salones principales, José recorrió Alaska, la Antártida, Australia, Asia, Sudamérica, China, Japón, Islas Malvinas y el mar Mediterráneo, entre otros muchísimos lugares del mundo.
“La vida en el mar es un shock permanente. Hoy me preocupa mi colega ucraniana Natacha Arzhavitina, a quien la vida le dio una cachetada con esta guerra y pasó de la euforia de presentar su nuevo disco a organizar campañas para adquirir armas destinadas a su país. De trabajar en el crucero pasó a estar escondida en un refugio. El conflicto parece lejano, pero yo, sin embargo, lo vivo bien de cerca por ella”, reflexiona.
Es que la diversidad de nacionalidades entre los tripulantes (filipinos, indios, europeos, americanos) genera vínculos tan estrechos como variados: eso sí, las relaciones sentimentales, por ejemplo, si bien pueden construirse entre el personal, jamás con un pasajero.
Ese “shock” del que tanto suele hablar también lo sintió cuando le tocó compartir el camarote con un rumano. Fue difícil. “El mayor problema era el baño, diminuto como el de los micros, con la única diferencia que los nuestros tienen ducha”, grafica. Finalmente, cuando el grupo musical se consolidó, ya dormía con otros pares.
“Los músicos gozamos de algunos privilegios respecto del resto de la tripulación, como compartir almuerzo y cena en los mismos salones que los turistas o utilizar el gimnasio. Además, como tenemos tiempo libre, ya que las tres o cuatro funciones en general son a la noche, se nos permite bajar, pasear por las ciudades, caminar... Incluso, a veces tomamos servicios turísticos por nuestra cuenta o bien aprovechamos los mismos tours que ofrece el barco para conocer lugares clave”, detalla.
Quien desee ingresar a trabajar a bordo de un crucero debe hablar perfecto inglés, el idioma de base en el lugar. Por eso los exámenes de admisión son rigurosos.
“Había estudiado inglés en Mendoza muchos años pero cuando llegué al barco igual recibí una piña, sentía que no sabía nada por los diferentes dialectos. No es lo mismo el inglés de un filipino que el de un italiano o un australiano. Sin embargo, la mejor manera de aprender a hablarlo es dentro del barco, el oído se acostumbra. Mejoré mucho el nivel cuando me puse de novio con una búlgara, con quien, obviamente, me comunico en inglés”, relata.
Los cursos permanentes relacionados con las emergencias navales también forman parte de los requisitos obligados.
“Soy pianista y también marinero porque debemos cumplir un protocolo frente a eventuales evacuaciones, que afortunadamente no suceden muy a menudo. Fuera de eso, a los músicos no nos piden más tareas”, cuenta, para asegurar que, a esta altura, está perfectamente habituado al camarote: “A veces el movimiento del barco ayuda a dormir mejor”.
-José, ¿cuánto tiempo suele permanecer embarcado? ¿Qué duración tiene una salida?
-Los contratos varían, pueden ser de tres o cuatro meses o incluso más, pero dentro de ese período se intercala entre los puertos y días de mar. Mucho depende del itinerario. Antes de la pandemia estuvimos 10 días sin poder bajar del crucero porque cruzamos de Japón hacia Alaska.
-¿Es un trabajo redituable, está bien pago?
-Es muy bien pago, más si uno desarrolla su vocación en todas partes del mundo. Sin demasiados detalles, puedo decir que invierto todo lo que gano en viajes para seguir en movimiento, conocer, explorar y ganar experiencia.
-¿Qué es lo mejor de ser músico a bordo?
-Combinar vocación con la experiencia de viajar por el mundo me brinda una apertura mental que nunca dejaré de agradecer, además de cosechar casi a diario situaciones profundas, emotivas, que te llegan al corazón. Mucha gente mayor, en general americanos, vive en un crucero en lugar de hacerlo en un geriátrico. Martin, viudo, pasajero frecuente y admirador de nuestra banda, nos pidió una noche “Alone again”. Bailaba solo, emocionado, con los ojos cerrados. Más tarde confesó que con ese tema conoció a su esposa. A través de la música muchos se abren a contarnos intimidades profundas y debemos responder a sus expectativas. En Facebook o Instagram nuestros fans nos preguntan cuándo subimos de nuevo para, ellos, hacer lo propio. No hay regalo más increíble.
-¿Les sucede con frecuencia?
