Por Nicolás Bonder
Filipinas está unida a Latinoamérica por una cadena pesada y por una línea delgada y de puntos. La cadena es la colonización española que tuvo que soportar desde 1565 hasta 1898 (spoiler alert: esa no es la fecha de la independencia) y la línea de puntos es el Galeón de Manila que viajaba una vez por año uniendo las colonias de las dos puntas del mundo. Gracias a ese barco, hoy las comidas filipinas tienen mucha papa, mucha cara de guiso y, para los sudamericanos, mucho aroma a casa.
Cuando parecía que llegaba la independencia, como en una película mala de Hollywood, aparecieron en escena los soldados norteamericanos. España perdió la guerra con Estados Unidos y aceptó venderle Filipinas por apenas US$20 millones, y eso supuso el final del imperio español. Si quieren aprender más sobre ese momento histórico, miren la película Los últimos de Filipinas, donde un soldado español recibe la noticia y pone tanta cara de incredulidad como pusieron ustedes al leer esa cifra tan insignificante.
En medio siglo de dominio, la cultura yanqui caló más que la española en más de 300 años. Aunque en el país hay unos 170 idiomas y alguna vez tuvieron la pretensión de que el tagalo fuera el que mancomunara a los habitantes de las más de 7000 islas que componen la nación, el idioma que hablan todos es el inglés. Filipinas es uno de los países con mayor proporción de personas que hablan inglés, sin ser nativos hablantes.
Pero la cultura norteamericana no solo prendió en el idioma: sacando las caderías, que son los sucuchos donde se comen los platos locales, los restaurantes favoritos de los filipinos son los de comida rápida. Y los hay de todos los colores: de los que todos conocemos hasta fast food de comida china, pollo a la parrilla o hamburguesas con toques locales mezcladas en un mismo plato con fideos. No importa qué sirvan, lo importante es que tengan muchas luces blancas, asientos incómodos, que un adolescente te atienda y le pida la orden a otro joven que preparará tu plato en una cocina símil McDonald’s.
Paraíso para los turistas, tierra convulsionada para sus habitantes, Filipinas fue colonia española hasta que la vendieron a Estados Unidos por solo US$20 millones.
Después hay detalles. Gorros, banderas y vinchas, cantarían los vendedores en las tribunas de la cancha. En Filipinas, conseguir un suvenir con la bandera de las barras y las estrellas es mucho más fácil que uno con la bandera propia. El transporte público empezó en Filipinas con los viejos Jeepney, unos Jeeps largos que dejaron los norteamericanos cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, y que sirven de modelo al transporte que se usa hoy. Sí, después de 75 años a nadie se le ocurrió que podían usar buses más altos para que la gente pueda entrar sin golpearse la cabeza y sin tener que estar amontonados en una de las ciudades con peor tráfico de Asia, algo que ya es mucho decir.
En 1941, el país otra vez cambió de manos. Japón invadió Filipinas y sus tropas se quedaron hasta 1945, momento en que los norteamericanos vuelven a aparecer. En Hollywood, titularían la película como Liberando Filipinas 2. Para reconquistarla hubo batallas sangrientas, dicen que algunas de las peores de toda la guerra. Los muchachos japoneses eran un poquitín fanáticos de torturar y quemar vivos a sus enemigos, mientras que los buenos muchachos liderados por el general MacArthur demostraron un gran amor por el pueblo filipino: bombardearon el centro de Manila para expulsar a los japoneses que todavía se refugiaban allí, y bueno… también hubo algunos daños colaterales, así que entre los asesinatos japoneses y los bombardeos aliados se calcula que murieron por lo menos 100.000 civiles filipinos.
Entre los muros
Dentro del viaje que hicimos por Asia con mi novia Lu, Manila fue una de las pocas ciudades que pisamos dos veces. La segunda vez que estuvimos allí, salimos a caminar por algunas zonas periféricas, pero terminamos en el barrio de Intramuros. Cuando pasamos frente a la Catedral de Manila encontramos un casamiento. Allí también brillaba la cultura yanqui: las damas de honor vestían con el mismo vestido del mismo color. Una chica filipina se casaba con un coreano. En esa misma iglesia, algunas personas buscaron refugio durante la batalla de Manila, pensando que los templos seguían teniendo un aura sagrada e intocable, pero también fueron masacrados. Al igual que los españoles que se refugiaron en su embajada, y que pensaron que por ser sede diplomática (de un país neutral) estaban salvados, idea que no compartían los japoneses que los fusilaron.
