Había viajado a Europa por vacaciones. Cuando quiso regresar su padre le sugirió que no lo hiciera. Argentina estaba atravesando un difícil momento. Y esa estadía inesperada se extendió más de lo pensado.
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Tenía 24 años y todo un mundo por delante. Decidió que quería recorrer Europa. Fue quizás un poco por curiosidad, también porque probablemente sus raíces lo llamaran pero, además, porque buscaba alejarse de su padre que “no lo dejaba crecer”. Corría 1980. No le dio demasiadas vueltas al asunto. Vendió su viejo Renault 4 L y con ese dinero compró el pasaje de avión. “El día de mi regreso, tras dos meses de viaje, llamé a mi padre. Estaba en Barcelona, España, y había encontrado una cabina telefónica para avisarle que embarcaba de regreso a Buenos Aires el día siguiente. Pero su respuesta no fue lo que esperaba. No vuelvas, me dijo con palabras claras y muy seguro de lo que me estaba sugiriendo. Quedate unos seis meses más, la situación en Argentina es complicada”.
¿Qué hacer? La realidad era que prácticamente ya no contaba con dinero. Aunque tenía una carta a su favor: la doble ciudadanía argentino/alemana. Optó por partir ese mismo día a Berlín, en Alemania. Allí estudiaba ingeniería por un primo que podía recibirlo y darle una mano hasta que encontrara dónde alojarse. Era invierno. Nevaba. “Llegué a Berlín a la terminal de tren de Bahnhoff Zoo. Fue extraño toparme con el Berlín de la República Democrática Alemana. No entendía mucho. Cada vez que iba a algún lado me chocaba con el muro que rodeaba la ciudad. Ese viaje relámpago duró 17 años”.
Echar raíces en tierras lejanas
Criado en una familia de clase media trabajadora -con una madre de mente muy amplia y abierta y un padre autoritario y severo- Ricardo Krieger asistió a un colegio adventista de Florida, en el partido de Vicente López. Sus padres eran inmigrantes judíos que habían logrado escapar a tiempo de la guerra en Europa. “Mi papá era de Frankfurt, Alemania, de una familia con muchos recursos que fue perseguida por Hitler. Lograron emigrar a Bruselas antes de venir a la Argentina. Mi madre, de Viena, Austria, también emigró de a tramos hacia Buenos Aires empujada por la miseria y el hambre que imperaba por aquellos tiempos en aquel país. Mis padres se conocieron en Buenos Aires, en una escuela de baile”.
Y, ya que sus padres estaban fuera de casa durante todo el día por el trabajo, Ricardo se crió con sus abuelos. “Me hablaban en alemán y, como pasaba muchas horas con ellos, aprendí rápidamente el idioma”. Esa fue una de las razones por las que no le llevó demasiado tiempo adaptarse a su nueva vida en Berlín. Las primeras tres semanas se acomodó en el cuarto estudiantil donde vivía su primo. Un colchón en el piso era suficiente para él en ese momento. Había estudiado computación científica y arquitectura en la Universidad de Buenos Aires y aquella formación le resultó útil cuando tuvo que buscar trabajo. “A la cuarta semana, conseguí en un edificio torre muy lindo un departamento de un ambiente amueblado y comencé ese mismo día a trabajar en la producción de la multinacional automotriz Mercedes Benz. Allí me quedé un año. Trabajaba en dos turnos y me pagaban muy bien. Estaba contento aunque realmente no me gustaba el trabajo”.
Aquellos primeros años le resultaron fascinantes. Berlín era una ciudad estudiantil por excelencia. Y él se sentía como pez en el agua. Hablaba bien el alemán. Se integró rápidamente. “Aprendí a querer ese país extraño, esa ciudad apasionante donde mucho funcionaba como un relojito pero cuando se trataba de contactos personales y humanos, todo era difícil y distante”.