-¡Claro! Tenemos una pareja amiga residente en Miami que nos rastrea y espera el aviso para zarpar también. Siempre nos pide el mismo vals, el que bailaron la noche de la boda.
-¿Existe en la tripulación el temor a una tragedia en alta mar?
-Es inevitable que al subir al barco los pasajeros piensen en el Titanic. Sin embargo, el personal está tan entrenado y las medidas de seguridad son tan rigurosas que es casi imposible que suceda otra vez. Poco antes de la pandemia se originó un incendio en la sala de motores, se activó la alarma, se inició el protocolo y, de repente, me encontré en mi puesto de emergencia con el salvavidas, redireccionando a los pasajeros y llevándoles tranquilidad hasta que el capitán diera la orden contraria. Esto sucedió cerca de las Islas Malvinas, una zona donde el mar suele estar picado. En general, las fallas son humanas, la mecánica y la tecnología son perfectas. En determinadas ocasiones he sentido respeto más que miedo. Y en este caso, 20 minutos después, todo volvió a la normalidad.
-¿Ha vivido, alguna vez, la situación de “hombre al agua”?
-Cierta vez, en Australia, se activó la alarma a raíz de un pasajero desaparecido. Nadie podía hallarlo. Ya en el puerto subió la policía, que revisó hasta el último rincón. Poco después, una cámara determinó, de lejos y con escasa nitidez, que el hombre se arrojó al mar en la noche. Una compañera recordó, más tarde, que ella fue quien le dio la bienvenida y que, como el pasajero subió al barco un poco tarde, hicieron solos el simulacro de emergencia. Según ella, tenía todo planeado.
-¿Dónde lo sorprendió el inicio de las restricciones por la pandemia?
-Viajando por Sudamérica ya veníamos escuchando noticias poco alentadoras de China y Japón. Finalmente, la novedad del aislamiento la recibimos en cercanías de Montevideo, donde no nos permitieron bajar. Finalmente, el gobierno autorizó a que los pasajeros y tripulantes argentinos de los cruceros que estuvieran en la zona descendieran en Buenos Aires y así lo hicimos. La pandemia fue un antes y un después y perjudicó muchísimo al rubro artístico en cuanto a contactos y recitales. Fue así que durante un tiempo permanecí menos en el mar y más en tierra firme tratando de promocionar mi música.
-¿Cuáles son sus planes?
-Comienzo ahora un nuevo desafío en una banda de jazz llamada Philippe Laboe, integrada por un guitarrista francés y un baterista porteño. Es un buen momento para hacer un cambio. Eso sí, siempre dentro del barco.
Su parecido con Abel Pintos, la novia búlgara que lo flechó en el barco y el amor por Mendoza
Nació en Luján de Cuyo, el 26 de abril de 1985, hijo de José López, jubilado, y de Angélica Morán, docente. Tiene tres hermanos y todos -incluso sus padres y su abuelo materno- está relacionados de alguna manera con la música.
“Mi abuelo, Telésforo Morán, murió cuando yo era niño, pero todavía recuerdo las dulces melodías que salían de su violín”, rememora. Sorprende su parecido con Abel Pintos: “Me lo dice todo el mundo… ¡y tenemos la misma edad!”, enfatiza, y suelta una carcajada. Mientras estudió licenciatura en Piano en la Universidad de Cuyo, trabajó en la Escuela de Niños Cantores, considerada una de las instituciones educativas más prestigiosas de Mendoza.
-¿Cómo surgió la idea de embarcarse?
-Una tarde, en 2015, recibí el llamado de una amiga, la cantante Ofelia Cuadra, quien me propuso reemplazar al pianista de la banda. Ella me introdujo a este mundo y siempre estaré agradecido.
Años después, en una fiesta organizada dentro del crucero (según dice, se llevan a cabo para distender al personal) conoció a Neli Koseva, una masajista búlgara a la que había visto algunas veces trabajando en el spa. “El flechazo, sin embargo, fue en aquella fiesta. Hablamos del norte argentino, los salares de Salta y Jujuy, y de pronto apareció en la Argentina para visitarme. Volvimos a recorrer esos lugares juntos y nunca más dejamos de viajar”, señala.
A Mendoza regresa siempre que puede. “Simplemente vuelvo porque amo mi lugar, allí nací, creí y vive mi familia. Por otro lado –concluye- no dejo de reconocer lo hermosa que es mi provincia”.
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