Viajes extraordinarios
Desierto marroquí, primera estación de una serie para descubrir otros mundos
Siento, de repente, que el dromedario se hunde a medida que camina y sé, sin necesidad de mirar hacia el suelo, que acabamos de entrar al desierto. El paso de la dureza de la tierra a la suavidad de la arena es inconfundible. Dejamos atrás las calles marrones de Hassi Labiad —el pueblo del que salimos, ubicado a orillas del desierto— y nos adentramos en las dunas de Erg Chebbi, una de las dos regiones arenosas que tiene el Sahara en Marruecos. Avanzamos despacio, en el desierto no hay apuro; los mismos marroquíes lo afirman cada vez que repiten su lema, cual mantra, a los recién llegados: "¿A dónde vas tan apurado? La prisa mata, amigo".
Mohamed, nuestro guía, camina delante de la pequeña caravana —somos dos viajeros, uno en cada dromedario— y va siguiendo el sendero de huellas que él mismo dejó en tantas otras ocasiones. Para un recién llegado, el desierto puede parecer un paisaje monótono: un inmenso mar sin agua, toneladas de arena volcadas sobre la tierra sin un orden aparente. Pero para Mohamed, que nació y vivió en ese mismo desierto como nómada hasta los 10 años, cada duna forma parte de un mapa que él conoce de memoria. Si bien el desierto es, tal vez, uno de los lugares más inhóspitos del planeta, para él cada visita es un regreso a casa.
Mohamed tiene 22 años y habla perfecto castellano; tan perfecto que por momentos me hace dudar: ¿no será un español que se está haciendo pasar por marroquí? No, Moha está orgulloso de ser un bereber. Los imazighen (como se denominan en su lengua) son las personas pertenecientes a un conjunto de etnias autóctonas del norte de África. Habitan desde el océano Atlántico hasta Egipto, desde la costa del Mediterráneo hasta el Sahel y su nombre significa "hombres libres". Moha usa la típica vestimenta bereber: una djellaba azul (una túnica holgada con mangas largas y capucha) que le hizo su abuela y que perteneció antes a su padre, y un turbante de siete metros de largo, necesario para proteger su cabeza del calor del desierto.
Miro a mi alrededor y me resulta fascinante saber que Moha nació acá, en esta zona de dunas que se extiende 22 kilómetros de Norte a Sur y 5 kilómetros de Este a Oeste. Durante nuestras charlas me cuenta que cuando tenía 10 años su familia decidió establecerse definitivamente en una casa de adobe en Hassi Labiad, a pocos metros de la entrada al desierto. Si bien era muy joven cuando se fue, jamás olvidó todo lo que aprendió durante su infancia: sabe cómo cuidar a las cabras y a los dromedarios (un trabajo no menor, ya que una familia nómada puede llegar a tener 200 dromedarios, 300 cabras, varias ovejas y burros); sabe dónde encontrar el agua que el desierto oculta bajo la arena; sabe atravesar el desierto a oscuras y orientarse mirando las estrellas; sabe predecir una tormenta de arena (y, más importante aún, sobrevivir a ella), sabe qué o quién ha pasado por cada duna; sabe cuándo es momento de levantar caravana e irse a otro sitio…
Que él sea nuestro guía no es casualidad: lo conocimos en el albergue donde nos estábamos quedando, a pocos kilómetros de Hassi Labiad, y le pedimos que nos llevara a conocer el desierto. Aceptó enseguida, no era su primera vez: Moha trabaja con turistas desde los 14 años. Cuando su familia abandonó la vida nómada él fue cuatro años al colegio, pero como sintió que no aprendía nada, dejó. A partir de ese momento comenzó a trabajar con extranjeros y el contacto humano se convirtió en su mejor escuela: aprendió a hablar francés, inglés, castellano y algo de japonés, alemán e italiano sin usar libros ni audioguías. Conoció a personas de todas partes del mundo, sin salir jamás de su desierto.
Mientras mi dromedario sube y baja por las dunas, yo me dedico a leer el libro de visitas escrito en la arena. En el desierto no hay secretos: todos los pasos —ya sean de humanos, vehículos, insectos o animales— quedan registrados. La arena, además, funciona de reloj, aunque las horas no se marcan en números sino en colores. Cuando salimos, pasado el mediodía, las dunas están amarillas, casi blancas. A medida que el sol va bajando se tiñen de naranja, luego de rojo, por último de dorado. Cuando nuestras sombras se reflejan en las dunas cercanas —y las patas de los dromedarios se alargan— sabemos que quedan pocos minutos de luz. Nuestro objetivo es arribar a las jaimas (las carpas típicas de los nómadas del desierto) antes de que se haga de noche.
Después de unas tres horas de caminata llegamos a un pequeño oasis —sin agua pero con vegetación— refugiado entre las dunas y nos bajamos de los dromedarios. El sol desapareció y ya no hace tanto calor, aunque lo de "calor" es relativo: si bien el calendario marca que estamos en invierno, durante el día la temperatura oscila entre los 20 y 30 grados. Pero para alguien que vive en el desierto y está acostumbrado al calor del sol, 20 grados es muy frío. Mientras compartimos otro té de menta (o, como lo llaman los nómadas, otro vaso de "whisky bereber") y cenamos tajine de pollo, se hace de noche. En el desierto no existen todos esos aparatos modernos fabricados para entretenermos; allí la diversión consiste en recostarnos sobre la arena a mirar, durante horas, el único canal de la televisión bereber: las estrellas.
