Coronavirus. Vencer al virus, crónica de mi recuperación
El taxi no llegaba y mi mayor miedo era perder el avión. Lo que no sabía era que en ese, mi último viaje de regreso a casa, no viajaría solamente con mis valijas sino con un acompañante al que no le había sacado pasaje.
Era la tarde del domingo 8 de marzo cuando partí hacia el aeropuerto de Nueva York. Atrás quedaban esos días plagados de amigos y de arte; The Armory Show, el Whitney, el MoMA, Met y el sinfín de galerías con propuestas de artistas de todo el mundo.
En el aeropuerto, como siempre, un mundo de gente desesperada, equipajes coloridos con ruedas que van y vienen, personas pidiendo no tener que sacar el exceso de sus valijas y un anticipado aroma a que todo eso ya no volvería a ser igual. Quién iba a pensar aquella tarde fría de marzo que 15 días después los países cerrarían sus puertas, que las fronteras bajarían sus persianas y el mundo entero estaría preso en sus propias casas.
Desde siempre mi logo como orfebre tuvo una corona arriba de mi nombre, fruto del talento de un gran amigo diseñador. Paradojas de la vida: cuando decidí sacar esa corona, ella misma volvió a posarse sobre mí pero en forma de virus.
Así pues, una vez en Buenos Aires, comenzaron a llegar los síntomas, leves por cierto, pero con un sabor a incertidumbre y poca información causada por ser uno de los primeros casos. La noche del 10 de marzo una caricia tenue con gusto a gripe comenzó a invadir mi cuerpo. Al principio pensé que era el jetlag producido por el fuerte contraste climático de venir de la invernal Nueva York con cero grados a una veraniega Buenos Aires de 35... Un poco de decaimiento, mucho dolor de cabeza, y escasas líneas de fiebre que luego se transformarían en mas de 38 grados de temperatura fueron el comienzo de un largo camino hacia la Clínica del Sol.
Antes, claro, vinieron escenas de una película de ciencia ficción, donde dos personas vestidas de astronautas tocaron a mi puerta y el tan esperado carruaje, que en este caso era una ambulancia del SAME, me esperaba abajo. Con tranquilidad y mucho profesionalismo, ellos me hicieron sentir que todo iba a estar bien. Hoy agradezco desde lo más profundo de mi corazón la contención que me brindaron en ese primer momento: "Quedate tranquilo que todo va a estar bien".
Luego llegó el ingreso a esa habitación que sería, durante casi 7 días, mi hogar. Pronto enfermeras y enfermeros se transformaron en mis amigos. A diario venían señoras que con esmero limpiaban cada detalle de ese cuarto; tuve también mucha comida y charlas con los médicos e infectólogos que trataron de ser claros y poner paños fríos a cada paso.
Fueron días de aislamiento, de angustia, de una batería constante de noticias no tan buenas hasta el resultado del hisopado. Fue una tarde de domingo cuando una doctora me dijo: "Mirá, te dio positivo el test de coronavirus". Y esas pocas palabras fueron el detonar de un sinfín de imágenes de personas con las cuales me había relacionado en esas escasas horas antes de mi autoaislamiento.
La verdad es que fue toda una experiencia para ser mi primera internación; mi primer suero, mi primera neumonía, antibióticos intravenosos y un cuerpo con la sensación de estar recuperado pero con esa nueva noticia a cinco días de estar internado. "Tenés coronavirus".
Nunca voy a olvidar el momento en que, mientras cenaba en la clínica, escuché los aplausos por primera vez: todos querían agradecer a las personas que trabajan en la salud; médicos, enfermeros, personas del laboratorio, infectólogos, camilleros. Esos aplausos eran especiales para mí, les estaban agradeciendo a quienes me estaban curando, y yo sin poder aplaudir por culpa del suero con antibióticos... Por suerte, un tenedor fue mi herramienta para golpear contra el vidrio de mi ventana y ser parte del agradecimiento que, desde ese día, se transformó en una constante.
Tres días después, la misma medica, a la misma hora, me diría: " Te van a hacer de nuevo los hisopados porque hoy te damos el alta".
Mucha fe, pensamientos positivos, esperanza y siempre mirar el vaso medio lleno... Así llegué nuevamente a casa. Para entonces solo pensaba en mi cama, mi almohada, mis libros y cuadernos con diseños y estas ganas locas de hacer algo que desde el primer momento de internación anhelaba con ansias. El primer abrazo.
Dicen que en momentos de miedo o angustia uno tiene sueños muy extraños, pero los míos siempre fueron los mismos y muy simples: mi madre, mi padre, mis amigos, mis hermanos, mis sobrinos, los afectos más cercanos y ese abrazo fuerte, duradero, con el sol sobre la cara. Ese sentimiento aún me invade y sé que muy pronto se volverá real. Porque hoy estoy en mi casa, ya recuperado, pero muy lejos de todos esos afectos a los que quiero apretar con desparpajo.
Mientras tanto, la cuarentena me está resultando muy productiva, ya que mi próxima exposición, ADN, se basa en trabajo con hilos de fibras naturales y metal, así que esto me encuentra con los elementos necesarios para poder estar creando obra desde mi hogar.
El anhelado primer abrazo, mientras tanto, comenzó a tener vuelo propio a través de una iniciativa llamada primerabrazo.org: un lugar donde todos podamos sentirnos cerca y abrazarnos de manera virtual hasta que esto pueda nuevamente ser una cotidiana realidad. Y robándole la frase de cabecera a un gran amigo, aferrémonos a la idea de que "muy pronto alguien te va a abrazar tan fuerte que todas tus partes rotas se juntarán de nuevo". Que así sea.
Por Marcelo Toledo