El Negro y el Solimões, los dos grandes afluentes del río Amazonas, invitan a vivir de forma diferente la gran selva brasileña: primero, a bordo de un crucero de cinco días, y luego, en un lodge flotante. Manaos es la puerta entrada a la región con mayor biodiversidad del planeta.
Las imágenes se agolpan una detrás de la otra cuando la posibilidad de ir a la selva por primera vez se torna cierta. Todo lo conocido, escuchado, visto, aparece a borbotones para tratar de llenar ese espacio vacío. Amazonas. Tan enorme e inabarcable el concepto como su geografía.
El viaje a Manaos apenas toma cinco horas. La humedad y el calor a las 6 de la mañana ya golpean duro.
Durante el primer día a Manaos la vemos sólo por la ventana de la combi que nos espera para llevarnos directo a la selva. Vamos rumbo a Novo Airão, un pequeño pueblo a 180 km al NO de Manaos, a la vera del río Negro. Allí conocemos al resto del grupo, la mayoría agentes de turismo brasileños que también viajan por primera vez al Amazonas. Llamativamente saben poco y nada de lo que se están por encontrar, ya que no es un destino muy común tampoco para ellos. Parece que los que sí se animan a conocer este rincón del planeta son los europeos. "Los alemanes aman el Amazonas", nos dice Vinícius da Silva, un agente brasileño que vive en Berlín desde hace 15 años, donde vende paquetes cada vez más exóticos.
Novo Airão
Llegamos a Novo Airão después de un viaje de poco más de dos horas y vamos directo al restaurante flotante, Flor do Luar, donde debutamos con uno de los peixes estrella de la cocina local, el tambaquí, con arroz y dados de tapioca fritos (el otro es el pirarucú). Minutos después del postre aparece Jacaré Açú, la embarcación en la que pasaremos los próximos cinco días. De madera, con porte antiguo, tiene la talla de un yacaré como mascarón de proa. Recorremos sus tres pisos, conocemos a la tripulación y zarpamos Río Negro arriba. Durante las próximas horas entramos en un estado de obnubilada contemplación. Acodados en la baranda de cubierta navegamos hacia la puesta del sol. Estamos bordeando la mismísima selva Amazónica, la selva tropical que, con más de 6 millones de kilómetros cuadrados, es considerada la más grande del mundo, la misma que toma parte de nueve países, pero que se extiende y se profundiza con más fuerza en Brasil y Perú. Todavía sin conocer un solo nombre, sabemos que toda esa verde enramada que nos tiene hipnotizados alberga a una de las mayores reservas de biodiversidad del planeta. En otras palabras, no hay ninguna otra región de la Tierra con tantas especies de plantas y animales como acá.
Nuestro anfitrión en el Jacaré Açú es Ruy Carlos Tone, la cabeza de este proyecto de ecoturismo llamado Expedición Katerre ("Todo bien", en la lengua de los indígenas Yanomami) y quien nos conduce en esta aventura. Ruy es paulista, ingeniero civil, hijo de japoneses y amante de los viajes. Descubrió de grande el Amazonas y a su gente. El enamoramiento fue inmediato, y se puso planificar la manera de ofrecer salidas sustentables a varias comunidades locales, a una escuela sobre el río Jauperí y a una fundación en Novo Airão. Así, hace 13 años que opera esta región para ofrecer alternativas de ecoturismo que se traducen en varios cruceros (el Jacaré Açú se complementa con otro llamado Awapé, un poco más pequeño, y entre ambos ofrecen distintos programas de 4 a 8 días).
Durante las cuatro horas de navegación antes de la cena surcamos el río Negro, bordeando el Parque Nacional Anavilhanas, el segundo archipiélago fluvial más grande del mundo. Son 400 islas a lo largo de 100 km. Cuando suena la campana bajamos a nuestra primera comida a bordo, donde nos espera pescado grillado con plátano, mandioca, tacacá con tucupí y jambú. Sabores que se van a ir haciendo deliciosa costumbre. La propuesta que sigue tiene gusto a desafío: nos proponen dormir en el barco o en una suerte de quincho/mirador abierto con hamacas paraguayas (a los brasileños les hace mucha gracia llamemos así a las redes) para experimentar la selva sin que haya una puerta y una pared de por medio. Casi todos optamos por la jungla y allá vamos. Eso sí, munidos de almohada y una sábana para hacer frente a los temidos mosquitos. Recién entonces caemos en la cuenta de que nunca nos pusimos repelente, tanto que nos habían advertido. Y entonces viene la explicación de por qué ni nos hemos acordado de los mosquitos. El río Negro es, en sí mismo, un gran repelente. Sus aguas, que son de color ámbar en la superficie pero negrísimas pocos centímetros más abajo, tienen alto grado de acidez, lo que limita la presencia de insectos y también ralea, claro, la cantidad de animales que se alimentan de ellos.
