Vidas que se cruzan en el Guernica de Picasso
Pasión y supervivencia a través de la más española de las pinturas del siglo XX, pequeños mundos cubistas en primera persona
MADRID
Toda historia tiene múltiples perspectivas. Si la memoria es asimétrica y enemiga del realismo, el relato humano es siempre cubista. Algunos pocos son capaces de tejer ese collage de voces e imágenes para convertir una trama en obra de arte. Son los artistas quienes entienden que nada es absoluto y que nunca hay una sola versión de los hechos. Pablo Picasso puso en boca de la humanidad a la sagrada villa del pueblo vasco. De esa suma de miradas, a través del tamiz de su interpretación, surge el mural sobre la masacre de Guernica –el bombardeo fue el 26 de abril de 1937–, que luego se transformaría en una atracción, en una meca y en símbolo de una nación. El Guernica, la más española de las pinturas del siglo XX, paradójicamente, pisó España por primera vez hace 35 años. En torno al mural aparecen historias mínimas de vida y supervivencia: las del marco y las de los testigos. La posición del observador le aporta sus sombras y luces. El ángulo de la lente reconstruye la historia y la dota de significados infinitos.
Hay una guardiana del cuadro. El objetivo de su mirada está puesto en quienes miran. Su misión es la de ser invisible en un paraíso hecho para observar e imponer autoridad con el escudo de su experiencia. En un universo donde las musas extienden seductoras sus brazos, las nodrizas del arte velan por la fragilidad de esas criaturas, ella ahuyenta a los dragones del flash y a otros monstruos de la fauna voyeur. Sus jornadas consisten en depositar su vista en el flujo incesante de desconocidos y repetir hasta el cansancio con el lenguaje del cuerpo, la mirada y en varios idiomas: "¡No!". Con uniforme oscuro y sobrio, su arma es el estado de alerta. Más de 1,5 millón de personas visitaron en 2015 al Guernica en el museo más concurrido de España. "Poder cuidar al Guernica es un premio, un honor", dice Montse Yagüe Pedrazuela, quien trabajaba en el Museo del Prado y se presentó a concurso para ser trasladada a una bóveda del Casón del Buen Retiro, el edificio satélite de la mayor pinacoteca del mundo, cuando éste recibió al Guernica en 1981. Luego, cuando fue llevado al Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Montse volvió a pedir un traslado, y allí trabaja de miércoles a lunes.
La primera vez que vio el mural fue, de niña, en su escuela de Segovia. Le da pudor decirlo, pero sabe de arte, de historia y de educación cívica. El suyo no es un vocabulario erudito. No está construido de frases gélidas. Habla con el estímulo y la radiación de quien pasa largas horas expuesta a una obra de arte. Tiene una muletilla entusiasta –"vamos a ver"– cada vez que comienza una idea, pero dada su pasión y actividad se deshace la sospecha de que sea un tic; parece más una manifestación de principios. "Aunque hayas visto un cuadro mil veces, siempre le encuentras un nuevo detalle." Entre el concepto de vigilar y el de cuidar existe un abismo. Ella, dice, cuida del Guernica. "Me transmite mucho por su historia." Hace unos años, Montse fue de vacaciones al País Vasco con su marido, también vigilante de sala. El objetivo: ver con sus propios ojos el auténtico Guernica, esas coordenadas reales que escuchaba a diario en su trabajo.
Picasso quedó conmovido con las imágenes de Guernica, devastada por el ataque de la Legión Cóndor alemana y las fuerzas aéreas italianas, comandadas por Franco, en el que se registraron 1654 víctimas, según la Fundación Museo de la Paz Guernica. Los diarios comenzaban a dar cuenta del magnicidio y los corresponsales, como George Steer, se trasladaban a la villa. La megaproducción Guernika, una película de Koldo Serra que se acaba de estrenar en los cines de este país, recrea con cámaras de alta definición esa coreografía de la destrucción. Días después de la masacre, Picasso iniciaba los bocetos del mural en su taller de la rue des Grands Augustins, inspirado por un cuadro que cumplía por entonces tres siglos y que muchos años atrás lo había cautivado en Florencia: Los desastres de la guerra, de Rubens.
