Eligió conocer los países de la zona de los Balcanes, más baratos que el circuito turístico tradicional, para poder recorrer muchas ciudades por más días con bajo presupuesto. Lo que no imaginaba era que iba a enfrentarse a insólitos contratiempos fronterizos.
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Desde que terminó el secundario Joaquín se propuso trabajar y estudiar como cualquier joven que empieza su vida adulta. Eligió la carrera de Comunicación, tomó cursos de stand up y consiguió empleo, primero en un call center y, después, como vendedor en un local de tecnología en el barrio de Once. Como tiene la tranquilidad de vivir con su familia, todos y cada uno de sus sueldos los guardó para cumplir el que verdaderamente era -y sigue siendo- su objetivo: viajar por el mundo.
Dos meses viajando a los 21
Así, a los 21 años, ya había juntado lo suficiente como para emprender un viaje de dos meses por los países de Europa del Este. Es que ya tenía la suerte de haber visitado la Europa clásica en vacaciones familiares y, además, le pareció que el presupuesto le iba a rendir mucho más en los destinos menos concurridos por el turismo. Viajó en avión desde Londres a Bucarest, y allí, con una mochila y un plan de viaje frenético que incluía un montón de ciudades que pensaba recorrer en no más de un par de días, comenzó el periplo que culminaría en Salzburgo, antes de regresar a Buenos Aires, al mismo tiempo que arribaba a estas tierras el SARS-CoV2 y comenzaba la temporada de aislamiento preventivo frente a la pandemia de Covid-19.
Lejos de pensar en los meses de aburrido encierro que le deparaban a su regreso, Joaquín estaba entregado a la emocionante aventura de recorrer los sitios históricos más representativos de Rumania, Turquía, Bulgaria, Serbia, Bosnia, Croacia, Eslovenia, Hungría, República Checa y Montenegro, para terminar en Austria. Dispuesto a comprender las raíces del conflicto que sumió a la región en la famosa Guerra de los Balcanes, visitar mezquitas, iglesias, museos y hacer siempre un primer free walking tour -modalidad de recorridos guiados, a la gorra- para tener un primer paneo de las ciudades, también estaba lejos de imaginar algunas situaciones poco felices que iban a acontecerle. Entre ellas, la de esa vez que se le ocurrió cruzar la frontera de Turquía a Bulgaria, en bus y de noche y casi pierde el micro con todas sus cosas adentro.
“Todo lo que me gusta a mi está en Estambul”
“Estambul es una de las ciudades más lindas del mundo, todo lo que me gusta a mi está en Estambul, tiene paisaje, tiene historia y la gastronomía si no es la mejor del mundo está ahí, junto a España e Italia”, cuenta Joaquín. “Hay una variedad de cosas saladas y dulces en Turquía increíble; como soy sefaradí ya tengo incorporado el gusto de la comida turca y todo me parecía riquísimo, el shawarma, las kebbes, el baklava. Pero me pasó algo curioso: en los bazares los vendedores les ofrecen a los turistas los confituras típicas para degustar y que entren al local, pero a mí no me ofrecían, no ligué un solo dulce de pistacho gratis. Después me di cuenta de que era por mi cara de turco, no parecía turista.”.
La cara de turco, sin embargo, le proporcionó a Joaquín algunas ventajas, como ese grupo de jóvenes viajeros que se organizó en el hostel de Estambul para ir juntos a explorar la ciudad. Lo integraban gente de Egipto, Azerbaiyán, Marruecos, Líbano, Pakistán y Joaquín, argentino sefaradí, descendiente de judíos sirios, un dato que al comienzo omitió para evitar rispideces pero que, con el tiempo y una amistad que se profundizaría con el marroquí Abdullah, finalmente iba a compartir. “La particularidad que no puedo omitir es que yo era el único que no hablaba árabe (lo cual me convertía en un intruso molesto que obligaba a todos a hablar en inglés). Casi la totalidad de los turistas que conocí en Estambul son musulmanes, y esto no es casualidad. Los ciudadanos de muchos países árabes no tienen abiertas las puertas de la Unión Europea, lo cual convierte a Turquía en una gran alternativa ya que no tiene nada que envidiarle a países top del turismo mundial.”, relata Joaquín Roffé en una de las crónicas de viajes que escribió al regreso y que recopila en un libro a punto de publicar, El pasado que vuelve, que espera vender por Instagram para financiar su próxima aventura.
“¿Qué podía salir mal?”