A la aventura
Amanecemos un poco doloridas, pero felices. Son las seis y ya hay luz. Nada impide empezar con lo que sigue: nuestra primera trilha. Un recorrido de casi tres horas por la selva, siguiendo un mínimo sendero enmarcado por una vegetación espesa con árboles altísimos, hasta las grutas de Madadá, unas exóticas y enormes formaciones de roca arcillosa, siempre húmedas. En el camino nuestro guía, Samuel, demuestra –machete en mano– cómo aprendió de chico, en la tribu Baniwa (donde su nombre era Carapura), a proveerse de comida, medicina, ropa, juego y cobijo en ese universo verde. Pura simpatía y destreza la de este hombre que un día decidió alejarse de sus orígenes, aunque desde sus relatos, siempre está volviendo.
Al día siguiente la tormenta acecha, pero igual vamos en dos pequeños botes hasta Airão Velho, una ciudad abandonada en 1930 que supo tener el esplendor de Manaos en la época dorada del caucho. No se sabe si el abandono total y abrupto fue por la rápida caída del precio de esta materia prima o por una invasión de hormigas que aun persiste. Los lugareños de Novo Airão (la ciudad que se fundó tras la estampida en Airão Velho) están divididos entre los que creen que fueron las hormigas quienes terminaron por echar a la gente, y los que aseguran que ellas llegaron luego del último portazo. Como sea, el lugar alimenta mitos. Hoy sólo lo habita un japonés, que trata de cuidar los restos de un pasado glorioso, que fue engullido —literalmente— por la vegetación. Hay algo fantasmagórico entre esas paredes y portales elegantes, más si oscurece de golpe, truena, empieza a llover y resuena de fondo la sirena del barco, que ya no puede esperar. Llegamos empapados en nuestros botecitos zozobrantes, pero muertos de risa. Si el guía ríe, está todo bien y, por suerte, Samuel ríe todo el tiempo.
Nuestro próximo destino es el Parque Nacional do Jaú, que con 2.272.000 de hectáreas es una de las áreas protegidas de mayor superficie del estado, miembro de una compleja red de 114 unidades de conservación que integran el ARPA (Programa de Áreas Protegidas de Amazonía) que acaba de cumplir 15 años.
De los tres grandes ríos que componen su sistema acuático recorremos el Jaú, su espina dorsal. Cada vez más adentro, más profundo en la selva. Después de un par de horas de navegación paramos a almorzar en un recodo, y en bote —con el sol ya más alto— vamos a la Cachoeira do Carabinani, una pequeña cascada que se puede disfrutar sólo en época de baja de las aguas (septiembre, octubre, noviembre).
Y esto abre otro tema que puede modificar ciento por ciento la planificación de un viaje. Durante gran parte del año, con picos en junio/julio, las aguas de los ríos Negro y Solimões, y todos sus afluentes, suben entre 5 y 18 metros, lo que implica que el 10 por ciento de la selva queda bajo agua, y por ende la geografía del lugar cambia radicalmente. Las cascadas desaparecen, lo mismo que las trilhas, pero se abre la posibilidad de conocer la región de otro modo, haciendo los mismos recorridos pero en bote, esquivando las copas de árboles y con la posibilidad de ver muy de cerca esos mismos animales que en época seca se refugian en lo alto. Así y todo la seca tiene sus encantos, ya que permite descubrir la marca de hasta dónde llegó el agua meses atrás, el desgaste de las piedras, de las playas, la diferencia de texturas, de colores y, lo mejor, caminar y caminar entre la mata.
Elogio de la luz
Al cabo de haber emprendido un par de senderos, empezamos a notar que distinguimos matices que no eran evidentes al principio. La luz que se filtra entre las hojas es la mentora de esa sutilezas que nos conquistan poco a poco. El aspecto de la selva también cambia si llovió, si está nublado, si queda algo de la bruma del amanecer o si el atardecer viene con luna o sin ella. Un escenario diferente cada vez. Este viaje podría durar para siempre.
Uno de los días –cuando se está sin Internet y sin una referencia clara es muy fácil perder la cuenta– después de la cena, el plan de nuestro anfitrión es salir en bote a buscar animales por las orillas. Apreciar qué diferente es el río de día y de noche. Se sabe que los yacarés no atacan si no son molestados, pero hay tantos y están tan cerca que cuesta mantener el decoro. Es cuestión de respirar hondo y animarse a disfrutar. Aparecen pájaros, pequeños peces saltarines, más yacarés y alguna tortuga. Sólo se escuchan sus sonidos y el remo suave empujando el agua.
Una tarde vamos a la Ilha do Paraná, que hasta hace 40 años no era isla, pero el agua fue horadando la unión con el continente y allí quedaron aislados varias decenas de monos que viven alto en los árboles.