¿Qué reacciones ves frente al Guernica?
Es un cuadro que impresiona nada más verle por sus dimensiones –cuenta Montse–. Algunos me preguntan cuánto mide [349,4 x 776,6 cm]. Esa no es mi responsabilidad. No puedo distraerme. Debo estar muy pendiente porque siempre hay alguien que intenta hacer una foto a escondidas. Los cuadros son como las personas: pueden sufrir mucho. Aunque permitas hacer fotografías siempre hay un distraído al que se le escapa el flash.
Montse cuenta su historia a centímetros de un Kandinski. Sus ojos vuelven al interlocutor cada vez que un desconocido se aleja y la sala se vacía. En su cabeza hay un mapa de aquel patrimonio artístico y los rostros de los habitués, quienes visitan a menudo sus cuadros favoritos. ¿Qué respuesta o consuelo buscarán en esos trazos de óleo o acrílico? ¿Qué ven en aquello que todos ven? Patti Smith, en su biografía Éramos unos niños, cuenta que dio en adopción a su primer hijo cuando recién llegaba a Nueva York a probar suerte como poeta. La fecha del nacimiento de su bebe (un 26 de abril) coincidió con la del bombardeo de Guernica y entabló con el cuadro, por entonces en esa ciudad, un vínculo que la hipnotizaba y le daba consuelo: "Cuando me quedaba dinero, iba al Museo de Arte Moderno, me sentaba delante del Guernica y me pasaba horas pensando en el caballo caído y el ojo de la lámpara que brilla sobre los tristes escombros de la guerra".
A veces merece la pena darle la espalda a una creación para descubrir algo nuevo. En un rincón de la sala del Guernica, debajo de una vitrina, hay un papel amarillento. Nadie repara en él aunque el Guernica lo mire agradecido. ¿Cómo esconder a un elefante? En una manada de elefantes. Lo mismo ocurre con este tesoro diminuto que pasa no sólo inadvertido, sino a quien el público le da la espalda. El exquisito escritor Max Aub, hasta hace poco olvidado, firma aquel papel. ¿Qué sería del arte si sólo fuese habitado por genios malditos? Un joven Aub, agregado cultural en París durante la Segunda República (1931-1939), encabezó la delegación que le encargó a Picasso un mural para la Feria Internacional. Fue Aub quien tuvo un ejercicio de esgrima verbal con el tozudo Picasso. Fue Aub quien logró, en ese Olimpo de artistas en el que París era una fiesta, imponerse. Aunque Picasso donó el cuadro, el gobierno pagó por los materiales y esta acción fue clave, por el certificado de propiedad, para recuperar años después al Guernica. "He podido convencerle y de esta suerte le he extendido un cheque por valor de 150.000 francos franceses, por los que me ha firmado el correspondiente recibo (…) Estimo que esta fórmula era la más conveniente para reivindicar el derecho de propiedad de dicho cuadro", tranquilizaba Aub al embajador Luis Araquistaín en ese papel.
¿Qué significa el Guernica? ¿Cómo dirigir la mirada? ¿Por qué elige el artista a esas nueve figuras y por qué las dispone así? ¿Qué simbolizan el toro y el caballo? ¿Por qué rechazó el color? Ese vicio de recurrir al autor para desentrañar una pieza es enemigo de las certezas. Picasso era reacio a las explicaciones, ni siquiera a Juan Larrea, quien curó varias de sus exposiciones, y le preguntó sin rodeos sobre los significados. Si existiesen definiciones, contornos nítidos, si se evaporara el misterio, no sería Picasso. "Mi única pretensión es expresar de una manera plástica el horror y la indignación ante la injusticia y la muerte de seres inocentes", imagina Baltasar Magro en La luz del Guernica aquello que podría haber dicho por entonces Picasso, mientras su mujer, Dora Maar, fotógrafa, ponía su gran angular en el estudio y retrataba la evolución del mural.