Antes de visitar Sofía, adonde pensaba trasladarse después de los diez días que pasó en Estambul, Joaquín hizo una pequeña investigación online. Se metió en muchos grupos de viajeros en Facebook, buscando los que hicieran referencia a Europa del Este, a Los Balcanes o a Turquía. Entró a uno llamado “Europa allá vamos”, a otro “Europa para mochileros” y no encontró muchos consejos sobre cómo es viajar de Estambul, a Sofía, en ómnibus. “Capaz había una o dos personas que lo habían hecho pero nadie más, muchos van a Estambul en avión y vuelven a una capital europea en avión, pero no se quedan por los países de la zona. Así que no tuve mucha información al momento de viajar y me largué, como un piletazo, dije ‘¿qué puede salir mal?’. La verdad, estaba muy tranquilo, quizá porque era más chico y quise vivir la experiencia”, evoca Joaquín como preámbulo al relato a la anécdota de la frontera donde comprendió que, a veces, el mundo puede ser un lugar hostil.
“Turquía es el país con mayor cantidad de inmigrantes sirios en el mundo entero. Son casi cuatro millones. Pese a que la gran mayoría de ellos deciden quedarse en tierras turcas, otros intentan llegar a Europa abrigando la esperanza de un mejor futuro. La frontera turco-búlgara ubicada en la provincia de Esmirna es una de las principales puertas de acceso a Europa, más precisamente a la Unión Europea, con las ventajas que esto conlleva. Cerca de diez mil personas son detenidas cada año, convirtiéndola en una de las fronteras más complicadas del continente. Yo desconocía esta información al momento de pasar por allí portando mi inocultable rostro de ascendencia siria.”, continúa relatando Joaquín en sus crónicas.
Así que después de pasar por una peluquería de Estambul donde le cortaron el pelo al ras, casi pelado, y le hicieron una exfoliación de la piel del rostro con una máscara de fango, se despidió de su amigo Abdullah y, al caer la noche, se subió a micro que lo llevaría hacia Sofía, la puerta de entrada a la Unión Europea. En principio, Joaquín elegía viajar de noche para no perder días de luz solar, ya que en invierno, anochece a las 4 de la tarde y en las ciudades que visitaba no había mucho para hacer a esa hora. Los trayectos nocturnos le permitían dormir y llegar de mañana, listo para visitar las atracciones turísticas del destino.
“El de la foto no eres tú”
En el bus que iba de Estambul a Sofía solo iban 5 pasajeros, 4 turcos y un argentino: él. Apenas salir de la terminal, Joaquín se durmió. A eso de las 3 de la mañana el auxiliar del micro lo despertó y le explicó que todos debían bajar para pasar por un puesto de control fronterizo. Todavía adormecido, no alcanzó a ponerse la campera pese los diez grados bajo cero del invierno asiático. Al entregarle el pasaporte al funcionario de inmigración, se hizo un silencio. Joaquín advirtió que el hombre lo miraba insistentemente y decidió llamar a alguien por su trasmisor de radio. Mientras el resto de los pasajeros seguían avanzando en la fila de migración, a él lo condujeron a un cuarto pequeño donde lo recibieron 4 uniformados que parecían ser fuerzas de seguridad. “Yo estaba muy tranquilo porque sabía que tenía toda mi documentación en regla y que no estaba haciendo nada mal pero la situación era intimidante. Mi único miedo era que se vaya el micro con todas mis cosas adentro”, recuerda Joaquín. De los cuatro policías, solo uno hablaba un inglés tan básico como el que por entonces manejaba él. Así que era difícil comunicarse. Ellos miraban el pasaporte, alzaban la vista y lo observaban a él, con su flamante corte cabeza rapada, y volvían a la foto del documento. Hasta que uno le dice: “El de la foto no sos vos”. Claro, Joaquín todavía viajaba con su primer pasaporte, emitido a los 12 años, cuando era dueño de un gracioso y redondo rostro infantil y una cabellera poblada de largos y suaves rulos de color castaño claro. ¡Qué desafío impensado tener que demostrar que ese tierno niño sonriente y este joven mochilero cansado, mal dormido, rapado, que intentaba entrar a la Unión Europea por un paso fronterizo poco transitado, en un bus procedente de un país árabe, en el marco de un endurecimiento de medidas migratorias, eran la misma persona. Tan solo un turista de un país remoto, Argentina. “No sé cómo, se me ocurrió entrar a Facebook para mostrarles mis fotos de esa edad y tuve suerte porque en Turquía, que no es Unión Europea no funcionaba el chip del celular que había comprado en Londres y por eso no tenía datos, pero al pasar la frontera me cayeron todos los datos de golpe; le recé a Zuckerberg que estuvieran todas las fotos y me salió bien, así les pude mostrar cómo era mi cara cuando era chico. Y ahí se rieron, me dijeron perdón, me dejaron pasar y respiré”. Pero no por mucho tiempo.
