Viaje al corazón del muay thai
Arte marcial durísimo y símbolo cultural de Tailandia, su esencia es el respeto por los rivales. Entre apuestas y religiosidad, el entrenamiento feroz atrae cada vez más a los extranjeros
BANGKOK
Estadio Rajadamnern. Son las 18.30 de un miércoles y el ingreso huele a comida. Sobre la vereda hay puestos de cerdo a la plancha, verduras al wok, arroz pegajoso y frutas en cantidad. El acceso a las escalinatas está restringido por dos sogas tristes que tocan el suelo. No impiden el paso, pero marcan el límite de la venta callejera. Una señora de chaleco amarillo baja los diez escalones y se acerca a mi cara de extranjero. En inglés tailandés me da charla y pregunta por el ticket. Sólo entiendo ticket, ticket. Le muestro el mío: me lo mandaron al hotel después de contarle al subsecretario de Turismo y Deporte, durante un almuerzo junto al río Chao Phraya, que pensaba ir esa misma noche a ver muay thai.
–Mirá que se pone picante la tribuna. Te sugiero ir al ringside, es tan cerca de la pelea que vas a tener que esquivar la sangre.
Dos horas más tarde recibí una entrada a mi nombre en la conserjería del piso 23°. Las habitaciones del Centara Grand están aún más arriba de un edificio de 235 metros. Desde las ventanas se ven otras torres espejadas, pero ni una pizca de la Bangkok callejera. Salí en un taxi luego de negociar la tarifa hasta el estadio con Mr. Lawan Chanta, el taxista. Gran apellido para un maestro del regateo. Me dijo que nunca le ha interesado el muay thai, deporte nacional. "Pero lo veo todas las noches porque lo pasan por TV."
La mujer del chaleco amarillo me hace pasar por un molinete. A través de un pasillo aconseja que le preste especial atención a la séptima pelea y me da una tarjeta de negocios con la silueta de una mujer en un caño y un número de teléfono. Me ubica en una silla sin numerar de la segunda fila. Unos cincuenta lugares componen el ringside, casi todos vacíos a esta hora. Las tribunas, en cambio, están repletas. Hay unas 2000 personas, demasiada gente para la primera pelea de una jornada que se extenderá por cuatro horas. Básicamente, no son espectadores, sino apostadores.
Entran los contendientes: tienen 13 o 14 años. Aparecen envueltos en batas brillantes con dragones bordados en la espalda. A modo de vincha llevan una banda ceremonial que usan para protegerse de los malos espíritus. Se arrodillan antes de subir al cuadrilátero y una vez arriba danzan, cada uno en su mundo, para homenajear a sus maestros. El ritual se repetirá al inicio de cada combate. Siguen el ritmo musical que proviene de un sector de la tribuna donde cuatro hombres mayores parecen tocar dormidos. La banda, sentada en las gradas de cemento, combina los sonidos de un clarinete indio, campanitas metálicas, una caja de madera y una especie de gong. Genera un clima hipnótico que moviliza lentamente a los luchadores, quienes estiran sus músculos, señalan el techo, agradecen nuevamente de rodillas. El campanazo los pone frente a frente, pero ninguno se abalanza sobre el otro. Por ahora sólo miden sus fuerzas con golpes aislados y miradas a los ojos.
Los boxeadores utilizan guantes del mismo color de sus shorts, rojos o azules. En unos pocos lugares se pelea todavía con vendas. En otros tiempos se cubrían las manos con sogas para causar más daño. Las sogas queman. Esta lucha tradicional tiene más de 700 años –tal vez 1000 según algunos historiadores–, y fue clave en los conflictos bélicos del reino de Siam, especialmente, con birmanos y camboyanos. Los guerreros tailandeses se formaban en muay boran (nombre de la lucha ancestral) y todo hombre que estuviera en la línea de la corona debía ser un experto en esta disciplina si tenía aspiraciones a rey. La lucha devino deporte –muay thai o boxeo tailandés– en tiempos en que la realeza comenzaba a volcarse por la diplomacia para resolver sus conflictos. Así evitaron, por ejemplo, ser colonos europeos o de otros reinos asiáticos como lo fueron sus vecinos.
En el tercer round se desata la batalla en el ring y un griterío estridente baja desde la tribuna. El ritmo de las campanitas se acelera. Los espectadores se agrupan en círculos y hacen señas con los dedos, cada vez más exaltados. Son apostadores profesionales que durante los minutos de pelea pierden la mesura. Levantan sus brazos, desaforados. Le pregunto a una chica que sirve cerveza, panchos y papas fritas en la zona del ringside:
–¿Cómo funcionan las señas en las apuestas?
–¿Querés apostar? –me sorprende y llama rápidamente a un hombre delgadísimo, con un cuadernito en la mano y lentes que parecen lupas.
–Sólo me interesa saber cómo es el sistema de apuestas –le aclaro al hombre, que me mira fijo.
–Señor, apostar no está permitido –responde, sonríe y vuelve a su lugar junto a la puerta.