Con la Guerra Civil en curso y luego con el régimen franquista, el Guernica inició un derrotero fuera de España, hasta que cansado y exiliado, llegó a Nueva York en 1939. Sus anfitriones insistieron para que el mural permaneciera allí. En 1970, Picasso, quien había pedido al Museo de Arte Moderno (MoMA) que custodiara el cuadro, expresó por escrito que el mural debía regresar a España cuando se restablecieran las libertades públicas. Tras largas negociaciones, una década después de la misiva, el Guernica se despidió en silencio para evitar escándalos. Sin avisar a los visitantes, el museo cerró sus puertas y siete horas después –lo que demora en descolgarlo y enrollarlo– partió custodiado por funcionarios rumbo al aeropuerto donde se subió a un vuelo de Iberia. Su primera escala fue el Casón madrileño, un lugar provisorio hasta que se refaccionara el antiguo hospital del siglo XVI, hoy conocido como el Reina Sofía.
Elena Aub está sentada en el café de este museo de arte moderno. A los 85 años, la bellísima mujer no quiere ser retratada, no le interesa que su imagen aparezca en los medios, pero sí que la figura de su padre –a quien llama Max– se recuerde. Así lo ha hecho el Teatro Español que bautizó una sala en su honor, estrenó dos obras suyas en la última temporada y anuncia una tercera para julio. Con un acento amalgamado del mexicano y el español, Elena recuerda cuando, ya muerto Franco, recibió una citación judicial inmediata que omitía el motivo del requerimiento. "Muerta de miedo fui a un bufete horroroso. Había una mesota. Entonces me entregaron ese documento [señala la planta superior del edificio]. Imagino que me habrán dado las gracias, pero tampoco me acuerdo. Ese papel sepa Dios cómo sobrevivió, porque a Max se lo llevaron a los campos de concentración".
Conoció la Feria y vio el mural cuando se exhibió por primera vez.
Sólo recuerdo un color: el beige de mi tapado que me encantaba. Tenía 7 años y jugaba con el mercurio de la fuente de Alexander Calder que se exhibía frente al Guernica. No se podía tocar, pero, como dicen en mi tierra: «Si tienes padrino, te bautizas».
Cerca de esos jardines parisinos, mientras paseaba por el exótico parque de diversiones de esculturas y murales, otro niño español se agitaba al son de una masa de refugiados y se aferraba a sus hermanitos. La odisea se había iniciado el día del bombardeo. Luis Iriondo Aurtenetxea evoca la noche, en la oscuridad de la Ciudad Luz, en la que ese grupo de nómades se enteraba de que Picasso, toda una celebridad de la época, había pintado la masacre de su pueblo. Mientras tanto, naufragaban de una frontera a otra de España. Pasaron casi ocho décadas y hoy, a sus 93 años, este profesor de dibujo y pintor afina el lápiz para darle a La Nación revista su testimonio, y con honestidad y deformación profesional advierte: "Sin color. Así son mis recuerdos". Sin color. Como el Guernica.
Los habitantes del pueblo hacían oídos sordos a las campanas de alerta que tintineaban hipócritas desde hacía meses. Sonaban para anunciar que todo seguía igual, que nada había cambiado, que en Guernica escaseaban los alimentos y que las tropas de Franco avanzaban sobre el norte republicano. "A mi madre debió parecerle que andaba demasiado suelto y habló con el director del Banco de Bilbao, que tenía escasez de personal porque le habían movilizado a los jóvenes que trabajaban en él y me colocó de botones para hacer los recados." Los domingos era el único día que Luis tenía permitido usar pantalones largos, pero aquel lunes –el día del mercado en el que el pueblo salía a la calle–, y como un estado de excepción a la Constitución materna, partió con su mejor atuendo. Nunca jamás volvería a usar pantalones cortos. Luis habla euskera y castellano, pero su verdadero lenguaje y la materia de su memoria está hecha de imágenes. Su destreza bilingüe permite traducir en signos, o palabras, esas figuras. Por temor a que su memoria deje de ser un grabado y se convierta en una acuarela, escribió su historia. El suyo es el relato y la responsabilidad de un sobreviviente que se dedicó a contar su experiencia.