Al año conoció a una alemana en el subte. Fue en el último tren del día que llegaba a la terminal. “En el vagón estábamos solo ella y yo. Era una rubia despampanante de ojos verdes. Se bajó, empezó a caminar y la acompañé unos metros. Los alemanes no acostumbran hablar con extraños en las calles. Ella se vio sorprendida por mi acercamiento, le pedí su teléfono y le di el mío. No había celular ni mucho menos por aquellos tiempos. A la semana ella me llamó a mí y así comenzamos a vernos. Un año después nos casamos”.
Su carrera laboral continuó en ascenso. Trabajó en grandes multinacionales, la última fue Siemens AG. Fue presidente de la Casa Argentina. “Me fue muy bien aunque mi matrimonio entró en crisis. Decidí volver. Solo. Era tiempo de regresar. Era ese el momento o nunca...”
“Estaba dispuesto a resignar algunos beneficios”
La realidad era que Ricardo extrañaba los afectos. Sus padres estaban grandes y quería estar con ellos. Buscó a través de Siemens la forma de volver a la Argentina. “No me interesaba el dinero sabía que no sería con las mismas condiciones que allí tenía, pero estaba dispuesto a resignar cosas. Quería probarlo. Finalmente la multinacional me trajo al país. Volví solo. Fue lindo regresar. Corría 1995. Estaba entusiasmado. Pero fue duro. Yo tenía otra mentalidad. Rápidamente bajé a tierra. Había aterrizado en otro mundo”.
Al año decidió que era hora de dejar el trabajo estable que le ofrecía Siemens y buscó otros caminos. Lideró varias empresas de telecomunicaciones hasta que con la crisis del 2001/2002, como tantos otros argentinos, se quedó sin trabajo. Una vez más, debía improvisar y ajustarse el cinturón.
Comenzó a trabajar de forma independiente en 2004 como guía de turismo en idioma alemán para turistas alemanes que visitaban el país. “Me fue muy bien. Es a lo que me dedico hoy. Pero tengo que reconocer que vivo con nostalgia. Me gusta Alemania, su orden, su disciplina. Me da ganas de volver a Berlín, es mi segundo hogar. Pero ya no a vivir. Argentina es mi lugar en el mundo. La sufro claro. Muchas cosas de aquí no me gustan, otras sí. No me gusta la permanente improvisación. La no planificación. La falta de futuro y de respeto y del cuidado por lo público. ¿Qué me gusta? Me gusta la amistad. Los afectos. La calidez de nuestra gente. De mis amigos. Me gusta que los jóvenes tienen miradas abiertas, cuestionadoras y sin tabúes”.
Un lugar en el mundo
Sin embargo, Ricardo asegura que su vida ahora es armónica. Hace 25 años está en pareja y viaja seguido a Berlín para visitar al hijo que tuvo con la alemana de ojos verdes, que ya tiene 34 años y una vida independiente.
Dice que de Alemania le gusta el orden, la previsibilidad y la planificación. También poder hablar de mil temas sin ser interrumpido a cada instante, escuchar al otro, la tranquilidad, lo cosmopolita que es Berlín, llena de extranjeros. La racionalidad que tienen. Los bellísimos paisajes. Los bosques. La cultura medio ambientalista. “Aclaro que los alemanes no son fríos como muchos dicen. Son distintos, menos expresivos, es cierto. Pero cuando te abren el corazón no te lo cierran nunca más. ¿Qué no me gusta de Alemania? El pasado. El pasado los condena. La historia nefasta. Un pasado muy oscuro, horrible del que las nuevas generaciones en su gran mayoría claramente se alejan”.
Pero insiste en que valora la experiencia que tuvo en ese país. Allí aprendió, se capacitó, se formó y disfrutó de las oportunidades que surgieron. Viajó mucho. Conoció gran parte del mundo. “Volvería a repetir esta experiencia si tuviera 20 o 30 años menos. Me abrió la cabeza. Pero también estoy contento de haber vuelto. Siempre fue mi deseo y, más allá de lo difícil que es vivir aquí, no me arrepiento de haber regresado. Tampoco es sencillo vivir lejos de los afectos de la infancia. Argentina es mi lugar en el mundo con lo bueno y lo malo”.
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