La mujer del chaleco amarillo anda por ahí. Ella sí me explica: los círculos se forman alrededor de una persona que coordina las apuestas, a quien todos llaman Big Legs. Hay varios Big Legs en la tribuna. Me los muestra con la cabeza, sin señalar. Algunos están en un sector aún más alto y enrejado que mantiene al público cuerpo a cuerpo. Es la tribuna de tercera clase; el gallinero. Las apuestas son siempre entre dos espectadores. Quienes levantan un meñique apuestan por el de rojo y los que muestran su pulgar, por el de azul. Así establecen contacto sin tener que acercarse demasiado. La cantidad y la posición de sus dedos indican su apuesta, que puede cambiar a medida que avanzan los rounds. Big Legs no interviene, sólo garantiza que todo termine bien.
Cuando en la cuarta pelea el boxeador de azul sangra de un labio, se potencia el rugido. Cada patada despierta el coro: ¡Ohhh! Un codazo: ¡Ohhhh! Tres rodillazos en las costillas: ¡Ohhh, ohhhh, ohhhh! Las probabilidades del hombre de azul bajan, entonces paga más en las apuestas. El tablero electrónico indica que va perdiendo 5 a 1. Suena la campana. En su rincón lo lavan dentro de una especie de tartera de metal gigante mientras un puñado de espectadores se acerca a la baranda e intenta convencer al entrenador de que cambie de táctica. Uno propone una especie de golpe de karate como un revés de tenis. Lo repite en el aire mientras parece lanzar los ojos de tanto gritar. El entrenador lo mira y le da una indicación a su dirigido. Hace el mismo gesto del golpe de karate, convencido de que es el camino. No lo es. Su discípulo pierde y los decibeles bajan hasta el murmullo.
Junto al cuadrilátero hay un cartel que pide por favor no subir al ring. De la tribuna al centro de la escena hay unos 5 metros y en el medio, como una fosa, está el ringside. Cuando se enciende de nuevo la caldera, los más exaltados parecen tener ganas de saltar y participar. Pero el espectáculo vuelve al ring. En el cuarto round de la sexta pelea, el de azul le rompe de un codazo una muela al de rojo. Desde la segunda fila se oye el crac. El boxeador herido pone cara de perdí una muela y acomoda su mandíbula. No fue suficiente el protector bucal. Queda un minuto y el rival podría ir por el knock out. No lo hace. Ambos bajan la guardia y vuelven al bailecito inicial, tirando unos golpes de compromiso hasta que termina el round. El respeto al rival es parte esencial del muay thai. Así como está prohibido golpear al adversario cuando tiene al menos una rodilla en la lona, es fundamental "mostrar respeto y compasión", según el reglamento. Hay que ser "tan fuerte como el acero, tan duro como el diamante", pero también "ser cortés y educado con todos cada vez que sea posible".
Minutos antes de las 21 aumenta el murmullo. En la séptima pelea se enfrentan los invictos Pichit Chai vs. Lamnam Mun Lek. Es a nueve rounds, pero a los 54 segundos del segundo asalto, el de rojo sale ileso de una patada que lo tiró contra las cuerdas y, en el rebote, mete un puñetazo que tumba a su oponente y lo deja sin reacción. Entra la camilla. Un minuto más tarde, las gradas empiezan a vaciarse. En la calle hace mucho más calor que en el estadio y hay una fila de taxistas dispuestos al regateo.
La pelea interior
Valiente es quien termina el pollo al curry servido en los aviones de Air Asia. El picante merece una palabra nueva repleta de símbolos y asteriscos. Hay menos de dos horas de vuelo entre Bangkok y Phuket, destino turístico del sur del país, a unos 800 kilómetros de la capital. Las islas Phi Phi son los mejores exponentes de la región, mundialmente famosas desde que Leonardo DiCaprio nadó en sus increíbles aguas verdes dirigido por Danny Boyle.
Phuket es también una isla, la de mayor población en Tailandia, y el centro costero de su ciudad capital está reconstruido. Salvo por un monumento y por la memoria colectiva, no quedan rastros del tsunami que lo destruyó en 2004. Las dos olas gigantes causadas por el terremoto de Sumatra-Andamán dejaron la zona devastada. Difícil imaginarla hoy viendo los hoteles renovados, las locales comerciales instalados en los últimos años y una escuela reconstruida en el bulevar marítimo. La mayoría de la población vive en las colinas. Por suerte no bajaron chicos a estudiar aquel día de 2004: el tsunami fue un domingo, pequeño milagro en medio de la tragedia.
Cada tarde entre la multitud de extranjeros del bulevar circula una camioneta que lleva un ring pequeño montado sobre su techo. Entre cuerdas de cotillón, dos boxeadores promocionan las peleas nocturnas del Bangla Boxing Stadium, también en la ciudad. Su cartel luminoso asegura que se trata de 100% lucha real. En el Bangla se programan, especialmente, muchos enfrentamientos entre locales y extranjeros. Nunca son turistas los que pelean, sino luchadores en serio que llegan a Tailandia en busca de aprendizaje. La mayoría practica otras disciplinas, como kick boxing o jiu jitsu, y viajan para conocer las técnicas ancestrales del muay thai.
