Verano del 85. Cuando las patotas atacaban a las vedettes en Mar del Plata
Corría enero de 1985. Se lo llamó el verano de las patotas. El mote, nada estimulante, respondía al accionar de grupos de muchachos que se dedicaban a asustar y acosar a las actrices cuando terminaban sus funciones y abandonaban las salas teatrales en Mar del Plata, y a sembrar el pánico entre los turistas que paseaban por las calles de la ciudad.
Las más afectadas eran las chicas jóvenes, de incipiente y gran fama, que trabajaban bajo las órdenes de Gerardo Sofovich. En su momento, muchos dudaron de la veracidad de los hechos. No faltó quien acusó al empresario de generar revuelo con gente contratada para promocionar sus espectáculos. Sin embargo, hasta las autoridades de la provincia de Buenos Aires tuvieron que intervenir para frenar el accionar delictivo y evitar que no mermase el caudal de turistas que había decidido veranear en la ciudad. Flaco favor le hacía a la publicidad de Mar del Plata, la información de patotas actuando impunemente y atacando a las actrices convirtiendo la calle en un espacio de barbarie.
Aquel verano pasó a la historia y se sumó al listado de temporadas en las que la crónica policial se mezcló con el sol playero y los brillos del espectáculo. Los veranos también tienen ese tormentoso lado B. Aquel, no fue la excepción.
Las actrices, en la mira
Luego de un diciembre con buenos números, la industria del turismo comenzaba a vibrar con un enero que se mostraba auspicioso. Mar del Plata volvía a revalidar sus títulos con una temporada que, según todos los augurios, batiría récords. Se iniciaba un verano de esos en los que los teatros levantaban sus telones para ofrecer dos funciones diarias y, los viernes y sábados, una tercera en el horario de la trasnoche. Hoy, una modalidad extinguida. Aquellas eran épocas en las que los espectadores hacían fila desde la mañana temprano para no quedarse sin entradas para ver de cerca a sus celebridades sobre un escenario. Tiempos de vacas gordas.
Gerardo Sofovich era uno de los infaltables de cada verano. Llegaba a la capital del espectáculo estival con más de una propuesta como autor, director y productor. Y no faltó la temporada en la que hasta él mismo se subió a las tablas junto a Juan Carlos Calabró y Juan Carlos Altavista en una carpa sobre la céntrica calle Buenos Aires, frente al Casino Central. En aquel 1985 tumultuoso estrenó su comediaEl champán las pone mimosas, en el desaparecido Teatro Regina de la peatonal San Martín, en la manzana más importante para la industria del espectáculo, donde también se emplazaban las salas del Astral (hoy Bristol), Lido y Neptuno de Carlos Rottemberg y el Tronador de los hermanos Spadone. Todas siguen de pie, y gozan de buena salud, con excepción del Regina que hoy alberga a un local de comidas rápidas.
El elenco de la compañía timoneada por Sofovich estaba conformado por figuras populares, y con oficio como Rolo Puente, Santiago Bal y María Rosa Fugazot, quienes estaban acompañados por las chicas del momento, esas que seducían durante todo el año en los programas televisivos Operación Ja Ja, Polémica en el bar y La Peluquería de Don Mateo. Adriana Brodsky, Ginette Reynal. Amalia Yuyito González y Luisa Albinoni desbordaban sensualidad y eran un verdadero atractivo a la hora de la venta de tickets. Todo hacía imaginar un verano sin sobresaltos. Sin embargo, lo que podría haber sido una temporada de fiesta, se vio opacada por el accionar delictivo de las patotas, integradas por barrabravas, que esperaban, cada noche, la salida de las bellas mujeres de la sala del Regina. Con todo, y aunque los parámetros eran otros, la sociedad entera repudió la virulencia de los desaforados. Esas patotas sembraron el miedo y tiñeron de espanto las madrugadas de la Ciudad Feliz.
"Es imposible rendir en el escenario cuando, a veinte minutos de terminar la última función, se comienzan a escuchar los gritos de los patoteros en la puerta de la sala", explicaba, en aquel momento, Amalia Yuyito González. Gerardo Sofovich, por su parte, intentaba restarle importancia a los hechos para no espantar al público. Obviamente, nadie sacaría una entrada para tener que correr riesgos a la hora de abandonar el teatro. "Son grupos minúsculos que quieren ver a las chicas de cerca", decía el productor. Santiago Bal, por su parte, intentó mediar en la cuestión, obsequiándoles a los violentos algunas entradas gratis para ver el espectáculo, dado que muchos de los patoteros argumentaban que lo único que deseaban era ver de cerca al elenco. Sin embargo, ni siquiera la posibilidad de presenciar gratis algunas funciones de la obra aplacó el impulso de los bárbaros.