Intramuros, ese barrio que fue una de las zonas urbanas más bombardeadas de toda la guerra, junto con el parque Rizal, hoy son los únicos dos lugares de Manila disfrazados para el turista. Esta zona incluye hasta una cancha de golf. Imaginate una cancha de golf en el medio de tu ciudad, o dentro del barrio más concurrido de tu ciudad. Bueno, lo de más concurrido en este caso es discutible, tengo la alta sospecha de que los pobres tienen vedado el acceso a esta zona. El disfraz para el turismo no admite la mancha ignominiosa que representa un pobre.
Del otro lado de las rejas del parque y detrás del muro de la antigua ciudad amurallada la pobreza es la que reina. Adentro nada, afuera todo. Vimos el mismo fenómeno que encontramos en San Miguel de Tucumán (donde, a cinco cuadras de la Casita donde se declaró la independencia argentina, ya veíamos los primeros cordones de pobreza), en Potosí (donde, una vez que superamos los viejos arcos coloniales, los barrios cambiaban de tono) y en Cartagena (que también tiene una zona amurallada, levantada por orden de los españoles, y donde también a escasos metros de los antiguos muros abundan la prostitución, los pobres, las casas humildes y el agua servida flotando por las veredas). Siempre las cuadras turísticas están metidas en una burbuja limpia, cristalina y sin pobres. En un país donde el presidente usa escuadrones paramilitares que hacen excursiones asesinas en los barrios pobres, con la excusa de combatir a los narcos, no sorprende que haya una frontera que limite la circulación de los mendigos, y supongo que es una frontera dibujada no sin violencia.
En unas calles ruidosas, atestadas de motos y triciclos humeantes, hay niños con la piel marrón y los ojos oscuros que caminan con la mano estirada, mujeres con bebés sentadas contra alguna pared en una vereda rota que esperan con la mano estirada, viejas con la espalda doblada y la cara surcada de huellas que miran con la mano estirada, perras sarnosas que deambulan seguidas de uno o dos cachorros y las tetas caídas esperando encontrar algo. Un escalón más arriba en este sistema de castas están los que lograron comprar una bici o una moto y las transformaron en triciclo y se dedican horas a esperar en alguna esquina a que alguien se deje convencer y se transforme en su pasajero. Ahí hay una curiosidad de Filipinas: por más corto que sea el trayecto, por más pobre que sea la persona, nadie anda en su propia bicicleta; o se hacen llevar o tienen moto.
En los pueblos, la pobreza está en las calles rotas, en la falta de luz que deja en total oscuridad las veredas inexistentes, está en la escasa o nula internet que pueden ofrecer los hoteles, que cuestan el doble que en el resto de los países asiáticos.
La miseria también llega a las zonas rurales, donde vimos peones doblados cortando cañas de azúcar por US$4 por día, según nos dijeron, y trabajando para familias viejas, que son las dueñas de las tierras, para volver a la noche a las casas hechas de madera, chapa, caña y cualquier otro material que hayan encontrado para apuntalar su hogar. Los más afortunados disfrutan del color gris de sus bloques de hormigón. Una escena tan sudaca que nos dolía por su familiaridad.
Cenizas del paraíso
La pobreza también baña las hermosas costas de aguas celestes y cristalinas y de arena pálida y fina como harina, donde brotan los cocoteros. Pero allí se ve de una forma distorsionada, con imágenes que rozan la pedofilia. En Bantayán, en la playa que estaba frente a uno de los hoteles más grandes, el primer día que llegamos a la isla nos encontramos varias parejas de viejos blancos con chicas locales. Ver a uno de esos hombres semicalvos y de barriga orgullosa enseñando a nadar a una chica que tiene 30 o 40 años menos y es flaquita, chiquita y se ríe con voz aguda hace creer que se trata de un padre jugando en el mar con su hija, hasta que notamos la diferencia en los colores de piel y en las formas de sus ojos, y vemos las intenciones y la intensidad de los abrazos.