En pleno corazón de la ciudad, la calle Soi Tad-ied es una de las mecas para ellos. Allí hay un gimnasio al lado del otro y muchos de estos sitios forman parte de campamentos de instrucción más exigente. Dicen que para encontrar estos campamentos en las colinas hay que mirar bien las palmeras. Donde hay árboles con sus bases peladas significa que uno de estos sitios está cerca, porque parte del entrenamiento es darles patadas y puñetazos hasta dejar sus troncos a la vista. Otra forma de ubicar los campamentos es por la guía o Internet. Nos son lugares misteriosos, aunque sí muy estrictos en la enseñanza.
Chiang Mai es otra ciudad muy turística. En sus alrededores se encuentran templos imponentes como el Phrathat Doi Suthep y sitios polémicos como el Maesa Elephant Camp, donde elefantes amaestrados juegan al fútbol para desdicha de los conservacionistas. En las colinas que rodean a la ciudad, el reemplazo de las plantaciones históricas de opio por agricultura legal ha mejorado la situación de muchas familias. El cambio se le atribuye a los programas de reconversión económica implementados por el rey Rama IX –en el trono desde 1946, es el jefe de estado que más tiempo lleva en el cargo en todo el mundo– y también a su tolerancia cero.
Especialmente entre familias campesinas, muchos padres envían a sus hijos a monasterios budistas con fines religiosos. Otros los mandan a aprender muay thai. Así empezó Kelan Tong, a los 10 años. "Yo era muy bravo y mis padres soñaban con un mejor futuro económico para mí. Sólo después de cien peleas por esta y otras regiones pude entrar en el circuito de Bangkok", cuenta Kelan, a quien apodaban Dinamita en sus tiempos en el ring. Hoy tiene 57 años y es uno de los entrenadores del Lanna Muay Thai, antiguo campamento del norte de Chiang Mai que tiene su gimnasio en un barrio humilde de la ciudad. "Antes se peleaba una o dos veces por año; ahora, una vez por mes. La base siempre fue destruir rápido, atacar muy duro. Pero ahora no es tan fuerte, hay mucha protección, se cuida más el cuerpo", asegura cuando termina de darles clases a chicos de la zona y espera la llegada de extranjeros para el tercer turno de entrenamiento.
Este gimnasio es famoso porque de aquí surgió Nong Toom, figura del deporte que ha sido también modelo y actriz. Su historia es narrada en la película Beautiful Boxer (2004). Era un joven llamado Parinya Kiatbusaba que nació en una familia nómada, siempre en busca de trabajo. De paso por Chiang Mai, sus padres decidieron establecerse y mandar a Parinka a un noviciado. Él era un pequeño monje que disfrutaba de andar solo y solía ratearse; por eso lo echaron. Un día fue a ver un torneo de muay thai que ofrecía de premio 500 baths. Como lo cargaban por sus gestos afeminados, decidió participar y ganó. Así encontró su carrera. Formado en un campo de entrenamiento, empezó a tomar hormonas femeninas y a pelear al mismo tiempo con maquillaje. Se hizo muy popular en las ligas de la región por su boxeo de alto vuelo y por darle un beso en la mejilla a sus rivales después de noquearlos.
El respeto a las diferentes identidades de género es un punto fuerte de la cultura tailandesa, donde las ladyboys o kathoey (transgénero) están integradas a los demás. Nong Toom se hacía respetar también en el ring. Basta acceder a sus videos en YouTube para conocer su inigualable patada a la cabeza de los rivales. Una vez que obtuvo el dinero para la operación de cambio de sexo, Nong Toom colgó los guantes y se fue a vivir a los Estados Unidos.
Kamon Khaengraeng tiene 41 años, pero parece de 25. Muestra orgulloso una fotografía colgada en la pared junto a trofeos polvorientos de cuando era adolescente, posando junto a Nong Toom. Es la única pared del lugar. Como la mayoría de estos lugares, es un gimnasio abierto, por el calor y la humedad. Kamon encabeza el equipo de entrenadores del Lanna Gym. "Lo más importante del muay thai es la concentración. No tenés tiempo ni de tener miedo, porque tu rival te puede atacar por cualquier lado", detalla. Se dice que el muay thai es un arte marcial de ocho manos, porque se usan los puños, las rodillas, los pies y los codos. "Entonces hay que mirar la escena completa. No alcanza con mirar los brazos, por ejemplo, como en el boxeo. Porque te pueden atacar a los tobillos con una patada y derribarte. Tenés que ser muy fuerte mentalmente", dice mientras luchadores de Inglaterra, Francia y Australia empiezan a saltar la soga entre bolsas que cuelgan junto al ring.
El 7 de abril de este año, Kamon se casó en el mismísimo cuadrilátero. Los invitados de la mesa principal se ubicaron de piernas cruzadas sobre la lona, preparada de modo ceremonial. El resto de los 500 amigos y familiares se fue situando alrededor, en un campo cercano ambientado especialmente. Su mujer, Rachel Meldrum, es escocesa y profesora de inglés. Ya tienen un hijo de 4 años que usa de puching-ball a su primo de 6. Al más pequeño los guantes le quedan enormes. Pero su primo dice que igual le duele.