En el paladar goloso argentino –que existe, la pasión por el dulce de leche da buena fe– hay un rincón en donde se confunden las golosinas con las bebidas. Ese rincón es donde los especiales cosechas tardías, late harvest y otros de su tipo conquistan sin dudas ni sombra.
Sin embargo, la mayoría de los golosos no refrena su tentación y sueñan con una copa de un dorado y luminoso tardío con una torta de chocolate o un rogel. Concedo: si el plan es juntar azúcar para saciar la fantasía, no hay duda que sobre la mesa campearán vinos dulces y postres. Pero hay vida antes del pico de glucemia.
Y para eso es importante entender que entre las reglas básicas del maridaje hay una que es esencial: lo dulce realza lo salado y viceversa. Entonces, ¿por qué no tentar al paladar con un plan que incite silbidos de admiración?
Dulces hay muchos
Pero primero una pequeña y hasta sutil distinción que ayudará a elegir bien. Una cosa son los vinos dulces –en su categorías dulces natural y dulce a secas– y otra muy distinta son los vinos tardíos: mientras que los primeros son de perfil frutados, frescos y golosos, los segundos son exóticos, con aromas de frutas secas y pasas y un paladar que combina la intensidad y la untuosidad con la concentración y la acidez elevada.
De estos últimos es de los que me quiero ocupar. Por dos razones simples. Para un paladar promedio basta con el azúcar para saciar esa inagotable condición de golosos. Pero para alguien con ganas de experimentar un dosis elevada de sabor, los vinos tardíos y su larga estela de pequeñas diferenciaciones entre los su tipo, ofrecen una oportunidad de oro.
Algunas precisiones sobre los vinos tardíos. Viene en botellas mini porque son costosos de hacer; en general son dorados a ámbar; y dentro del mundo de los así llamados late harvest hay dos corrientes. Están los botrytizados, que se hacen con uvas podridas bien, cuyos dos exponentes más solemnes y a la vez admirables, son los Sauternes (Francia) y los Tokaji aszú (Hungría). En ambos casos es el hongo el que deshidrata el grano y lo lleva a un éxtasis de sabor. Uno que se consigue en plaza es Chateau Rieussec Sauterne 375 ml o, muy a cuenta gotas, Tokaji Zambory 6 Putonyos (otro día tendríamos que explicar este asunto de los putonyos, pero es todo un mundo en sí mismo).
La otra corriente son los late harvest o tardíos a secas. Es decir, aquellos vinos que están elaborados con uvas sanas que se deshidrataron en la planta y que, luego, fueron elaboradas como vinos con mayor tenor azucarino. De ahí que sean dulces. A mi juicio el más rico es Terrazas de los Andes Finca El Yaima, seguido de el Esteco Tardío Torrontés, Salentein Single Vineyard Sauvignon Blanc, Las Perdices Tardío y Santa Julia Tardío. Y los exóticos y ricos, con algún grado de botrytis inducida, Rutini Vin Doux y Saint Felicient Semillón Doux.
Pero si se presta debida atención a la idea, tanto botrytizados como late harvest o cosechas tardías al concentrar por deshidratación también aumentan el tenor de la acidez. Y ese es todo el truco: una tirante relación entre dulzor y frescura que atiza la sed y a la que sólo le falta un complemento para el balance completo: el gusto salado.
La sal en la boca
Quesos podridos es lo mejor que hay. Y como tales son aquellos que están cubiertos o que tienen en su interior hongos. Por ejemplo, quesos azules, camembert y sobre todo algún que otro brie que tiene ya el corazón fundido.
También pueden funcionar bien unas láminas de jamón crudo aunque, la verdad hay que decirla, un buen paté (ojalá un foie gras) son el súmmum de la sal y la pizca de grasa que el vino se llevará con gloria.
También van bien las frutas secas. Nueces, almendras, pistachos y castañas, eso sí, saladas y tostadas. Aportan además una cuota crocante.
Y si hay algo dulce que se puede sumar, nos inclinamos por un chutney o unos damascos secos. El resto de los planes golosos, nada más suman azúcar que, a la hora de combinar con vinos dulces, es tan redundante como agotador.
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