Vivian Maier, una vida a contramano de la fama
En vida fue una oscura niñera; tras su muerte, se convirtió en una celebridad. Considerada una de las mejores fotógrafas estadounidenses, parte de lo que captó con su cámara podrá verse esta semana en Buenos Aires
Vivian Maier se volvió célebre y millonaria y pasó a considerarse una de las mejores fotógrafas de los Estados Unidos cuando se murió. En vida fue una oscura niñera que se movió por su línea de tiempo como una sombra, errante en el límite entre lo discreto y lo outsider. Básicamente, alguien cuyo paso por el mundo quedó registrado sólo porque el azar metió la nariz en una casa de subastas el día que se remató por unos pocos dólares una caja sosa por fuera, pero con cerca de 40.000 negativos que llevaban el sello de su secreto talento. La caja la compró de casualidad un chico llamado John Maloof. Y su contenido hoy le es reclamado para ser exhibido por las más prestigiosas galerías de arte contemporáneo. En la Argentina será Fola Fototeca Latinoamericana quien exponga por primera vez, a partir de este miércoles, algunas de las imágenes tomadas por Maier.
Por el año 2007, Maloof se dedicaba a comprar y vender propiedades. Joven y entusiasta, cuando se convirtió en presidente de la Sociedad Histórica de su barrio del noroeste de Chicago decidió editar un libro para mostrar las virtudes del entorno. Buscando material para ilustrarlo llegó a una de esas pujas simplonas que ofrecen como baratijas lo que ya no es de nadie y peleó por un lote con cientos de rollos sin revelar y fotos tomadas en los 60.
Era inexperto. Lo que encontró le pareció irrelevante. Lo despachó a su ático.
Un año después, con el libro terminado y algo más de pericia en el oficio, revisó las fotos con mejor atención y subió algunas a Flickr con un ruego: “Si alguien sabe qué puedo hacer con esto, le agradecería que me lo diga”. Las respuestas lo sorprendieron. Resulta que en sus manos tenía un tesoro fabuloso. El hallazgo cambiaba la vida de Maloof y la muerte de Maier para siempre.
Descubrió el nombre de la niñera en un papel suelto en la caja. Lo único que apareció al googlearla fue un obituario del Chicago Tribune firmado por los hermanos Gensburg, a quienes había cuidado de chicos. Le deseaban un descanso en paz a quien había sido “orgullosa nativa de Francia, residente en Chicago durante medio siglo, espíritu libre y segunda madre para John, Lane y Mathew”. John Maloof se obsesionó tanto con ella que decidió armar ambos rompecabezas, el de su obra y el de su existencia. Rastreó a otros compradores de subasta hasta reunir cerca del 90 por ciento de lo que Vivian había sacado y acumulado a lo largo de los años –más de 100.000 negativos, películas domésticas, cintas de audio, ropa, cartas personales y decenas de carpetas con recortes de diarios–. Y descifró que había nacido en Nueva York; que pasó su juventud en Francia; que posiblemente aprendió las bases de la fotografía de la pionera francesa Jeanne Bertrand –vivieron un tiempo juntas–; que no tuvo hermanos, marido ni hijos; que perdió a su padre de niña y a su madre de joven; y que fue niñera de sueldo anémico durante casi cuatro décadas. A sus empleadores sólo les exigía privacidad y un candado para que nadie accediera a su dormitorio-guarida, donde escondía –como hizo la glacial Emily Dickinson durante toda su vida con sus poemas– las imágenes que captaba cada vez que salía de paseo con los niños con su Kodak Brownie sin apertura de diafragma ni control del foco, primero, y con su sofisticada Rollieflex, después.
Muchos de esos niños, hoy adultos, la recuerdan siempre con su cámara al cuello, luciendo zapatones horribles, faldas antiguas, camisas de hombre y emoción nula, fotografiando a todo y a todos. Se asombran por el inmenso don que tenía para percibir y registrar las singularidades más notables de la América urbana por la que se movía. Vic, como le decían, sacaba y sacaba fotos interesada en practicar su arte, aunque no en el resultado de las tomas. Hacía de lo paradójico el elemento disparador y potenciador de su obra. Jeremy Bile, profesor del Departamento de Fotografía de la Escuela de Arte de Chicago, explica: “Maier revela y al mismo tiempo oculta del espectador una porción de sí misma, haciendo de una foto aparentemente sencilla algo en realidad muy seductor. Sus tomas son la evidencia del mayor talento que define a los grandes fotógrafos callejeros: la capacidad de mezclar intención y casualidad. Observaba a la gente y esperaba el momento preciso en que todo, figuras y espacio, luces y sombras, estaba en equilibrio. Y ahí disparaba”. Borrachos de acera, loquitos sin hogar, animales maltratados, pero también momentos de extraordinaria dulzura y nobleza… En su álbum mental había lugar para todos, pero especialmente para quienes se refugiaban en los márgenes.
Quienes la conocieron y la trataron en el tiempo aseguran, sin embargo, que era sombría, algo vil, en ocasiones violenta, manifiestamente freak y decididamente bizarra. Padecía síndrome de Ulises y guardaba miles de recortes de diarios sobre crímenes macabros. Asustaba a los niños que se portaban mal. Atragantaba a los que no querían comer. Detalles gigantes que no consiguen ensuciar ni un poquito su prestigio. Hoy, la reverencian expertos de todo el mundo y llenan de elogios a un nombre que es más o menos el nombre de un fantasma. Como diría Winston Churchill: un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma.
Gastón Deleau, director de Fototeca Latinoamericana, habla de la exhibición que la trae a Buenos Aires: “Para nosotros es muy importante contar con los derechos de esta exposición que ya ha sido presentada en museos, centros culturales internacionales y festivales consagrados como PhotoEspaña. El proyecto rescata una historia increíble y maravillosa y muestra un estilo de fotografía urbana espontánea que representa muy claramente, con una calidad técnica y estética excepcional, a la sociedad norteamericana de los 50 y 60”.
No suele decirse, pero cuando John Maloof ofreció su descubrimiento al MoMA y al Tate Modern de Londres buscando consejo, apoyo logístico y financiación para poder procesar tantos miles de rollos no le dieron ni la hora. Aducían que los museos no se arriesgan a adquirir e interpretar trabajos de manera post mortem, por más buenos que sean, de alguien que no llegó a editar en vida. Lo cierto es que algunas de las fotos hoy se venden en 5000 dólares y el joven albacea usa esas ganancias para seguir revelando.
Vivian Maier, a todo esto, murió sola y pobre en 2009, después de resbalar en el hielo y sufrir un fuerte golpe en la cabeza. En sus últimos años había sido una anciana arisca y con poca paciencia que comía de la basura y se sentaba a divagar en un banco de plaza en los suburbios. No tiene ni tumba. Son sus fotos lo único que dan fe de que una de las más grandes fotógrafas de calle del siglo XX alguna vez realmente existió.