Veranos de arena y páginas inolvidables
No hay diferencias entre lo que leo a lo largo del año o en vacaciones. ¿Es que tenemos los escritores vacaciones reales? Para muchos de nosotros el límite entre el tiempo laboral y el descanso es bastante difuso.
Si uno está escribiendo una novela y sale de vacaciones, el texto va con uno. Escriba menos o aunque incluso no escriba, la novela en proceso no deja de ocupar la cabeza. Con las lecturas pasa algo similar. ¿Por qué tendría que cambiar lo que leo en invierno o en verano? ¿Por qué elegiría libros distintos en la ciudad, en la playa o en la montaña? ¿Hay autores para determinadas estaciones del año? No lo creo.
Con las vacaciones no cambio historias, géneros o autores. Pero una cosa que sí cambio es la actitud de lectura, la posición corporal concreta, el lugar donde leo. Por ejemplo, en invierno suelo leer en la cama, a la noche o a la mañana, cobijada por una manta, tomando café. En verano leo al sol, caminando o tirada como un lagarto, con una gaseosa con hielo o un plato con cerezas a mano, esquivando el reflejo de los rayos sobre el papel blanco. Y la diferente postura y lugar me han dejado recuerdos que me remiten indefectiblemente de esas lecturas a determinadas vacaciones, y viceversa.
Un primer ejemplo: Pinamar, hace unos siete años, leyendo Delirio , de Laura Restrepo. Mis hijos todavía eran muy chicos y por supuesto no había demasiado respeto por mi tiempo de lectura, mucho menos en vacaciones. A fin de robarme ese tiempo que nadie me daba, cada tanto agarraba mi libro y decía: "Me voy a caminar un rato". Porque "me voy a caminar un rato", en algunas circunstancias de la vida, es más aceptado que "me voy a leer un rato". Y así caminaba de ida y de vuelta por la costa, leyendo esa historia, atrapada, sin querer volver, de Norte a Sur y de Sur a Norte, las veces que fuera necesario. Ese verano terminé totalmente ampollada. Así, Delirio está asociado en mi recuerdo a la piel ardida y la crema postsolar.
Un segundo recuerdo, Cariló, cuatro o cinco años más tarde. Mis hijos ya no estaban tan pendientes de mí. Leía Brooklyn Follies , de Paul Auster. En un momento crucial de la historia, llego a una página y me doy cuenta de que la siguiente no coincide con lo que estaba leyendo. Faltaba un cuadernillo entero dentro del libro, páginas y páginas perdidas en algún momento de la encuadernación. Podía esperar a volver a Buenos Aires y pedir en la librería que me lo habían vendido que me lo cambiaran por otro. Pero esa actitud meditada no es para lectores bulímicos como yo.
Eran las tres de la tarde, la gente iba del mar a la sombra, reponía su protector solar. Miré a mi alrededor, dije :"Ya vuelvo" y sin más explicaciones y bajo el sol agobiante de enero me calcé las ojotas, me puse un short y me fui directo al centro a conseguir otra copia del libro de Auster con la angustia de no saber si lo lograría. Lo conseguí, volví, y me tiré en la reposera a seguir leyendo sin que nadie sospechara sobre dónde había estado. Brooklyn Follies está asociado entonces con la ciudad desierta, aplastada por un sol que sólo podía soportarse en la playa, y mi paso apurado de una librería vacía a otra.
Para estas vacaciones ya puse en la pila El último joven , de Juan Ignacio Boido; Las leyes de la frontera , de Javier Cercas; Noches azules , de Joan Didion, y La soledad del lector , de David Markson. Veremos si alguno de ellos es capaz de sacarme ampollas. Ojalá que sí, ampollas de lector empecinado.
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