Era abogado hasta que una arritmia encendió la alarma y decidió patear el tablero; pero los miedos le jugaron una mala pasada
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Se sobresaltó con un llamado telefónico. Venía de unos meses estresantes que lo estaban dejando al borde del colapso nervioso. Tenía entonces tres trabajos, una autoexigencia (que luego reconoció como algo sin lógica) sin límites y muchos mandatos sociales a los que responder. “En mi interior existía una contradicción entre los momentos donde más vivo me había sentido -caminando por una montaña rumbo a Machu Picchu por una semana- y momentos donde parecía muerto mientras veía los días pasar desde la oficina sin saber cuándo terminaría la tediosa jornada laboral. Reconozco que no tenía mas responsabilidades que solo para mí mismo. Incluso mi relación de pareja estaba en crisis. Todo complotaba para un quiebre. Y así pasó. El ser humano es hijo del rigor y yo no escapé a eso. Una mañana, sin antecedentes ni cuestiones físicas más que un estrés galopante, desperté con una arritmia y fui a parar a terapia intensiva”, recuerda Rodrigo González.
Reconoció de inmediato que algo andaba mal y tuvo la rapidez mental para correr a un centro de urgencias. Quedó internado y, durante esos días, asistió a la universidad más cruda. Todo lo que veía lo angustiaba pero, a su vez, le permitió abrir los ojos y estar consciente de todo lo que tenía en su vida. “Darte cuenta en primera persona de la fragilidad de la vida y de lo pasajero de las cosas te cambia. Todo por lo que destrozás tu vida, la zanahoria por la que siempre uno entrega su tiempo, al fin de cuentas es nada. Y uno desea volver a lo simple”.
Nacido en Rosario, en la provincia de Santa Fe, toda su vida transcurrió en esa localidad del país, en una familia de clase media baja y dos hermanos. En su infancia, su madre tenía un atelier y alquilaba vestidos de novia y de fiesta, en tanto que su papá era empleado en una empresa. No vivían con ningún lujo y Rodrigo recuerda haberse mudado en reiteradas oportunidades, cada vez que se hacía cuesta arriba pagar el alquiler. “Aún así, mis viejos se las arreglaron para darme una infancia feliz, donde estudiar era la única condición, ya que ninguno de los dos había alcanzado un título universitario. La cosa se puso fea cuando en 2001 mi viejo se quedó sin trabajo con mas de 50 años. Y yo, elegí la abogacía, tal vez por ser testigo de muchas injusticias que vivía la gente que quería y la creencia de que de esa forma iba a poder ayudar a quienes necesitaban”.
Esas eran las razones que habían llevado a Rodrigo a cursar la carrera en la universidad pública y trabajar a la vez. Primero como administrativo, luego con pequeños trabajos como pasante y ayudante de abogado. “Esta es una realidad de casi toda profesión al momento de iniciarse. Los colegas suelen transformar ese derecho de piso en una explotación. Aún así, los ideales con los que uno generalmente comienza son los que te hacen insistir”.
La soledad, una compañera necesaria
Pero el quiebre en su salud lo llevó a tomar una decisión terminante. Al finalizar su carrera, en marzo de 2017, en lugar de matricularse optó por usar sus ahorros por la venta de lo poco que tenía (televisión, bicicleta, vajilla, ropa y muebles) y emprender viaje sin destino final. El proceso le había llevado casi dos años desde que había recibido el alta médica. Había reducido sus gastos y de a poco, vendió todo lo que no necesitaba y acumulaba sin razón. “Eso me permitió dejar dos de mis trabajos y quedarme con uno, aquel que me permitía cubrir mis cada vez menores gastos. No tenía ninguna propiedad, solo una moto que amaba pero que también vendí. Cuando eso sucedió, yo mismo entendí que no había vuelta atrás. Mi contrato de alquiler se terminaba a mediados de 2017 y el último mes ya solo tenía un colchón en el suelo. Mi viaje había comenzado antes de pisar la ruta”.
Aunque en el pasado había tenido experiencias como mochilero, sabía que esta vez se trataba de un proceso personal que no podía llevar compañía. Al principio la soledad incluso fue necesaria. Tuvo que aprender a lidiar con los peores temores y saber que estaba solo. “Y entendí que la llave no es tratar de no tener miedos, sino abrazarlos y enfrentarlos cuando aparecen”.
Rodrigo viaja solo, hace dedo o autostop y reconoce que tuvo que atravesar situaciones complicadas, aunque con final feliz. “En el Amazonas brasilero me enfermé mientras vivía con una comunidad en un área aislada. Cada vez me sentía peor y llegué a creer que había contraído malaria. Con la ayuda de un chamán, viajé en canoa durante horas hasta un acceso por tierra”. Desde ahí tomó un bus. Estaba tan débil que apenas tenía fuerzas para caminar. Ya en Manaos, lo esperaba un amigo que lo llevó al hospital donde afortunadamente descartaron la malaria y quedó en observación.
“Creo que esa enfermedad fue la manifestación de uno de mis mayores miedos: enfermarme en un lugar remoto y solo. Aquella frase que dice que lo que uno cree, atrae, tiene una gran verdad. Si bien intento ser cuidadoso con el consumo de agua, sobre todo en lugares así, ya que es foco principal de enfermedades, en algún momento los cuidados fallaron y aparentemente fue una intoxicación por líquidos. Eso fue lo que los médicos brasileros comprobaron al detectar que no había presentado fiebre en ningún momento, lo que me dio cierta tranquilidad”. Tiempo de reposo y la solidaridad de la familia que había conocido antes por la plataforma couchsurfing (intercambio cultural y alojamiento), que lo hospedó y cuidó, hizo que poco más de una semana después continuara su viaje y se embarcara en una travesía por el río Amazonas rumbo a Colombia.
“Descubrí que, sin la solidaridad de los muchos amigos y hermanos que encontré en este camino, mi proyecto -al que llamé Terapia Nómade- jamás hubiese alcanzado ya casi 40 países recorridos mayormente a dedo contando cuentos e historias a través de 25.500 kilómetros de viaje por tierra y 23.000 km por aire y mar en los últimos cuatro años”. Rodrigo financia su viaje con trabajos que realiza en el camino así como también a través de la venta de sus postales y relatos en forma de libros artesanales. “Entender que existe otra forma de vivir abrió mi cabeza. Consumimos más de lo que necesitamos y, con el tiempo, eso deja de ser comodidad para convertirse en peso sobre nuestras espaldas. Eso nos hace terminar sosteniendo situaciones y trabajos que solo nos dejan más insatisfechos. El desapego material es algo que todos deberíamos experimentar. Sumado a eso, conocer el poder de adaptación a situaciones fuera de la rutina, aprender a manejar lo espontáneo y evitar querer controlarlo todo. Saber que existe una energía que nos pone donde debemos en el momento justo es una gran tranquilidad”.
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