Sentado en la arena espío morboso estas escenas y me pregunto, naíf, qué pensarán esos señores cuando ellas hablan entre sí en su idioma, y qué pensará la familia del señor cuando él cuenta que está de vacaciones con una chica que probablemente sea más joven que sus propios hijos, y qué pensarán las familias de ellas cuando las chicas les cuentan que consiguieron un occidental viejo. Tal vez me estoy preguntando qué diríamos en mi familia si sucediera algo así.
No sé si las familias de las chicas dirán algo, en Filipinas todavía hay muchos temas tabúes. En un país donde el 85% de las personas se considera católico y la Iglesia mantiene un poder elevado, no se habla de sexo, mucho menos de cómo cuidarse de enfermedades. La Iglesia se opone al uso de preservativos, así que los hospitales no pueden distribuirlos y la tasa de incidencia del VIH aumentó un 203% entre 2010 y 2018, mientras que las muertes relacionadas con esta enfermedad crecieron un 299% entre 2010 y 2017. Para ayudar un poco más a tapar todo con estiércol, Duterte, el presidente, bromeó con ofrecer "42 vírgenes a cada extranjero que nos visite", y siguiendo la tónica, también alguna vez dijo: "Si hay muchas mujeres bonitas, habrá muchas violaciones".
Duterte bromeó con ofrecer "42 vírgenes a cada extranjero", y también alguna vez dijo: "Si hay muchas mujeres bonitas, habrá muchas violaciones".
Investigando, descubrí que hay una docena de autores que analizan y conceptualizan el turismo sexual, y aclaran que va mucho más allá de la prostitución; el turismo sexual se relaciona con el deseo de viajar impulsado principalmente por las ganas de hacer en una cama del extranjero lo que no se hace en el lugar de destino, aprovechando un anonimato imposible de conseguir en el barrio propio. Pero ningún investigador responde mis preguntas sobre "¿qué dirán?", supongo que ellos tuvieron los mismos reparos, o discreción, que tuve yo para preguntar sobre el tema directamente a los involucrados.
Lo que queda claro en todas las investigaciones es que cuando el sexo toma la forma de un negocio se transforma en un neocolonialismo, en el que un (o una) visitante de un país rico le paga a una persona de un país pobre. De esta forma se completa la conquista de las 4 S: Sun, Sand, Sea y Sex.
En la literatura no es un tema que esté muy presente, tal vez la excepción sea el cínico francés Michel Houellebecq, quien probablemente se reiría de la moralina de esta crónica, y uno de sus personajes justificaría estas relaciones explicando que las mujeres asiáticas están dispuestas a aceptar a estos viejos panzones porque se conforman con sentar cabeza al lado de un hombre con los valores familiares tradicionales, eso que hoy llamamos patriarcado, algo que las mujeres occidentales ya no soportan. El mismo personaje nos diría que si hay que pagar por sexo es menos humillante hacerlo a gente que no se parezca en nada a alguien que uno habría seducido en otro momento, gente que no nos traiga ningún recuerdo.
Ninguno de los problemas que les estoy contando a ustedes parece importarles demasiado a los filipinos. Duterte, hasta el final de la era Antes de Coronavirus (A. C.), tenía un apoyo del 80%, gracias a que en sus primeros años de gobierno logró bajar la pobreza del 27% al 21% y a un discurso de mano dura, que una gran parte de la sociedad ve como algo necesario. Según algunas encuestas, hoy (en la era D. C.), la popularidad del presidente alcanza el 90% a pesar de haber sido el país del sudeste asiático con los peores resultados frente a la pandemia, que probablemente tire abajo esa mejora en la pobreza, ya que algunas organizaciones estiman que el desempleo se encuentra en el 45%.
Hay un eslabón histórico que une la admiración por la cultura yanqui, el amor por la mano dura de Duterte y la situación socioeconómica del país. Ese eslabón tiene un nombre compuesto: Ferdinand e Imelda Marcos. El matrimonio Marcos llegó al gobierno en 1965 y en el 72, con la excusa de las insurgencias comunistas e islamistas, decretó la Ley Marcial que, apoyado por los gobiernos norteamericanos, le permitió gobernar Filipinas hasta 1986, cuando fueron derrocados por un movimiento popular tras unas elecciones fraudulentas.
