Aunque dejó la medicina para dedicarse al negocio familiar Ana Viola encontró en la industria del vino la síntesis perfecta de su vocación original: ejercer el amor por la biología, develar algo del misterio de la vida, que siempre se las arregla para brotar aun en las condiciones más inesperadas. Los viñedos, plantados en la inmensidad de la estepa patagónica, donde hace treinta años su padre, pionero desarrollador del polo vitivinícola de San Patricio del Chañar, en Neuquén, son el reflejo de esa vocación que hoy ejerce esta empresaria joven, orgullosa de pertenecer a un proyecto único: Bodegas Malma.
Pero vayamos al comienzo, al sueño de un niño uruguayo de 12 años que llega a Cipolletti a pasar un verano con sus familiares argentinos y, a su visión treinta años después, cuando ya de adulto, descubría el potencial que tenía su rincón preferido del mundo para ser mucho más que el paraíso de "un loco que se instalaba por acá". Visionario emprendedor, a sus 40 años, veinte de los cuales ya habían sido vividos en la Patagonia, Julio Viola empezaba a trabajar día y noche en su proyecto de cultivar las frutas típicas de la zona del Alto Valle de Río Negro -manzanas, peras y pelones- pero con un sistema más moderno que el que se utilizaba en esos momentos para mejorar la competitividad de nuestra fruta en el mundo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que todavía podía hacer algo mucho más interesante, quizá algo que cambiara para siempre la historia y el futuro del lugar.
"Descubrió que el suelo y el clima era ideal para la vid"
En 1999 Julio Viola plantó los primeros viñedos en la zona conocida como la ruta de las manzanas y los dinosaurios -hoy convertida en ruta del vino patagónico- para los que instaló un sistema israelí de riego por goteo con agua del río Neuquén. Fundó la Bodega Fin del Mundo y atrajo a inversores, entre ellos la familia Schroeder, que componen hoy el polo de San Patricio del Chañar.
"El gobierno provincial había iniciado este plan de reconversión y otorgaba a los inversores unas líneas de créditos especiales para incentivarlas; en ese contexto se desarrolló San Patricio del Chañar", subraya Ana sobre los orígenes de los vinos patagónicos.
"Acá está todo muy lejos"
Extensiones inmensas, paisajes sin gente, la naturaleza intacta, que hacen darte cuenta de lo chiquito que sos en el mundo. Así es como Ana describe su devoción por la Patagonia. A ese primer amor inexplicable aunque logre enumerar algunas de las características más atractivas de la región, se le suma el que la tiene ligada, por más que vive en Buenos Aires, a San Patricio del Chañar. Como un hilo invisible, que si tuviera un color sería no rojo como el de la famosa leyenda, sino tinto, a veces rosado, como el de los vinos, a los que tiene el privilegio de ver nacer desde el viñedo hasta la botella en cada uno de sus pasos.
"Lograr que crezca algo en esa región, el milagro del agua y de lo que te puede dar cuando trabajás la tierra es maravilloso", trata de explicar Ana cuando le preguntamos porqué esa fascinación con la región. "Si ya es muy lindo producir la tierra en cualuqier lado, en la Patagonia se vuelve especialmente desafiante. Tenés que realmente querer estar ahí, cultivar en un lugar adonde el viento te vuela las plantas. Creo que ese es el encanto de esta región: la belleza y la inmensidad. No tenemos acá como en Mendoza, una bodega al lado de la otra; para todo tenemos que desplazarnos, acá esta todo lejos: de los centros de producción, del consumo, del que hace las etiquetas, del que hace los tapones, del que compra el vino. En verdad todo es tan desafiante que supongo que hay una parte que es irracional, tenés que querer estar allá".
Lo cuenta con nostalgia, recordando los momentos más lindos de su infancia, como aquellos fines de semana largos cuando la familia entera se desplazaba 400 kilómetros hacia un lado o hacia el otro, para descansar en la playa o en la montaña y ella se emocionaba mirando la inmensidad de la estepa a lo largo de la ruta. "Veías a lo lejos y no había nada: solo vegetación, cielo y aire y eso me encantaba", rememora.
"Este año no me pude mover de Buenos Aires"
En 2009, cuando la Bodega de Fin del Mundo se asoció con la corporación América, de la familia Eurnekian - relación que duró hasta 2019 cuando los Viola decidieron vender su parte y retornar a un proyecto a escala familiar enfocándose solamente en los viñedos y la Bodega Malma, su actual empresa- Ana se fue con su marido a vivir a Buenos Aires para oficiar de enlace entre la produccción en Patagonia y la comercialización a nivel nacional e internacional.
