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Horarios ajustados durante toda la semana, reuniones, vencimientos, cuentas por pagar, números por donde quiera que miraran y ansiedad. Esas eran las variables que movían los hilos de sus vidas y, con el tiempo, se había convertido en su forma y manera de atravesar la jornada -e inevitablemente la de sus hijos también-.
Desde temprana edad, María del Valle Inwinkelried -o simplemente Marita, como le gusta que la llamen- había demostrado facilidad para los números y las materias duras. Jugaba “a la oficina” cada vez que podía y pasaba tardes con su abuelo materno en la metalúrgica que entonces tenía. Allí Marita contaba con escritorio propio, libros diarios y calculadoras para divertirse. “Creo que allí nació mi amor por los números y las empresas”.
Desde luego, al momento de elegir una carrera universitaria, se inclinó por los números. En segundo año de sus estudios de contador público hizo pasantías en diferentes empresas de la ciudad de Rafaela, un polo industrial y empresarial al que ella define como prometedor y pujante.
“Siempre tuve muy buenos trabajos y salarios que me permitieron seguir mis hobbies: dibujo, pintura, cerámica, jardinería, decoración”. Y, aunque durante muchos años, esas pequeñas actividades le permitían distraerse de la agobiante rutina, con el paso del tiempo tanto ella como su esposo Ezequiel se vieron atrapados por la vorágine laboral, las responsabilidades de pagos y la necesidad de trabajar duro para mantener a la familia que habían formado.
“Algo cambió en mi forma de ver las cosas”
Esa fue la situación en la que los encontró la pandemia de 2020. “Tanto mi esposo como yo estábamos a pleno con nuestras profesiones. Sin embargo, por ese entonces, yo había comenzado a estudiar coaching ontológico y algo había cambiado en mi forma de ver las cosas. Para nosotros, la pandemia trajo la calma, el olor a comida casera, el tiempo en familia, sin apuro ni ansiedad. Todo se paró y comenzamos a trabajar desde casa: él, de profesión abogado, con su asesoramiento jurídico y yo con mi parte contable: impuestos, sueldos y auditoria”.
De pronto entendieron que no estaban viviendo la vida con la que habían soñado y vieron la oportunidad de cambiar. “Queríamos que nuestros hijos sientan y vean que se pueden cumplir los sueños, que el trabajo puede ser disfrute, que se puede vivir diferente. Hasta ese momento pasábamos diez horas encerrados en oficinas, atrás de computadoras”.
“Fue un florecer interno cuando el entorno era encierro”
Nacida y criada en Rafaela, provincia de Santa Fe, Marita recuerda una infancia al aire libre, cerca de la naturaleza, en el campo verde y con el aroma a jazmín en las mañanas de verano. “Todos mis recuerdo son entre el verde de las plantas, del campo. Mi papá nació y se crio en el campo de mis abuelos. Allí íbamos todos los fines de semana y pasábamos las tardes jugando en chozas y hamacas caseras colgando de los árboles del lugar. Mi mamá, además, profesora de biología, siempre me hablaba sobre botánica, las partes de las plantas y la fotosíntesis”.
Por eso, puertas adentro y en contacto con la calidez del hogar, todos esos recuerdos cobraron sentido y Marita supo inmediatamente cuál era el rumbo que debían tomar. “Fue un florecer interno cuando el entorno era encierro. Estamos convencidos de que ninguna situación es del todo mala o buena, eso depende de cómo lo veamos y vivamos. A partir de esa situación descubrimos que podíamos vivir diferente. Empezamos a pensar en armar algo donde el trabajo fuera disfrute, algo propio, nuestro, de nuestra familia. Queríamos que nuestros hijos vean y vivan la lucha por los sueños y proyectos. A los dos nos encanta la jardinería, el verde, la decoración, somos muy detallistas en todo lo que hacemos”.
“Soñábamos con un lugar mágico”
En el lote lindero a la metalúrgica de la familia, en el pueblo de Bella Italia, idearon lo que más adelante se transformaría en un vivero. “Mi marido Ezequiel y yo nos involucramos con el proyecto. Fue una meta en común, pero no solo del matrimonio sino también de la familia entera: madres, padres, hermanos, cuñados, hijos. El apoyo de todos ellos fue siempre muy importante. A la hora de decidir el cambio necesitamos esas personas que nos empujan, orientan e impulsan a seguir”.
Pero fue especialmente el papá de Marita quien insistió para que ella siguiera su sueño, que tuviera su propio lugar y no tuviera miedo en avanzar. Estuvo presente durante los diez meses de construcción, vio cómo nació el proyecto y cómo se materializo. Lamentablemente falleció en octubre del año pasado pero fue un sostén indispensable en todo el camino de su hija.
“La profesión de los 18 años tal vez no sea la que te define”
Comenzaron con una investigación acerca del rubro: ventas, márgenes de ganancia, inversión inicial. No había un viaje en el que no visitaran todos los viveros y casas de decoración de la zona. La idea era dar forma no solo a un comercio, sino a una experiencia. “Soñábamos con un lugar mágico, que invite a recorrer, a disfrutar. Pensamos en un vivero boutique donde se mezcle el verde con la deco. Quisimos crear un lugar especial, una atmósfera donde sea un placer transcurrir, estar, quedarse y volver”. Así nació Terra Nostra vivero boutique.
Lo soñaron, lo diseñaron junto a arquitectas amigas e invirtieron todos sus ahorros en la construcción. Marita puso todos los conocimientos que su profesión le había enseñado para la parte “dura” del emprendimiento: costos, software de gestión, margen de ventas. Aunque todo había nacido como un sueño, llevarlo a la práctica requirió de capacidades y conocimientos. Y fue ahí donde la contadora jugó su partida.
“Aprendimos que se puede cambiar de vida, que la profesión que elegís a los 18 años tal vez no sea la que te define completamente, que se evoluciona y transmuta, que se cambia y es posible vivir de acuerdo a estos cambios. Entendimos que podemos vivir de acuerdo a lo que pensamos y soñamos, que hay personas maravillosas que aparecen en el camino como por arte de magia, que se llega a lugares ni imaginados, que se puede lograr la mejor versión de cada uno”.
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