Dos días antes de la entrevista, Luis cancela la cita y se disculpa. Su esposa falleció la noche anterior. Pero pide reprogramar pronto el encuentro. No existe balanza para medir el dolor y prefiere perderse en los laberintos de la infancia antes que en la autopista del presente. Regresa a su niñez y recuerda el dedo en la boca, el salvavidas precario que ideó durante el bombardeo. El manual de evacuación indicaba que para proteger los tímpanos durante las explosiones era necesario morder algo. Hacinado en un refugio, fue su manito, la misma con la que pintaría lienzos sobre aquel infierno, su mordillo.
De refugio en refugio, cada vez que los 55 aviones cargaban municiones, Luis se alejaba más del epicentro. El Museo de la Paz de Guernica indica que la primera descarga comenzó a las 16 y se extendió durante tres horas en las que se arrojaron 31 toneladas de explosivos. En ese caos el niño encontró a un vecino de su edad y juntos corrieron hacia una loma. Desde allí contemplaron las cenizas y cómo se desplomaron las paredes de sus casas. Transitaron los dos kilómetros que separaban su pueblo de Lumo, donde una familia humilde les ofreció leche caliente. Luis cayó rendido en el catre del establo, acostado con su mejor y único atuendo. Los rumores corren rápido en los pueblos chicos, y más rápido aún si el infierno es grande, gigante. Una voz lo despertó. Era su madre que gritaba su nombre, deforme sus rasgos por la incertidumbre, con los brazos bien abiertos, en una noche cerrada.
Picasso no estuvo allí, pero algo de esta mujer aparece en su famoso mural. Luis, que sí estuvo allí, años después pintaría ese momento: Topaketa (El encuentro, en euskera). "Recién ahí volví a ver en color." Así comenzó un largo derrotero por comedores de asistencia social de Bilbao, Santander y luego en Francia, donde la situación era diferente a la de España: "Nos recibían con pancartas y guirnaldas, como si viniéramos victoriosos de alguna batalla, cuando en realidad veníamos rotos y derrotados". Y del pasado, regresa a la furiosa actualidad. "Yo también fui refugiado. Rechazar a la gente que viene de la guerra me parece criminal."
Con paciencia de maestro desmenuza el cuadro de Picasso. Enumera sus elementos y se refiere a la proporción y perspectiva como elementos de la Historia y no de la Estética. "Creo que se suele magnificar a las catástrofes cargando las tintas en la cantidad de muertos, como si estos fueran los que dieran la medida del desastre." Luis sabe que el horror tiene tentáculos: "Mi hermano Patxi murió joven de una extraña enfermedad de tipo cancerígeno. Posiblemente nada tenga que ver, pero siempre he creído que aquel día algo se rompió en su interior por todo el horror que pasó y que muchos años después surgió en forma de enfermedad".
¿Qué impresión le da contemplar el Guernica? ¿Reconoce en él a su pueblo?
He tenido al mural dos veces frente a mí. Es curioso porque Picasso no estuvo ni en la guerra ni en Guernica. Al principio no lo reconocí, pero luego, con el tiempo, me impresiona. Sí veo a mi pueblo. Allí está.
La mirada de todos hacia la pieza es distinta y a la vez verdadera. En esa construcción en blanco y negro, polisémica y vanguardista, es inevitable para quien la contempla encontrar un tono, un mensaje y una implosión al pasado. Pero cuando de arte se trata, razón y el orden no suelen dar la bienvenida. Nunca hay una sola versión de los hechos; nunca, una sola voz; nunca, un modo correcto. La mirada, como la narración, es siempre cubista.
FOTOS: AP, ALAMIS, MUSEO DEL ESCRITOR Y ADRÍAN QUIROGA
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