Tres veces en mi vida vi un cielo nocturno tan impactante: desde un velero, cruzando el Atlántico de Colombia a Panamá; en Laponia sueca, cara a cara con la aurora boreal, y ahora, en este desierto. Las estrellas son miles —tal vez millones— y no están solamente arriba, sino que se dispersan hasta los límites del horizonte y forman una cúpula envolvente que nos refugia. En medio de ese gran colchón de arena siento que el mundo exterior no existe, que la velocidad de la ciudad quedó en otra dimensión, que la realidad es esto. Nunca sentí un silencio tan ensordecedor. Nunca me sentí tan a gusto en la lentitud. Nunca me sentí tan ínfima frente a un paisaje tan vacío y tan lleno a la vez. Moha nos confiesa que él prefiere dormir en el desiertoantes que en el pueblo: su hogar, para él, siempre será esta arena sobre la que estamos recostados. Y lo entiendo: el desierto abraza a quien recibe.
En algún momento de la noche comienzo a sentir mucho frío y decido refugiarme en una de las jaimas. No sé qué hora es. En el desierto los relojes y los calendarios no tienen demasiada utilidad, en esta geografía todo lo que importa es el aquí y ahora. Cuando amanece dejamos a los dromedarios cerca de las jaimas y nos vamos caminando a conocer otro sector del desierto: la hamada o desierto negro. A diferencia de lo que se cree, gran parte del desierto del Sahara está conformado por hamadas: zonas pedregosas, áridas, polvorientas, con muchas rocas y sin arena. Durante el verano, una hamada puede alcanzar temperaturas de hasta 60ºC: es lo más parecido al infierno en la Tierra.
Mientras compartimos un té bajo la sombra de un árbol, Moha nos asegura que la vida en el desierto es muy dura, pero muy feliz. "Aquí no hay prisa, vivimos sin problemas, sin estrés. Nos saludamos unos a otros, cuando comemos sentimos que comemos, no pensamos en otras cosas. Aquí el que quiere trabaja y el que no, no", explica. Sin embargo, aunque Moha diga que no, en el desierto todos trabajan, lo que pasa es que el objetivo es otro: trabajan para adaptarse a un medio hostil, para sobrevivir con pocos recursos en un espacio casi vacío, para desenterrar el agua que el desierto oculta bajo su arena y no para obtener dinero. Su ganancia es totalmente distinta.
Moha nos lleva a conocer a algunas de las familias nómadas que viven en la hamada y, mientras nos acercamos, nos cuenta que en algún momento de su infancia, él y su familia también vivieron en esta parte del desierto. Lo normal, recuerda, era quedarse varias semanas —a veces meses, pero nunca años— en el mismo sitio: en oasis o llanuras donde hubiese agua y comida para los animales. Las mujeres caminaban cinco kilómetros por día en busca de agua, los niños se dedicaban a cuidar a los animales y los hombres recolectaban madera. A veces su único alimento eran dátiles, leche de dromedario y pan. Cuando el lugar ya no podía ofrecerles nada más, levantaban campamento y se iban en caravana hacia otro sector del desierto. Mientras Moha habla yo juego con una nena que vive en una de las jaimas: su casa está fabricada con palos, paja y telas de todo tipo. Ella es muy tímida, tiene un pañuelo en la cabeza y no se anima a salir en ninguna foto, pero aún así es curiosa y se queda cerca nuestro, observando a estos viajeros que deben parecerle salidos de otro mundo…
Al día siguiente volvemos al pueblo de calles de tierra, a las casas de adobe, al marrón, a la civilización. Siento como si estuviese regresando a tierra firme después de varios días en altamar. Volvemos a la velocidad de los relojes, a la dependencia de los calendarios, a la instantaneidad de Internet. Me marea pensar en la aceleración que nos espera cuando lleguemos a la siguiente ciudad, quiero quedarme en la lentitud de los dromedarios, en los tés compartidos en ronda, en el cielo estrellado del desierto…
Nunca lo hubiese imaginado, pero el desierto es una de las geografías más inhóspitas y a la vez más hospitalarias que conocí. En medio de las dunas no hay sombra, ni agua, ni hay electricidad, los días de verano son abrasadores y las noches de invierno son heladas, pero aún así siento que este desierto es uno de mis lugares en el mundo. Y uno de los mejores recuerdos que me llevo, indudablemente, es su gente: los nómadas me demostraron que no existe una forma de vida que sea la correcta, sino que todas son válidas y, sobre todo, me enseñaron que por más que en ciertas partes del mundo estemos inmersos en una modernidad que nos parece "normal", la lentitud, el contacto con la naturaleza y la contemplación siempre seguirán siendo necesarias.
¿Querés ir?
- Lo mejor es alojarse en uno de los dos pueblos cercanos al desierto marroquí: Merzouga o Hassi Labiad. Ambos tienen albergues y hoteles para todos los presupuestos (a partir de 5 euros por persona por noche, sin comida). Para llegar a cualquiera de los dos pueblos hay que tomar una 4x4 desde Rissani, a 30 km.
- La estación más recomendable para visitar el desierto es el invierno (de diciembre a marzo), ya que es temporada baja y no hace tanto calor.
- Conviene organizar la visita estando en Merzouga o Hassi Labiad y no antes. Desde allí se puede armar un itinerario a medida.
ANIKO VILLALBA
Tiene 27 años, es fotógrafa y escritora, y desde 2008 se dedica a recorrer las más diversas geografías y escribir. Una "viajera profesional", empeñada en descubrir la belleza que encierra cada rincón del globo
Más sobre ella en su blog, viajandoporahi.com