"Cada salida de la sala se convierte en una guerra. No me divierte esta situación. Tengo miedo y, cada vez que llega el atardecer, comienzo a sentirme mal", confesaba Adriana Brodsky a los medios encerrada en su camarín. Esta claro que la situación era anómala por donde se la observase. Y que, aún siendo una cuestionable campaña publicitaria, los resultados no favorecían a la compañía. La comedia se había estrenado con muy buena venta anticipada de entradas. Todo hacía suponer que se convertiría en el suceso del verano. Pero, promediando enero y patotas mediantes, algunas funciones comenzaron a presentar butacas vacías. Si el accionar de los patoteros afectaba el bordereaux, estaba claro que, de ser una campaña publicitaria, la misma era, a todas luces, fallida. El público comenzaba a dividirse y a escoger otras propuestas protagonizadas también por estrellas famosas, sin correr riesgos a la salida del teatro. "Me parece que hay que terminar con esta situación porque es un peligro para nosotras y para la gente que camina por la calle con sus familias", solicitaba, con sensatez, Luisa Albinoni.
Un verano violento
Cada noche se repetía la funesta dinámica. Cerca de las 20, el elenco de El champán las pone mimosas ingresaba a la sala del Regina sin sobresaltos. En enero, a esa hora, la luz natural todavía acompaña el atardecer y la peatonal marplatense está invadida por familias con niños. A las 21 comenzaba la primera función de la comedia picaresca de tono ligero y valores artísticos efímeros. Dos horas después, se levantaba el telón de la segunda. Los fines de semana, cuando las patotas incrementaban su accionar, a la una de la mañana comenzaba la tercera función que terminaría cerca de las tres de la madrugada. A esa hora, las familias ya no estaban por la peatonal. Un poco por el horario tardío luego de un día de playa y otro poco por el miedo a toparse con estos muchachones que sembraban el miedo. No era horario ni lugar para poner en riesgo a la familia.
Aún con la última función en marcha, en la peatonal ya comenzaban los cánticos y las amenazas de los vándalos. No eran demasiados, solo los suficientes para apoderarse de la cuadra. Al tratarse de una calle peatonal, los integrantes de la compañía debían dirigirse caminando hasta la esquina de la calle Santa Fe donde abordaban los remises que Gerardo Sofovich contrataba para trasladar a su gente. Los pocos metros que debían desandar los actores se convertían en un suplicio ante los empujones, gritos, golpes. No faltaba quien intentaba robarle a los actores o a los espectadores que acababan de salir de la sala. El clima era tal que volaban piedras y objetos contundentes por el aire. Dada la virulencia de las agresiones, Sofovich decidió solicitar ayuda policial. Ya no bastaba con la custodia privada que él pagaba para proteger a sus actores.
Luego de un par de noches ajetreadas y con riesgos para la integridad física, sobre todo de las actrices del elenco, la policía tomó cartas en el asunto. Pasada la medianoche, la esquina de San Martín y Santa Fe se convertía en una zona vedada y blindada. En la puerta del Regina se acomodaban los efectivos de la comisaría primera de la ciudad. El objetivo era mantener despejada las ocho puertas vidriadas del teatro con las fotos de las populares figuras y formar un cordón de protección que le permitiese al elenco llegar hasta los autos ubicados en la esquina. Santiago Bal y Rolo Puente eran los que menos inconveniente tenían a la hora de abandonar el teatro. Estaba claro que ellos no era el objetivo de los patoteros. Sin embargo, en más de una noche, ambos tuvieron que regresar ante la lluvia de piedras que arrojaban. Un altillo del Regina daba con un hotel lindero. El escape perfecto para los dos cómicos que, luego de hacer reír durante tres funciones, no podían irse.
Enero avanzaba y la violencia se incrementaba. Tal era la preocupación que intervinieron en el asunto Alejandro Armendáriz, Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, y su Ministro de Gobierno, Juan Antonio Portessi. Había que frenar de manera urgente el accionar de los violentos a los que se sumaban los barrabravas del fútbol. "No cabe en ninguna cabeza que esto sea una estrategia publicitaria. Yo le pido al público que venga. Las máximas autoridades tomaron las medidas necesarias y nadie correrá riesgo a la salida del teatro", explicaba Gerardo Sofovich. Las actrices abandonaban la sala encapuchadas para que los objetos contundentes no impacten de lleno en ellas. Con los efectivos policiales a su lado, ya no había riesgos de robos de collares o aros. A pesar del horario, todas salían con lentes oscuros para que sus ojos llorosos no pudiesen ser fotografiados. Alguna vez, en el saludo final de una función, las chicas no pudieron contener el llanto y Rolo Puente y Santiago Bal debieron abrazarlas para contener el desborde emocional.
Con el correr de los días, los ánimos se fueron calmando. De todos modos, hasta la última función en el mes de marzo, las chicas de Sofovich contaron con protección policial. El champán las pone mimosas fue una de las comedias más vistas de esa temporada. Y, sin duda, el espectáculo del que más se habló durante todo el verano. ¿Artilugio promocional o vandalismo real? Aquella temporada de 1985 fue ajetreada. Como lo son todas. También la industria del entretenimiento tiene su opaco lado B.
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