No llegó a extrañar su tierra de nacimiento sino hasta el comienzo de la pandemia cuando el aislamiento social obligatorio la llevó a suspender los frecuentes viajes mensuales a San Patricio del Chañar.
"Este año no me pude mover de Buenos Aires", lamenta y narra cómo fueron las adaptaciones que debió implementar la empresa para continuar operando durante la pandemia: "Por suerte terminamos la cosecha justo antes del inicio de la pandemia. Pero después se paró todo; no pudimos recibir gente para trabajar en el viñedo, los camiones que llevaban insumos quedaban parados. Toda nuestra estructura de distribuidores y comercializadores para la venta del vino se tuvo que modificar. Pasamos de ser un negocio de encuentros cara a cara y de trabajar siempre con distribuidores y con retail, a enfocarnos rápidamente en la venta directa al consumidor a través de la web. Recién estábamos empezando a investigar cómo podía ser eso y finalmente fue lo que más se desarrolló", cuenta.
"Para mí es importante destacar que el desarrollo del canal online, con una estrategia de precios bien armada no debería jamás afectar al retail tradicional de vinos, por eso pensamos mucho cómo hacerlo, buscamos el nicho de compra online y generamos una estrategia de precios para cuidar a ese eslabón fundamental de la cadena comercial, y sobre todo de la comunicación, que son vinotecas y restaurantes. Para vinos como el nuestro, que no es masivo, es fundamental la recomendación, el boca a boca. Una vez que se permitió el take away y la venta en vinotecas también trabajamos en estrategias para fomentar la venta ahí", aclara Ana.
Una bodega familiar
Ana llegó al negocio familiar junto con su hermano cuando los viñedos ya estaban plantados, muy al comienzo de la odisea. "Mi hermano, mi marido y yo entramos a trabajar en la bodega, junto con mi papá y con mi mamá. Mi viejo nos atrajo a todos al mundo del vino", cuenta. En esa época empezaros a vestir las botellas, a crear las marcas y a salir a venderlo afuera. Fueron creciendo mucho con bodega del Fin del Mundo y en el año 2009, cuando estaban en pleno auge y necesitábamos un socio inversor que aportase capital a la empresa, se asociaron con la corporación América. La experiencia se prolongó por diez años, hasta que el año pasado decidieron separar la sociedad. "Queríamos volver a ser una empresa familiar, hacer nuestro vino, hacer las cosas como nos gusta a nosotros con nuestra filosofía", explica Ana. "Tomamos perspectiva, aprendimos mucho pero quisimos volver al terruño", agrega.
Entonces decidieron seguir adelante con Bodega Malma, una propiedad que compraron en 2012 bajo el nombre NQN, pero que habían plantado ellos mismos al comienzo de la aventura de fundar el polo vitivinícola. Hoy, junto con un equipo compuesto por la familia, el enólogo residente Diego Perticarini y al enólogo consultor Hans Vinding-Diers, delinearon un portfolio puro y nítido, constantemente en la búsqueda de la mejor expresión del terruño.
La bodega Malma por dentro
"Nuestro foco es el vino, las personas, el terruño, sacar lo mejor que podamos de esto que tenemos acá", repite Ana y admite: "Haber tomado la decisión para poder volver a independizarnos fue un gran lujo porque no todo el mundo puede hacerlo. Fue muy positivo haber podido saber lo que queríamos, tomar la decisión y tener ahora la bodega y hacer nuestros vinos como nosotros queremos", recalca.
Además, subraya la importancia de cuidar el viñedo, estar atento a su evolución y luego, al proceso de elaboración del vino. Los de Malma son vinos ciento por ciento elaborados con uvas propias. No le compran uvas a terceros y esta es una diferencia con otras bodegas que compran su uva a productores primarios. "Los viñedos están alrededor de la bodega, los cuidamos todo el año y, cuando cosecharnos, los llevamos en minutos a la bodega; la uva no está nuca boyando, recorriendo kilómetros al sol en un camión. Llega fresquita a la bodega eso es un gran factor a favor de la calidad", señala Ana.
Un vino de Malma es un vino de una bodega familiar hecho con el amor por el lugar, que refleja sus condiciones: el viento, la poca lluvia, el agua del río Neuquén, la gran amplitud térmica entre el día y la noche que se ve reflejada en la acidez natural de la uva. Y concluye: "tratamos de intervenir lo menos posible en la elaboración. Son vinos honestos y limpios".
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