El transporte público empezó en Filipinas con los viejos Jeepney, unos Jeeps largos que dejaron los norteamericanos tras la guerra.
La caída del matrimonio y su clan fue estrepitosa y ruidosa, y lo que sonaba era un ruido obsceno: en los aviones que el gobierno norteamericano les facilitó para su huida a Hawái se escuchaba el ruido de las joyas y las estatuas golpeando contra los lingotes de oro que se llevaban. Allá falleció él en 1989, ella volvió en 1991. Primero luchó para que le permitieran repatriar el cuerpo de Ferdinand y después para que fuera enterrado donde ella creía que le correspondía: en el Cementerio de los Héroes Nacionales. Ningún presidente en más de 20 años se lo permitió, hasta que Duterte lo autorizó en 2016. Las palabras de Duterte para justificarlo fueron: "Marcos fue nuestro presidente durante mucho tiempo y fue un soldado. Si lo hizo bien o mal, no hay un estudio sobre eso". Aparentemente para él no alcanza con saber que se robó entre US$5.000 y 10.000 millones, que encarceló a 70.000 personas, torturó a 34.000 y asesinó a 3.240.
Por eso no sorprende que haya proclamado que le parecería bien que Ferdinand Marcos Jr. fuese su sucesor en 2022, lo que significaría la desaparición automática de la Comisión Presidencial para el Buen Gobierno, que hace más de 30 años intenta recuperar todos los bienes robados o adquiridos ilícitamente por los Marcos, y que ya logró devolver al tesoro nacional más de US$3600 millones.
Lejos de Hollywood
En la misma playa que espié a estas parejas casi incestuosas vimos otro casamiento. Esta vez, la chica filipina se casaba con un norteamericano; acá también las damas de honor estaban vestidas como hermanitas gemelas y ellos se dijeron los votos con los toques justos de cursilería y humor, todo tan Hollywood. Apenas a unos cinco kilómetros, la escena que se ve en el puerto del pueblo de Santa Fe, la capital de la isla (y en cualquier zona rural cercana), no sale en ninguna película: las casas son ranchos de barro, hojas de palma, paja, chapa y madera; la gente cocina con leña y carbón sobre el piso de tierra, y en el patio los niños juegan mientras retozan chanchos, bueyes, gallos y perros.
Hay otra forma de enfrentar la pobreza que a veces hace aparecer ideas y habilidades extraordinarias. Como la historia de Agnes, una niña de 10 años que conocimos un día que llegamos a una aldea casi como náufragos, gracias a un viento tremendo que agotó toda nuestra energía cuando quisimos hacernos los deportistas y alquilamos un kayak. Agnes tiene un microemprendimiento en el que se encarga de todo: con sus piernas flacas se trepa a las palmeras y baja los cocos, con su simpatía y buen inglés los ofrece a los pocos turistas que llegan a la aldea, con sus brazos entrenados abre los cocos a machetazos y los sirve en la orilla del mar para que los clientes disfruten de la vista. Todo esto mientras cuida de su pequeña hermana de 3 años.
Otros para escapar de la pobreza prefieren irse al extranjero, por eso la proporción de filipinos viviendo fuera del país es una de las más altas del mundo. Unos 10 millones lo hacen. Nosotros conocimos muchos en Nueva Zelanda, que tiene un régimen especial de visas para países cercanos y donde los filipinos viajan en grupos organizados por agencias y se quedan trabajando durante meses. Igual que el guardia de un puerto, que había vivido siete años entre Irak y Afganistán, trabajando como peluquero de los soldados norteamericanos. Además de ese trabajo nocturno, el guardia tenía un negocio que había abierto gracias a los ahorros que trajo de su larga estadía fuera de Filipinas.
Durante un mes esas personas tan sufridas y que, hasta esta pandemia que todo lo mancha, vivían del turismo nos atendieron de la mejor forma posible, con los recursos que contaban y con las vidas que les tocó vivir, haciéndome sentir un hijo de puta cada vez que me quejaba por la falta de algo.
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