Vino y esculturas en la Provence: hermosa sorpresa en un día invernal
Es fin de invierno en la Provence. En Chateau la Coste, solo después de las once de la mañana el sol empieza a calentar, con dudas, como si el frío de la noche hubiera agotado sus esperanzas y las esperadas promesas de tibieza comenzaran a insinuarse en flores de almendros y en brotes incipientes de robles de primavera. Los había visto la mañana anterior mientras descendía de mi casa al museo, caminando por los pastos altos de las colinas que, una y otra vez, son interrumpidos por vestigios de paredones de piedra romanos construidos hace siglos en forma de terrazas.
No sabía que tendría una hermosa sorpresa ese día invernal.
Muy cerca de mi casa hay un zigzagueante e inmaculado camino de piedras recuperadas del antiguo puerto de Marsella. Esas piedras, donde se pararon desde tiempo remotos inmigrantes y viajeros de sueños, se juntan con otras piedras antiquísimas, de vestigios y trazas de muros romanos. Realizado por el artista chino Ai Weiwei, se llama Ruyi Path, que proviene del folklore de la buena fortuna. Por el camino antes de llegar al centro de arte me topo con otra corpulenta escultura de piedras rectangulares realizada por Sean Scully, Wall of Light.
Era lunes, mi restaurante, estaba cerrado y recibí a mis invitados en el bistró de Tadao Ando. Entre ellos se encontraba Jean Moueix, hijo de Jean-François Moueix el dueño de Petrus, a quien conocí en Bordeaux en 1995. Tomamos un café en la terraza con alegría inaugural de sol, brisas y abrigos. Gran sorpresa hubo cuando Jean hizo salir de su bolso una botella de Petrus 2007, que le dio al mozo para decantar y disfrutar durante el almuerzo.
Veinticinco años antes, su padre, unos meses después de conocerlo, me envió de regalo a Buenos Aires gran parte de su colección de libros de poesía francesa, entre los que se destaca uno de Rimbaud con ilustraciones pointes sèches de Hermine David.
Salimos a caminar y llegamos a la Ville La Coste, el hotel del chateau, y nos sentimos tentados de almorzar allí, en el restaurante Louison, un homenaje a Louise Bourgeois. En la sala tienen colgando del techo una escultura de ella que se llama The Couple, que expresa, con pluralidad de piernas y brazos entrelazados, el deseo.
Mis invitados quedaron en el bar y yo bajé otra vez por la colina, caminando, a buscar el decantador con el Petrus. Un kilómetro de sendero de arte y arquitectura. Raudo y veloz, mi andar parecía un homenaje al vino que minutos después subiría hasta Louison: fui pasando a mi izquierda las tres enormes escaleras de hierro de más de 40 metros de altura de Bourgeois, luego Meditation Bell, de Paul Matisse, y después Drop, de Tom Shanon, una enorme rueda de acero, viva, basculante y agraciada, y el Pavillon de Musique, de Frank O. Gheary, un colosal auditorio de vidrio y madera que se asemeja a un escarabajo.
Sobre la mesa estaba el decantador, la botella vacía y el corcho. Las tomé regresé pasando por las esculturas de Hiroshi Sugimoto (Mathematical Model 012), el móvil de Alexander Calder (Small Crinkly) y la enorme araña de Bourgeois (Crouching Spider).
Aferrando el cuello del decantador, me sentí como el niño que fui. Era como finalmente tener a Brigitte Bardot caminando conmigo por las colinas.
Bebimos felices, comimos inspirados por sol y pensamientos, extasiados por vino, arquitectura, esculturas de senderos.