:: El viaje recién empezaba cuando conocimos a los chicos del Bacanas. Cristian y Fernanda habían dado la vuelta al mundo en un velero similar al nuestro, y ahora, una década después, con sus mellizas de 6 años y un barcazo francés al que le sentaba muy bien el nombre Bacanas, estaban navegando de Florianópolis hacia el norte con destino a Camamu. Ellos vivían en una casa frente al mar en Angra dos Reis, el paraíso mismo, pero elegían pasar el invierno en ese lugar del que nunca habíamos escuchado ni una palabra, al sur de Salvador de Bahía.
Nos volvimos a encontrar con los Bacanas unos meses después en el supermercado, en Angra. Nos contaron que acababan de volver de Camamu, que era un destino hermoso e inexplorado, seguro, perfecto para navegar a vela, con buenos fondaderos, playas vírgenes, muy poca gente viviendo, y menos aún de visita. Esa descripción de tierra prometida era lo que estábamos necesitando para reanudar el viaje, dejar las maravillosas islas de Angra y seguir.
Fue difícil volver a zarpar. Pero el plan original era dejar nuestra vida en Buenos Aires para viajar, para buscar, y en esos meses de parada nos fuimos poniendo cómodos. Virgen, lejano, tropical, dibujado en las cartas náuticas como un delta de río y mar repleto de islas, Camamu era la zanahoria perfecta.
Fuimos a Pouso, la bahía más al este de Ilha Grande, y pasamos la noche al acecho, con alarmas cada media hora, esperando que el viento sur amainara para poder navegar las 60 millas que nos separaban del siguiente puerto: Río de Janeiro. Ulises todavía dormía cuando izamos las velas, se despertó unas 20 millas después, a la hora de siempre, rodeado de mar. Le hablamos de la Bahía de Guanabara, del Cristo y el Pan de Azúcar, le cantamos "Garota de Ipanema" con la guitarra y le prometimos museos de dinosaurios y acuarios con peces gigantes. Con tres años recién cumplidos, él también dejaba atrás sus clases de capoeira, amigos que le festejaban todo, rutinas y costumbres muy libres, en una isla sin autos.
La entrada a Río de Janeiro fue larguísima, la ciudad se desplegaba inmensa a medida que avanzábamos, se abría en bahías escondidas detrás de los morros, y aparecía otra playa, y otra más, estiradas, como derretidas. El cockpit también quemaba. Sin mirar el GPS, jugábamos a adivinar: esa es Copacabana, todavía estamos en Barra da Tijuca, ya pasamos Ipanema. Eran las cuatro de la tarde cuando se abrió el paso hacia la Bahía de Guanabara.
Alguien nos hizo señas agitando una bandera argentina. Era Giovanni, brasileño, cuidador no oficial de todas las embarcaciones en Urca, que nos prestó una boya por el tiempo que necesitáramos. "Río de Janeiro puede ser peligroso, pero acá no les va a pasar nada, y cualquier cosa, este es mi whatsapp". Le agradecimos la bienvenida con una botella de vino tinto.
Habíamos estado otras veces en Río de Janeiro, pero esta fue nuestra primera vez en barco. Urca es una bahía reparada dentro de Guanabara, el agua no circula como en las playas de afuera. Acá es marrón, espesa, con espumas y lamparones oleosos. Al verla y olerla, nos daba la sensación de que toda la ciudad tiraba la cadena alrededor del barco.
Ya no pudimos meternos al mar, ni pescar, ni lavar los platos con la bomba que mete agua salada en la bacha, ni siquiera queríamos usar el baño por no llenar el inodoro con la Bahía de Guanabara. Y entonces llovió. Llovió un temporal que duró una semana. Las calles se volvieron ríos por donde boyaban los autos, se cayeron árboles, el Túnel Acústico se derrumbó sobre un ómnibus y la Avenida Niemeyer quedó bloqueada. En el encierro del Tangaroa 2, con los toldos puestos sobre cada tambucho para que no filtrara agua, y sin poder ni asomar la cabeza en tres días, por el celular leíamos que el tránsito llegó a ser 3,4 veces más intenso de lo normal, que hubo hasta 133 kilómetros de congestionamiento.
Queríamos recalar en Río, por esa entrada imponente entre el Pan de Azúcar y el Cristo Redentor, porque en las fachadas todavía uno puede imaginarse el esplendor de los años 50 y 60, por Vinicius de Moraes, por la bohemia de Papá y Santa Teresa, por aquel paseo que hicimos de novios en bicicleta por la Lagoa y el botánico, porque la pasamos tan bien las otras veces en Río. Pero en barco fue distinto, fue sucio, fue inseguro, fue gentío, fue shopping como mejor alternativa a la lluvia, fue caro. Y el museo con los dinosaurios estaba cerrado por reformas. Nos refugiamos 15 días en Urca esperando buen clima para continuar al siguiente puerto. ¿Para qué nos fuimos de Angra? La respuesta aparecería unas 800 millas después.
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