A principios de enero hicimos un asado. Como venían algunos amigos extranjeros, el plan fue sorprenderlos con cortes para ellos desconocidos. Así, se colaron en la parrilla y el siseo de las brasas unos buenos chinchulines trenzados, junto con mollejas en piezas enteras.
Como todo el mundo sabe, los chinchulines –y las achuras en general– son materia de discusiones acaloradas junto al fuego. La primera de ellas es la forma de hacerlos, si se lavan primero, si se marinan con limón, si se los sirve antes o después de las comidas. A la que voy a sumarle una que, en la conciencia tinta asadera nacional, no ha hecho mella: los chinchulines (y las mollejas y los riñoncitos) van mejor con una buena copa de vino blanco, fragante y de acidez elevada.
Así es que cuando salieron los chinchulines de la parrilla (antes que el resto de los cortes), dejé arriba de la mesa un Sauvignon Blanc de Valle de Uco que cumplía bien con mi hipótesis de maridaje. Y ahí sucedió algo extraordinario (dentro de los pocos sobresaltos que permite el mundo del vino): fueron los extranjeros los que en esa noche calurosa de enero, le entraron al blanco con los chinchules, bajo la mirada suspicaz de los locales.
Pero como bien tituló Eduardo Sacheri a su cuento, "lo raro empezó después".
De a uno, en el poco rato que pasaron los chorizos y las mollejas (no hubo riñones porque no conseguimos buenos), los locales se fueron pasando al blanco. Argumentaron: "es por el calor", "más refrescante", "acepta un hielo" dijo otro soltando un cubito en la copa como quien libera una culpa. Y así fue que el blanco se adueñó del asado hasta que largaron los cortes vacunos, aunque alguno siguió derecho, como si no hubiera registrado la curva.
El maridaje impensado
Sucede que el chinchulín -aunque también las mollejas y más aún los riñones-, plantean un dilema difícil de superar a un tinto: la textura crocante y cremosa, la grasa, la acidez del limón y en el caso renal, el sabor a veces algo urinario que tienen. Ahí, salvo unos pocos tintos –de acidez marcada y sueltos de cuerpo– como los típicos Malbec o Cabernet con cuerpo, baja acidez y madera se vuelven sosos y metálicos a causa de los sabores de las achuras. De modo que un buen blanco juega a sus anchas.
El asunto funciona mejor aún cuando somos varios en la mesa. Ahí nadie sufre por abrir una botella que quedará sin beber, si eso fuera posible, claro. La cuenta perfecta da entre ocho y diez invitados –que además permiten tirar de todo a la parrilla–, de forma que con una o dos botellas de buen blanco y el resto tintos (cantidad necesaria) se gana variedad y precisión entre los sabores.
Dos variedades de blancos destacan entre los que no fallan, por lejos: Sauvignon Blanc y Chardonnay, ambos en una misma línea estilística de aromas poco frutales –mejor aún si ya rozan las hierbas y el limón– y la boca es de buen graso –léase cuerpo– y acidez elevada. Esa ecuación, en nuestro país, se traduce en zonas frías, desde el Valle de Uco al Chubut profundo, con algunos lugares puntales en los Valles Calchaquíes, bien arriba.
Entre los Sauvignon Blanc de precio accesible, buen ejemplo de blanco para achuras son:
- Portillo (2019, $240)
- Andeluna 1300 (2019, $400)
- Serbal (2019, $450)
- Alambrado (2019, $380).
Para planes más lujosos en Sauvignon Blanc:
- Rutini (2019, $716)
- El salteño RD (2019, $780)
- Sophienia Synthesis (2018, $990)
- Eggo Blanco de Cal (2019, $1320)
Entre los Chardonnay, ejercicios perfectos son:
- Ruca Malen (2018, $300)
- Altos del Plata (2019, $300)
- La Linda Unoacked (2019, $450)
- Trapiche Perfiles Calcáreo (2016, $712)
- Zaha Chardonnay (2018, $750)
- Benmarco Sin límites (2018, $1080).
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