Uno de los mayores genios de la comedia contemporánea es casi un desconocido en Argentina. "Casi" porque los enterados lo hemos convertido casi en una figura de culto y "casi" porque una de sus películas (la menos representativa de su obra) logró estrenarse en Argentina, La gran apuesta, que narra cómo un par de avispados se hicieron millonarios por adelantar –anche desencadenar– la crisis de las sub-prime. Pero Adam McKay es antes que nada un genio de la caricatura cómica e incisiva, que ha logrado obras maestras (sí, obras maestras, como El ciudadano o Vértigo, pero en su propia liga) como El reportero, Ricky Bobby-Loco por la velocidad y Policías de repuesto, todas con uno de sus mayores cómplices, Will Ferrell, con el que además fundó el sitio cómico Funny or Die. En esas películas, McKay toma la tradición del cartoon y lo mezcla con el desatado absurdo alla Saturday Night Live (sí, trabajó ahí y es la patria de Ferrell, de paso) y una observación precisa de los costados más tontos de la cultura masiva estadounidense (y global, no nos engañemos). Pero hay algo: no se trata de un tipo feroz que inventa personajes para burlarse de ellos –como hace el tal Iñárritu en esa cosa llamada Birdman–, sino que entiende que tiene con ellos algo en común, y los trata con distancia cómica, respeto y simpatía al mismo tiempo. De allí que un perro que dialoga con los osos no solo nos hace desmayar de risa (busquen, está en El reportero), sino que además nos emociona.
McKay no falla nunca. La gran apuesta era, por cierto, hiperrealista y la caricatura pasaba inadvertida dado que, en cierto sentido, y más allá del componente Plata Dulce que podría adivinarse en la historia, el asunto era una tragedia. Pero ahora llega Vice. Es la biografía de uno de los tipos más ladinos y oscuros que tuvo la política estadounidense (toda la política) en los últimos 30 años, el vicepresidente de Georgie W. Bush Dick Cheney. Cheney era básicamente un monstruo y estaba rodeado de otros monstruos tan ladinos y mentirosos como él mismo: Donald Rumsfeld, Condoleezza Rice o el propio Colin Powell, el tipo que pasó de ser un militar respetable a mentir sin pudores sobre las armas de destrucción masiva en Irak (de paso, si quieren una gran película sobre el tema, nunca estrenada aquí comercialmente, busquen La ciudad de las tormentas, de Paul Greengrass). Y, claro, Georgie himself, que al lado de los otros resultaba un tipo tierno y encantador, a la larga. Pues bien, Cheney es material perfecto para el método McKay.
Tienen que ver primero a Christian Bale gordo, pelado, irreconocible, haciendo de él. Lo convierte en un personaje de la Commedia dell’Arte, básicamente, un auténtico payaso grotesco. Pero es McKay el que lo lleva de la mano. Vean a Steve Carell como Rumsfeld o a Sam Rockwell como George W. Son personajes que podrían rivalizar con Ricky Bobby o Ron Burgundy, y de los que podríamos reírnos sin parar salvo por el nada menor hecho de que fueron, son, reales y causaron daños no solo a su país, sino al mundo. Pero aprendamos la lección de los cómicos: nada es más fuerte contra un tirano que la risa, que dejarlo en ridículo, que decirle al universo que están desnudos.
Como verán, el elenco incluye a tipos que saben de comedia, más Amy Adams (que es una genial comedianta antes que nada; siempre suena un cachito falsa a la hora del drama) como Mrs. Cheney, o Tyler Perry como Colin Powell. Todos son tipos con enorme talento cómico, especialistas en el asunto. Y la originalidad de la película consiste en que, antes que nada, busca ser esa comedia cómica. No, digámoslo de otra manera: McKay entiende que la única manera de que podamos creer en que esa banda de impresentables manejó el país más poderoso del mundo es que los veamos desde la caricatura.
Es cierto –seamos ecuánimes– que el realizador es opositor al actual gobierno estadounidense (quién no...) y a los Republicanos en general, y que la satirización del Great Old Party es casi un lugar común por parte de la comedia norteamericana toda. El problema en este caso es que realmente estos tipos eran de un grado de absurdo inconmensurable. Y realmente Cheney era un monstruo. La única manera de que podamos tragarnos el asunto es a través del humor. De algún modo, la película podría entenderse como un producto de la "idiocracia", ese modo de gobierno creado en un futuro por otro gran satirista, Mike Judge, en la película homónima. Salvo que Idiocracia (otro film que nadie estrenó aquí) era una ficción y una advertencia, y Vice narra lo que efectivamente pasó y, nada lo impide, puede volver a pasar. O está pasando.
Los sueños de la razón, titulaba Goya un cuadro, generan monstruos. Dick Cheney, según Christian Bale y Adam McKay, es uno de esos sueños de la razón, y lo que hace de esta película algo extraordinario es que, a través de la risa (cruel), podamos ver al monstruo en su brutal anatomía.
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