Todavía faltaba entrar a Bulgaria
A los 15 minutos de retomado el trayecto el auxiliar del micro les avisó que debían bajar. “Otra vez, en un nuevo control fronterizo, entrego el pasaporte, ya tranquilo pensando que los de la otra frontera les habían avisado, pero no, no tenían ninguna comunicación entre los dos puestos. Yo veía que a mis compañeros de micro, los chicos turcos, los iban rebotando, les decían que el visado no era correcto, o cualquier cosa con tal de demorarlos hasta que al final los dejaron pasar. A mí, igual que antes, me llevaron a un puestito aparte, para ver con un microscopio que el pasaporte no sea robado. Me hacían preguntas de las que lograba entender muy pocas, porque no solo el inglés que hablaban era muy rudimentario sino que, además, los búlgaros hacen el gesto de sí y no moviendo la cabeza al revés que nosotros; si la mueven de un lado a otro es para asentir y de arriba a abajo es para negar, una costumbre que adoptaron cuando los turcos los obligaban a convertirse al islamismo. Al final no sé qué pasó, pero en un momento se cansaron y me dijeron’ ya está'. Conclusión: al otro día iba a ir al consulado argentino a pedir un pasaporte nuevo.”, narra.
Al otro día, ya en destino, fue a la embajada argentina en Bulgaria a tramitar un pasaporte nuevo para que no le vuelva a pasar lo mismo. “Estoy viajando solo, en bus, y estoy cansado, me hago un pasaporte con foto actual y me ahorro todo este mal trago”, pensó Joaquín. Pero no era tan sencillo, explica: “En la embajada me dijeron que pasaporte nuevo iba a tardar dos meses, pero me aconsejaron que me pareciera más al de la foto. Otra respuesta insólita: ¿cómo hago? ¿me compro una peluca con rulos?, pensé, así que ya estaba jugado, iba a volver a pasar otro mal trago en cuanto se me ocurriera pasar a otro país, y de hecho, me pasó: en la entrada a Serbia una mujer policía me miró de arriba abajo y me dijo que por qué llevaba el pasaporte de mi hermana y por qué me había transformado en un hombre transexual”. Sin comentarios.
“Me gusta viajar para conocer el pasado y traerlo al presente”
Durante los momentos que no se narran aquí pero que fueron la mayoría, Joaquín llevó un cuaderno de viaje en el que iba anotando datos y aprendizajes de los sitios nuevos que conocía. Observó que todas las ciudades de Europa, especialmente las del Este, remiten al pasado y uno puede caminar por sus calles y no saber en qué año está viviendo. “Vos caminás por el centro de Buda en Budapest, o por algunas partes de Dubrovnik, en Croacia y podés estar en el siglo diecisiete tranquilamente. Las grandes construcciones, las murallas, las calles angostas, apenas iluminadas; por ahí te encontrás con un violinista tocando solo, sin gente por una calle de Praga, a la noche y sentís que estás en el pasado”, transmite Joaquín.
Los rastros de la guerra de los Balcanes, donde se puede caminar por la montaña y encontrar un mortero enterrado por la mitad, o comprar balas auténticas que se venden como souvenirs, son otro de los rasgos que lo sorprendieron. Sobre todo, porque a partir de esos indicios, vio el lazo existente entre el pasado y el presente, un nexo invisible pero fuerte que impregna la cultura de cada lugar. “Cualquier persona de mi edad en Bosnia se acuerda cuando a los diez años tenía que ir corriendo de un refugio a otro”, subraya Joaquín.
Cuando volvió a Buenos Aires, sin el trabajo al que había renunciado y en pleno aislamiento obligatorio, Joaquín se enfrentó a la quietud y al aburrimiento. Encontró un curso online de crónicas de viaje y se inscribió. Tenía mucho por contar y sobre todo, tiempo que llenar después de tanto movimiento. El resultado lo volcó en varios relatos de cada una de las ciudades que visitó y los compiló en un libro, El pasado que vuelve, algo que no tenía planeado pero que, descubrió, es un gran motor para viajar.Espera venderlo por Instagram y costearse el próximo viaje que, esta vez, comenzará en Madrid, con rumbo a Armenia y quien sabe adonde más.
Idealmente, Joaquín espera pasar un largo tiempo invirtiéndolo en una forma de vida que ahora se suele llamar nómade pero que él, fiel a su alma viajera y un tanto nostálgica, prefiere seguir llamando a la vieja usanza: viajero.
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