Víctimas
Los psicólogos especializados en catástrofes humanas constituyen una profesión emergente.
Hasta hace poco, cuando se producía una tragedia con muchos muertos, sólo acudían al lugar del siniestro la guardia municipal, las ambulancias y los coches de los bomberos. La policía establecía un cordón para alejar a los curiosos atraídos por la sangre; los hospitales se preparaban para recibir a los heridos; se habilitaba un pabellón deportivo para depositar los cadáveres con una etiqueta colgada del dedo gordo del pie, y en un lugar desconocido estaban los desaparecidos que se habían esfumado. Los familiares de las víctimas deambulaban de un sitio a otro buscando un nombre concreto, muerto o herido, en las aciagas tablillas, pero los desaparecidos no constaban en ninguna lista: la proximidad del impacto tal vez los había desintegrado o bien andaban perdidos y sonámbulos por la ciudad.
Una gran catástrofe no sólo destroza los cuerpos. Después de los guardias, las ambulancias y los bomberos, ahora llegan puntualmente al lugar del siniestro unos equipos de psicólogos dispuestos a recoger del suelo las almas que también se han roto.
La terapia de urgencia que aplican es muy sencilla. Se limitan a abrazar y a acariciar suavemente a ese padre que contempla el cuerpo destrozado de su hija, a esa mujer que en el vestíbulo del hospital espera a que el médico pronuncie el nombre de su marido muerto. Con las caricias, el psicólogo les provoca un llanto balsámico y al mismo tiempo se ofrece de recipiente de sus lágrimas.
Cada día que pase se necesitarán legiones de psicólogos de esta clase, tanto o más que camilleros y ambulancias para nuestros desastres. Ya no se precisa que reviente una bomba muy cerca de ti para matarte. Los psicólogos deberán explicarnos arduamente por qué aún estamos vivos.
La lesión espiritual que causa contemplar en directo por televisión degüellos, matanzas, bombardeos y torturas producidas por monstruos de rostro angelical genera una neurosis profunda en la sociedad que nos convierte a todos en víctimas.
Las calles están llenas de gente que acude al trabajo sin saber que está muerta o herida de gravedad.
Conduce coches de lujo, toma copas en los bares a media tarde, se da citas de amor y muchos llegan puntualmente a casa al salir de la oficina ignorando que su nombre figura en la lista de desaparecidos. La familia los ve entrar cubiertos de sangre y no obstante les sirve la sopa, les pone el telediario y no les pregunta nada.
El autor, español, es escritor y columnista del diario El País, de Madrid