De California, llegó para cumplir un gran sueño; en el camino descubrió que el argentino no sonríe en la calle, que parecen soberbios, pero no lo son.
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Joseph Persico, un profesor nacido en California, Estados Unidos, siempre había tenido un sueño: terminar la facultad y conocer las regiones de habla hispana, divididas a grandes rasgos entre España, México, Sudamérica, Centroamérica y el Caribe. Con aquel cuadro en mente decidió vivir con intensidad en tres países: primero España, luego México (donde estuvo tres años) y, finalmente, Argentina, país al que arribó con 27 años.
Todavía recuerda el deleite que sintió al levantarse de su asiento en el avión: “Ahh, escucharé un español nuevo”, se dijo. Un amigo lo esperaba en Ezeiza y, de inmediato, sintió el impacto del castellano rioplatense flotando en el aire. “Adelante nomás”, le dijeron y creyó que había escuchado su primer argentinismo, para luego enterarse de que se trataba de un regionalismo para toda Latinoamérica.
“Aunque, en verdad, el primer regionalismo argentino del que tuve conocimiento fue la palabra frutilla, en Sonoma State University, de la boca de mi amigo Nacho”, sonríe. “Había aprendido `fresa´ y me desconcertó! En especial, por la pronunciación de la ‘ll’ ¡No estaba seguro de que estuviera hablando en español! Y después, cuando entendí que sí era castellano, pregunté: ` ¿Qué es eso?, una fruta pequeña´?”
Raras costumbres argentinas y el deseo de revelar los secretos idiomáticos
El estadounidense jamás olvidará sus primeros tiempos argentinos. Un día salió de su casa, sobre la calle San Lorenzo, en Paraná, y quedó atónito al observar a un hombre cualquiera, que se hallaba pintando un poste de electricidad con total tranquilidad. ¿No es riesgoso?, se preguntó: “Fue impresionante, jamás había visto algo así”.
Al recorrer el barrio de su nueva ciudad y otras localidades vecinas, quedó impactado por la fisonomía de aquellas urbes, salpicadas de construcciones con ladrillos a la vista, una rareza para él. Y, a medida que los meses avanzaban, se halló incorporando hábitos impensados: no podía pasar un día sin su mate, una costumbre que jamás volvió a soltar: “¡Lo tomo hace veinte años!”
En Paraná hizo biodanza, formó una “barra” de amigos, y se encontró frecuentando fiestas y recitales. Aunque, a la Argentina, había llegado con otra intención: develar todos los secretos idiomáticos del país que le había abierto sus brazos.
Corría el año 2000 y durante los siguientes meses se dedicó a trabajar como profesor de inglés en Edersa (un puesto que le había conseguido su amigo argentino Nacho), ir a la biblioteca provincial y leer los boletines que la Academia Argentina de Letras había publicado durante los años 30 y 40. Las calles, sin embargo, eran su mayor fuente para develar los modismos del idioma. Con su cuaderno bajo el brazo anotaba expresiones que desconocía, para luego investigar si figuraban en los diccionarios.
2001 llegó para sacudir al país y fue en aquel año que Joseph decidió mudarse a Buenos Aires.
Salir a explorar Buenos Aires, anotar palabras en sedas y charlar con los cajeros
En Buenos Aires se instaló con una amiga en un departamento en Rodríguez Peña y Corrientes. Allí, lo que comenzó como la recolección de frases, palabras y expresiones con la idea de crear un diccionario bilingüe de regionalismos, se convirtió en una forma de vida.
Entre cacerolazos, movilizaciones y protestas callejeras, había llegado diciembre del 2001, y Joseph se refugiaba en su investigación, siempre acompañado por su libreta de anotaciones. Salía a explorar y recoger “muestras”, escribía palabras captadas en su charla con el cajero del supermercado o la kiosquera.
A veces, cuando su cuaderno no estaba cerca, tomaba notas en los envoltorios de papel para armar cigarrillos, en medio de alguna charla con un mate o una cerveza de por medio: “A veces interrumpía el diálogo para preguntar si la expresión que acababan de usar se podía aplicar en un contexto formal”, agrega entre risas. “Después volvía a casa y lo pasaba por el tamiz de los diccionarios generales del idioma, para corroborar si en alguna otra región ya era usada esa palabra y en qué contexto”.
“Me decían que el argentino es agrandado, pero no es así”
El californiano creyó que se había embarcado en una empresa de, tal vez, un par de años. ¿Cuánto más podría llegar a tomar la creación de un diccionario? Sin embargo, se encontró trabajando en él 20 horas por semana, recopilando, “cazando”, leyendo todo medio popular que desfilara ante sus ojos, guiones de cine argentino, La Nelly, Mafalda, y anotando todo en esos cuadernos que aún conserva después de veinte años.
Las primeras palabras que apuntó fueron “raye”, “chingo”, “nota” (para referir al artículo periodístico), “transar”, “ciruja”, “chiflete” (de aire). Y, mientras más escuchaba, más le asombraba la entonación: “Ese `canturreo´ cuando hablan”.