Llenos de barro, pero satisfechos con el avistaje, llegamos a otra isla, una de las tantas donde Siba y un par de colaboradores llevan a cabo el Projeto Quelônios da Amazônia que busca proteger a la tortuga Irapuca, entre otras.
Nos esperan luego en Cachoeira, una pequeña comunidad mestiza en la que viven apenas siete familias que dependen del cultivo de la mandioca y la elaboración de su harina. A pesar de ser muy pocos, allí funciona una escuela a la que también asisten chicos de otras comunidades cercanas. No hay show, ni baile ritual, simplemente un encuentro para conocer sus actividades diarias. Suena la campana y salen los catorce pibes disparados a la canchita de fútbol que hay detrás.
El último día en el barco paramos en medio del río para zambullirnos. La promesa de nuestro capitán de que entre la corriente y el barullo que hacemos no hay posibilidad de que se acerque ningún yacaré, nos libera. La puesta del sol vista desde el agua, con el reflejo que nos pinta enteros, es tan bella que emociona.
Vuelta a Manaos
La misma combi que nos dejó en Novo Airão cinco días atrás, nos espera para llevarnos de regreso a Manaos. Ahora sí tenemos algunos días para recorrer la ciudad, antes de emprender la segunda parte de nuestra aventura, por el río Solimões.
El sol pega fuerte desde temprano y descubrimos que esta enorme ciudad de más de dos millones de habitantes no tiene casi árboles, a pesar de estar en el medio de la selva. Es como si con un gran bloque de cemento quisiera negar su identidad. Por un lado está el centro histórico, donde se concentran buena parte de los edificios que hablan de un pasado elegante y aristocrático del que nada queda, y por otro, la gran ciudad de corte industrial que comenzó a definirse hace 50 años cuando fue declarada zona franca, lo que impulsó la instalación de industrias de productos electrónicos, sobre todo.
Es domingo y en el hotel nos recomiendan que no nos perdamos la feria que todas las semanas se arma a lo largo de la calle Eduardo Ribeiro. En el camino cruzamos la Plaza São Sebastião (que tiene el mismo empedrado de ondas blancas y negras que Río de Janeiro, pero acá aseguran que el de ellos es anterior y que representa en encuentro de las aguas de los ríos Negro y Solimões) y nos detenemos frente al Teatro Amazonas. Decidimos entrar. Una visita guiada nos lleva a conocer detalles de esta pequeña joya inaugurada en 1896 por el gobernador Eduardo Ribeiro y restaurada en 1990. Durante los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX, Manaos era una suerte de París tropical gracias a los fastuosos dividendos que dejaba la explotación de las seringueiras, el árbol del caucho. Esos ingresos convirtieron a la ciudad en la primera en tener luz eléctrica, calles empedradas y universidad en todo Brasil.
El contraste entre el Teatro Amazonas y casi todo lo demás es impactante, pero hay algo en el ambiente cálido, ruidoso y colorido de la feria que hace fácil acomodarse. Al rato ya estamos saboreando una tapioca de tucumã (una fruta de una palmera amazónica que puede encontrase tanto en un bocado dulce como en uno salado), un jugo a base de guaraná que promete energizarnos para el resto del día y compramos andiroba —un repelente natural— porque parece que el que trajimos de casa no le hace nada a los mosquitos que nos esperan en el río Solimões. Nos dedicamos a pasear entre los puestos de ropa, comidas, artesanías, helados y cosméticos naturales. El tiempo pasa sin que nos demos cuenta.
De todo como en botica
Vamos al puerto, caótico, lleno de barcos que parecen mal estacionados y cuyos tripulantes ofrecen a los gritos los más variados recorridos. Está justo en frente del hermoso Mercado Municipal Adolfo Lisboa, inaugurado en 1882 e inspirado en el mercado central de París. A su lado le siguen otros dos mercados de frutas. Nos perdemos un rato por los sinuosos pasillos repletos de frutas, claro está, pero también de pescados, harinas, semillas y carnes. Todo es mucho, grande, ruidoso. Una suma infinita de colores y aromas a los que hay que acostumbrarse.
Con el atardecer, la plaza São Sebastião explota de gente. Es que cada domingo a esta hora empieza algún festival de baile que toma también al mismísimo Teatro Amazonas. La gente puede ir de un escenario a otro para ver hip hop, brake dance, danza moderna o lo que toque el domingo en cuestión. Hay un altísimo grado de participación popular tanto arriba como abajo del escenario. El entusiasmo es contagioso. Los bares de la calle José Clemente, la más colorida y cuidada del cuadrilátero de la plaza se llenan de gente. Hay un clima de fiesta que se diría único, pero sucede cada domingo. Del otro lado de la plaza, un poco más alejado del escenario a cielo abierto, los bares aprovechan para tener sus propios músicos. No hace falta mucho más que una cerveza, una caipirinha y un sándwich de tucumã para sentirse parte.
