Vermeer, el enigma de la luz
Nacido en la ciudad holandesa de Delft en el siglo XVII, y perteneciente a la escuela flamenca, sus pinturas, ahora expuestas en el madrileño Museo del Prado, son motivo de asombro
Madrid.– ¿Qué quiso decir Johannes Vermeer?
Además de la contemplación de la pintura misma, sabidamente extraordinaria, la anécdota doméstica –de una serenidad deslumbrante– que sugieren las mujeres retratadas una y otra vez es la que intentan develar los miles de espectadores de la muestra del Museo del Prado. Una exposición imperdible que sigue a la que hace siete años montó la National Gallery de Washington y, hace dos, el Metropolitan de Nueva York.
Es por esta curiosidad sobre el misterio que emana de las pinturas que El Prado no sólo desborda con unos 3500 visitantes diarios, sino que, más raro, el interés se prolonga en las colas formadas cuando cae la noche y se cierran las salas. Es el momento en que el edificio abre otra puerta para dar paso a su formidable auditorio y a las conferencias que abundan en lo mucho que se ignora y especula sobre este enigmático pintor.
El hombre de Delft
Vermeer vivió en la ciudad holandesa de Delft, entre los años 1632 y 1675. Perfeccionista al extremo de haber pintado, quizá y con suerte, sólo medio centenar de cuadros hasta los 43 años, cuando murió, según la sintética y lapidaria descripción de su viuda: “De un día para otro, pasó de sentirse perfectamente... a estar muerto”.
De sus cuadros sólo se conservan 35, pero la mitad son obras maestras absolutas, y el clima que provocan mueven la imaginación del espectador al punto que tres fueron tema de novela, aunque no hay datos ciertos sobre sus personajes y circunstancias. Todo un enigma que contrasta con la alta exposición de sus contemporáneos. Rembrandt, por ejemplo, dejó decenas de autorretratos; Vermeer, ninguno; sólo –tal vez– su espalda, y ni siquiera eso es seguro. La correspondencia de Rubens llena volúmenes; de Vermeer, en cambio, no queda una línea que ilustre sobre su arquitectura mental. “Es curioso, porque un pintor suele presentarse y relacionarse con el público. El nunca lo hizo”, dicen sus estudiosos.
Proust se obsesionó tanto con su figura que lo menciona varias veces en su En busca del tiempo perdido y juzgó, seguramente exagerando, que el cuadro Vista de Delft era el mejor del mundo. ¿Por qué? Porque creaba realidad, si esto es posible. Le fascinaba su luz, la misma que seduce a los visitantes a la exposición y hace suspirar a los cineastas que hablan de la luz Vermeer mientras, con toda la tecnología de nuestros días, tres siglos después, sueñan repetirla con igual genio en sus films.
Ese es un punto. El otro, la actitud de quien mira. A poco de recorrer las salas de El Prado, la sensación es la de un voyeur ante esos pequeños cuadros que tratan casi siempre de lo mismo. Casi siempre mujeres, casi siempre solas, casi siempre hermosas, haciendo cosas –cualquier cosa– con la naturalidad de quien se sabe no observada. Arreglarse, leer, verter agua, tocar una balanza, ejecutar una melodía. “En cualquier momento puede ser otro asunto”, afirman los críticos, al desnudar un raro equilibrio entre realidad y sugerencia. “Pintaba desde el lugar de quien espía y hace cómplice al observador”, aseguró el profesor Valeriano Bozal, doctor en Estética de la Universidad Complutense.
Si alguien demolió una barrera en la intimidad ajena, ¿qué derecho tenemos a estar allí? La respuesta ocupa un espacio ambiguo. Y esa incertidumbre parece agradar a los miles de visitantes.
Aunque tales reflexiones llegan después, primero atraen los elementos que se repiten en las telas de este holandés silencioso: mapas, cartas (que se leen, se entregan o se comentan) instrumentos musicales, partituras y la luz –esa luz mágica– que llega desde una ventana por la que no se puede ver nada, sólo recibir el halo que impregna todo.
“Pero, una vez tocados, los objetos dejan de reflejarlo para pasar ellos mismos a estar hechos de luz”, dice Bozal.
Cubrir y descubrir
“De Vermeer sabemos lo que hacía, pero nada de su carácter psicológico. No hay datos”, dijo a la Revista el comisario de la muestra, Alejandro Vergara. “Podemos imaginar por qué pintaba tan poco, pero no adscribirle una personalidad”, sostuvo en su oficina del museo, perfumada por fresias que llegaron de Holanda. Tal vez el mismo aroma que emanaba de los floreros en la casa del pintor. “¿Sabe? Lo llamativo es que él mismo borró pistas que hubiesen servido para descifrar mejor la escena que presenta de modo engañoso: parece mostrarlo todo pero, a poco de mirar, crece la sospecha de que hay mucho más oculto”, dice.
–¿Que el propio pintor borró pistas?
–Lo hace en varios de sus cuadros. La mujer que lee concentrada una carta a la luz de una ventana, originalmente tenía, detrás, un cuadro de Cupido, referencia al amor del que podría hablar el mensaje. Pero una vez pintada al detalle, Vermeer tapó esa figura aliada del deseo y dejó sólo la pared blanca, donde la luz brilla, decrece y se dispersa.
¿Por qué veló el sentido de la carta? No hay certeza. Repite el juego con la mujer que se prueba un collar de perlas en el gesto íntimo de una toilette. “De aquí eliminó un laúd –símbolo de seducción– y un mapa en la pared del fondo, alusión –tal vez– al personaje de esa relación. Hoy pueden parecer datos pueriles, pero en su época eran toda una revelación”, explica.
–¿Cómo supieron de esas borraduras?
–Por radiografías –dice Vergara, mientras muestra copias de rayos x donde claramente se ve todo lo que Vermeer quiso primero mostrar y ocultar después.
Tal vez por eso resulta doblemente atractivo descubrir la intención inicial. “Con todo esto, Pérez Reverte haría una novela”, conjeturamos. Sólo nueve cuadros y dos de ellos con pistas borradas. ¿Es casualidad?
–Fue algo deliberado –dice Vergara, convencido de que a Vermeer le gustaba suprimir elementos clave–. Lograba así dos cosas en apariencia contradictorias: mayor claridad en la pintura y más oscuridad temática.
¿Cuál es la intención de tanta sencillez engañosa? “Hay muchas interpretaciones para cada cuadro y todas pueden ser válidas”, afirma Bozal. Y da como ejemplo una de sus obras maestras, Mujer con aguamanil. “¿Qué hace la dama? Abre o cierra la ventana? ¿Riega una planta que no vemos o sólo sirve agua? ¿Cuál es el gesto que sigue a esa pose tan incómoda, con equilibrio en movimiento? No lo sabemos y se escribieron miles de páginas para descifrar lo que el autor pone a la vista con detalle obsesivo”, dice.
Sin elementos que proyecten pasado o futuro, lo que queda entonces es el instante; uno solo, ése que Vermeer impone como digno de ser mirado. Tan poco.
Y, a la vez, tanto.
- Para saber más: http://museoprado.mcu.es