“Y me decían que el argentino es agrandado, pero en mi experiencia no es así. Contadas excepciones, sí, como en cualquier país. Pero en mi opinión parecen soberbios, pero no lo son”, asegura Joseph. “Al principio parecen distantes, pero luego me encontré con gente muy interesante, que lejos de lo que aparentaban, no eran creídos”.
“Para hacer contacto con un argentino, para que éste se abra con vos, alguien tiene que presentarte. Y una vez que hacés conexión, todo el mundo parece tener buena onda. Uno piensa que es arrogante, porque te lo dicen. Quizás por el tono y la forma en que hablan, pero también porque no te hablan. No te miran, no te dan bola, no te sonríen, y esto va en contra de lo que los argentinos creen de ellos mismos: se creen los más cálidos, y son muy cálidos, pero si no los conocés, nadie te da entrada, no te dan mucha bolilla”.
“En México la gente sí te sonríe. En San Francisco, California, también. En Estados Unidos las mujeres pueden llegar a entablar conversación con uno de manera espontánea. Ni te conocen y te hablan: qué tal, ¿cómo estás? en la parada del colectivo por poner un ejemplo”.
“Palabras como trucho, fueron una pesadilla traducirlas”
Para el año 2005, con 4000 regionalismos recopilados, Joseph creyó que ya había hecho el trabajo más pesado, ¡qué equivocado estaba! Aún le esperaban diez años de traducción y producción.
El tiempo pasaba y, en su departamento argentino vivía rodeado de diccionarios como el de María Moliner, el de Manuel Seco, otro de tres tomos de Martín Alonso, el Oxford bilingüe, el HarperCollins bilingüe: “Lo que no quería para el mío era incluir las voces ya caídas en desuso”, explica. “Lo que pretendía con mi obra era que un argentino pudiera expresar exactamente lo que sentía en castellano, pero en inglés, sin perder matiz alguno”.
“Les pagaba a universitarios para que fueran a casa. Tenía mi lista de preguntas y ellos me decían en qué contextos usaban o escuchaban una palabra, una expresión. Por ejemplo, supe que `no tener gollete´, que se usa en muchas provincias argentinas, en Buenos Aires no la pronuncia gente de menos de 80 años de edad”, ríe. “Así dejé afuera del diccionario varias palabras que no se utilizan en la actualidad entre la franja etaria que yo entrevistaba. Mis informantes lingüísticos, en ese entonces, debían tener entre 22 y 30 años”.
“Mi informantes salían con la `cabeza quemada´ de lo riguroso que era con las preguntas. Había palabras como `trucho´, que eran una pesadilla traducirlas”.
¿Nuestras diferencias como humanos?
Joseph Persico jamás hubiera imaginado que irse a vivir a la Argentina por un tiempo se transformaría en una travesía de trece años, en donde, a través de la lengua, costumbrismos adoptados, calles bien recorridas y amistades sólidas, supo fundirse como un porteño más. En el camino, intentó poner un poco de luz al viejo interrogante humano que pone en duda si, al hablar otro idioma, tenemos la misma forma de interpretar al mundo: “Jamás me hubiese imaginado que me iba a llevar 17 años hacer un diccionario de 98 páginas. Se puede decir que tuve que ser muy disciplinado”, dice sonriente.
“Mi deseo, a través de él, es que los lectores de habla rioplatense comprendan una idea en la que creo firmemente y que figura en el prólogo de mi diccionario Persico’s Lexical Companion to Argentine Spanish: en la mayoría de los casos, las personas provenientes de sociedades de habla inglesa y de habla española, por no mencionar otras sociedades occidentales, analizan e interpretan su mundo de modo idéntico. Un análisis lingüístico del español y del inglés revela que los dos idiomas también son un reflejo, uno del otro, en muchos aspectos importantes”.
“Tal vez se sorprendan, pero la vasta mayoría de los términos en español tiene un equivalente directo en idioma inglés; la variación dialectal y las normas de uso de los dos idiomas aportan pruebas fehacientes de que los hablantes de estos idiomas modernos tienen casi todo en común, desde sus instituciones públicas y pasatiempos más usuales, hasta la forma de entender el principio y el fin de la vida humana, al igual que la mayoría de los acontecimientos importantes que en ella transcurren”.
“Para tomar conciencia de estas afinidades es cuestión de romper con la costumbre milenaria de prestarle tanta atención colectiva a nuestras diferencias y redirigirla, en su lugar, hacia la enorme cantidad de similitudes que existen entre las culturas anglo e hispana. ¡Resulta irónico que, en nuestras sociedades, hasta el hábito de darle tanta importancia a las diferencias culturales se comparta!”.
“Argentina forma una parte esencial de mi vida. Y, más allá de mi trabajo, me obsequió grandes amistades: es un país que me enseñó que los amigos se pueden mantener por décadas, aunque ya no viva allí”, concluye.
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Argentina Inesperada es una sección que propone ahondar en los motivos y sentimientos de aquellos extranjeros que eligieron suelo argentino para vivir. Si querés compartir tu experiencia podés escribir a argentinainesperada@gmail.com . Este correo NO brinda información turística, laboral, ni consular; lo recibe la autora de la nota, no los protagonistas. Los testimonios narrados para esta sección son crónicas de vida que reflejan percepciones personales.
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