:: Lo perfecto es enemigo de lo posible. Y no es cuestión de conformarse, sino de hacer con lo que se tiene, de arrancar y resolver en el camino. El Tangaroa2 era el barco que navegábamos en el Río de la Plata y que nos hacía felices cada fin de semana, pero probablemente no era el barco ideal para hacer este viaje. Siempre se puede pedir más: más eslora, más equipamiento, malacate para levar el ancla, un baño con ducha adentro, más altura interior... Entre esas cosas, a mi particularmente me preocupaba cómo íbamos a vivir sin heladera, con un niño de 2 años como tripulante.
Estábamos en Buenos Aires analizando la posibilidad de vivir y viajar en el Tangaroa2, y en un cuaderno a rayas, mientras Ulises dormía la siesta, escribimos todas las cosas que creíamos que nos hacían falta para poder zarpar. La lista era larguísima, incluía desde un piloto automático hasta colchonetas para el cockpit, pasando por un cargador de baterías, un toldo, algún dispositivo para juntar agua de lluvia y otro para calentarla y ducharnos. Fue abrumador, todo era demasiada plata y demasiado tiempo, y no queríamos postergar más.
Entonces decidimos tachar todo aquello que no era fundamental, y la heladera cayó en la volteada. "Leche en polvo y a otra cosa", dije en voz alta, cruzando palabras con tal de avanzar. No teníamos ninguna certeza de que esto iba a funcionar, pero lo que más nos asustaba era que se esfumara la oportunidad, arrepentirnos de no haberlo intentado. ¿Podíamos vivir sin heladera?
El ejemplo más cercano que teníamos de hacer-con-lo-que-se-tiene, entonces y ahora, es el de nuestro maestro en la náutica Jorge Correa, que, en el año’92, con motivo del 400º aniversario de la llegada a América, decidió atravesar el Atlántico de allá para acá, con el equipamiento que disponía Colón y nada más. Desde entonces, Jorge tiene el récord de haber cruzado el océano con el velero argentino más chico: medía apenas 5.8 metros. Ni hablar de heladera.
El otro ejemplo, más lejano pero incluso más extremo, es el del navegante ruso Evgeny Gvoznev, que le dio la vuelta al mundo en solitario con un velero de 3.7 metros de eslora, que era exactamente la medida del balcón de su casa, donde lo construyó. Parado en la cubierta, Evgeny era casi tan alto como el mástil de su querido y miles de millas navegado, Said. Dicen por ahí que antes los barcos eran de madera y los capitanes de acero, y que ahora es al revés. En todo caso, los que pueden o no pueden son las personas, no los barcos.
Llegó el día. Abastecimos el Tangaroa2. Fuimos a un mayorista y llenamos las alacenas y la sentina con latas de leche en polvo, cremas larga vida, legumbres, granos, sopas instantáneas y conservas de todo tipo. ¡Qué paradoja! Las compras previas a la zarpada no tenían nada que ver con nuestro imaginario de la vida en el mar, donde no cabía otra cosa que comida sana, casera y fresca, sin químicos ni resaltadores de sabor. Nuestro primer almuerzo en navegación fue un paquete de capeletinis bañado en un saché de pomarola.
Nueve meses después, pudimos resolver el asunto de la comida fresca, sin heladera. Tejimos redes para colgar la fruta y la verdura (que compramos madura para el día y verde para que madure sin apuro); descubrimos que el queso y la manteca sobreviven a temperatura ambiente; aprendimos a cocinar con carnes conservadas en sal; y Juan empezó a cazar con arpón. Esto último nos cambió la alimentación de forma radical: casi todos los días almorzamos pescado recién sacado del agua, en forma de ceviche, a la cacerola, entero y frito, en isca, o como risotto con leche de coco, curry y arroz.
Lo único que nos obliga a desembarcar, en términos de refrigeración, es una cervecita helada de tanto en tanto. El barco perfecto no existe. Pero están los que navegan y los que esperan en la amarra.