Después de haber empezado a entender algo de ese pasado de lujo de la ciudad, decidimos ir a la fuente, al Museo del Seringal, donde se explica cómo se gestó esa etapa de maravilla y miseria. Primero hay que llegar a la Marina do Davi, que queda a 30 minutos del centro, y allí tomar una lancha colectivo de otra media hora. El emplazamiento tiene una razón de ser. La reconstrucción de la Vila Humanitá que estaba sobre el río Madeira con motivo del rodaje de la película La selva, de Leonel Vieira (2002), fue tan perfecta que motivó la creación del museo. Allí conocemos a Jaime Souza, uno de los guías. Tiene 80 años y fue seringueiro desde los 10, como su padre y su abuelo. Su tarea era extraer caucho de la siringa, durante la época de la Segunda Guerra Mundial, cuando hubo un súbito y esporádico nuevo auge de esta preciada materia prima. Hoy, su trabajo de guía en el Museo del Seringal –renombrado Vila Paraíso– le permite reconstruir su vida, la de su familia y la de tantos otros que sufrieron la extrema pobreza y la esclavitud a partir de un sistema engañoso que endeudaba a los seringueiros con su patrón de por vida: los obligaban a pagar vivienda, comida, bebida y ropa, costos que nunca alcanzaban a devolver. La sonrisa de Jaime no se condice con sus palabras de recuerdos dolorosos, los que va hilvanando en el recorrido por este museo que descubre las etapas de la producción y la forma en la que vivían los trabajadores. Allí nos enteramos que todo acabó cuando un explorador inglés robó la semilla de la siringa y la llevó a Malasia, donde prendió de inmediato. Ya no hubo monopolio y, además, más temprano que tarde se descubrió que el petróleo era un perfecto sustituto del caucho que utilizaban para las cubiertas de los nuevos automóviles. Hoy, los pocos plantíos de siringas que quedan alcanzan para la producción de millones de preservativos.
A la mañana siguiente nos disponemos a ir al Encuentro de las Aguas. Justo enfrente a Manaos se juntan los ríos Solimões y Negro, pero no se mezclan, se acompañan a lo largo de varios kilómetros, hasta que finalmente sus aguas color té con leche y coca-cola, respectivamente, se terminan mezclando y es ahí, sólo ahí, cuando comienza a llamarse Amazonas (de todas maneras se lo conoce como Amazonas a lo largo de los casi 7 mil kilómetros que recorre entre su naciente, en los Andes Peruanos, y su llegada al mar, en Belém). La experiencia del Encuentro de las Aguas es rarísima, vamos surcando una línea movediza que nos ofrece no sólo distinto color sino distinta temperatura. La prueba empírica de meter una mano al agua por un lado del bote y por el otro, no deja dudas. El Solimões, el más claro, más frío y más rápido, nos espera desde esa misma tarde.
Si pensás viajar…
De febrero a mayo es la época de lluvias, junio a septiembre los meses de aguas altas, y octubre y noviembre, los más secos, de aguas bajas.
CÓMO LLEGAR
GOL. Ofrece un vuelo directo a Manaos por semana .
DÓNDE DORMIR
Boutique Hotel Casa Teatro. Rua 10 de Julho 632. T: +55-92 3633-8381.
Villa Amazonia. Rua 10 de Julho 315. T: (+55-92) 3347-7832.
PASEOS Y EXCURSIONES
Encuentro de las aguas. Se puede ir a conocer este fenómeno natural en el que los ríos Solimões y Negro se encuentran, pero no se juntan, de varias maneras.
Museo Seringal Vila Paraíso. Para llegar al Museo es necesario ir hasta la Marina do Davi que queda un poco más allá de la Praia Ponta Negra (la más concurrida de Manaos).
Praia du tupé. Playa de arena blanca, aguas negras, cálidas y poca gente.
NOVO AIRÃO
DÓNDE DORMIR
Mirante do gavião, amazon lodge . Rua Francisco Cardoso, s/n Barrio Ntra Sra Auxiliadora, Novo Airão. T: (+55-92) 3365-1644.
PASEOS Y EXCURSIONES
Expedição Katerre . T: + 55-92 3365-1644. Propuestas de pequeños cruceros por el Río Negro que van desde los 4 y hasta los 8 días, siempre comenzando desde Novo Airao.
TEFÉ
CÓMO LLEGAR
Azul. T: +54 11 5984 5178. Hay tres vuelos semanales (domingos, martes y viernes) que conectan Tefé con Manaos.
DÓNDE DORMIR
Uakari Lodge. Canal do lago Mamirauá. Reserva de Desarrollo Sustentable, Uarini. T: +55-97 3343-4160.
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