"Vayan a morir"
Fragmento de un capítulo de la novela de Jorge Fernández Díaz La Logia de Cádiz : el guerrero en pleno combate, en la desenfrenada batalla de San Lorenzo
San Martín puso pie en el estribo, montó el bayo, salió del convento y dijo con voz áspera: Espero que tanto los señores oficiales como los granaderos se portarán con la conducta que merece la opinión del regimiento. Era una amenaza directa: los hombres sabían que debían temerle más al deshonor y a aquel jefe severo e indoblegable que a cualquier salvajismo de la infantería española.
El coronel desenvainó el sable de Londres y pensando en su envolvente y mortal juego de pinzas le dijo a Bermúdez que lo esperaba en medio de las tropas enemigas para darle instrucciones. Luego se puso a la cabeza del ala izquierda. Nadie pensó en ese instante que exponerse de esa manera era casi un suicidio. Nadie pensó nada en ese instante. El coronel y el capitán hicieron lo mismo: movieron sus dos columnas de sesenta granaderos cada una y gritaron: Escuadrón de frente, guía derecha, al trote, al galope. Las voces de mando se sucedían a gran velocidad: los godos estaban a doscientos metros y ya sonaba el clarín del ataque. Los caballos iban sin freno y espoleados, los jinetes se apoyaban sobre los estribos y llevaban el cuerpo hacia adelante con la espada afirmada sobre el muslo derecho y la punta altiva. San Martín tenía su clásico ardor de úlcera en el estómago pero lo disimulaba, Bermúdez iba por el otro flanco a la carrera pero levemente rezagado. El sexto sentido del coronel le indicó en un relámpago que el capitán llegaría tarde, pero ya estaban a sesenta metros y todo estaba jugado. Virgen Santa, murmuró. Y alzó el sable morisco para gritar ¡A degüello! con aquel vozarrón que dejaba tiesos a tantos.
En ese momento alucinante, los ciento veinte eran un solo hombre y un solo movimiento. Y también una sola voz. Como un eco estremecedor los oficiales repetían la palabra "degüello", que se iba transformando en una música sostenida, escalonada e incontenible. Esa música tapaba incluso el ruido de las herraduras y el chasquido de los metales. "Hay momentos en las batallas en que el alma endurece al hombre hasta cambiar al soldado en estatua, y en que parece que toda la carne se convierte en granito", escribirá Víctor Hugo cincuenta años después. Ese era el momento: los inexpertos granaderos se habían convertido en roca pura y estaban por llevar finalmente a la realidad lo que tantas veces habían simulado hacer en los cuarteles del Retiro.
Zabala vio aparecer por el Norte y por el Sur del convento aquellos dos gruesos brazos de granito y sólo atinó a ordenar que las cabezas de sus columnas se replegaran sobre la mitad de la retaguardia y que los fusileros abrieran fuego. Era un oficial experimentado y previsor, había estado en varias guerras, pero jamás había visto en esas tierras del sur del mundo un regimiento profesional presentándoles batalla. Aún sin poder creerlo actuó a gran velocidad. Gritó ¡Viva el rey! y extrajo su sable toledano. Pero cuando lo hizo ya el huracán de espadas, lanzas y yeguarizos lo alcanzaba.
La descarga de la fusilería y de los dos pequeños cañones derribó a cinco granaderos de la primera línea. Los proyectiles les entraron por el torso, por el cuello y por el cráneo, y sus cabalgaduras rodaron por el piso, chocaron ciegamente a los infantes o siguieron adelante corriendo hacia la nada. La metralla dio de lleno en el bayo del coronel y lo hizo retorcerse en un relincho y caer de costado. San Martín trató de apartarse pero su caballo lo arrastró, lo revolcó y cayó muerto sobre su pierna derecha. Todo sucedió en cinco segundos y medio, y el jefe de los granaderos sintió un tremendo dolor en la pierna y dos golpes paralizantes: uno en el hombro y otro en el brazo izquierdo. Estaba aturdido por el choque y oía los ruidos del combate en segundo plano, pero no dejaba de pujar ni había soltado la espada.
Sus granaderos entraron a romper la formación a sablazos de plano, cuchillazos y golpes de lanza. Habían aprendido bien la lección: no se dejaron apabullar por los fusiles ni por los cañones, dieron por sentado que lo peor ya había ocurrido y se metieron en el entrevero con la paradójica ferocidad del miedo. No eran valientes porque si triunfaban se transformarían en el germen del ejército emancipador de América, ni porque estaban dispuestos a darlo todo por la patria nueva. Eran valientes, en ese debut sangriento, porque temían más a su jefe que a Dios, y porque al no poder retroceder hasta el más cobarde es un hombre audaz.
Zabala olió esa sed violenta en medio de la lucha, vio que algunos de sus infantes lograban ensartar con sus bayonetas a aquellos bárbaros disfrazados de azul y rojo, pero su máxima tensión estaba puesta en que formaran cuadro. Como no pudieron hacerlo, formaron martillo y trataron de resistir el embate.
Lúcido en la borrasca y en el humo de la pólvora reconoció el uniforme y las insignias, señaló con su espada al coronel caído y abriéndose paso ordenó que lo mataran. Pero los que se adelantaron recibieron cuchilladas y lanzazos, así que Zabala llegó como pudo y trató de rematarlo él mismo. San Martín alzó el sable y paró la primera estocada. Y lanzó a su vez otra, medio ciego o atontado, pero el comandante español la eludió con decisión y le tiró un puntazo. San Martín giró a tiempo la cabeza y de refilón el sable toledano le abrió una herida en la mejilla. Zabala quería ultimarlo a toda costa pero tuvo que darse vuelta para atender un ataque, y la ola humana y equina lo apartó unos metros de la presa. Uno de sus infantes acudió en su servicio y se abalanzó sobre el coronel, que hacía terribles esfuerzos por zafarse del peso muerto. El godo se le vino con los ojos bien abiertos y de pronto se quedó quieto, como galvanizado, y de la boca comenzó a correrle una sangre negra y espesa. Un lancero de San Martín lo había atravesado de lado a lado: la punta de la lanza le había penetrado por la espalda y le había salido por la barriga. El lancero tenía tanta fuerza que lo levantó clavado y pegó un alarido atávico, como si fuera un hombre de las cavernas festejando la cacería de un animal fabuloso.
Juan Bautista Cabral surgió entonces de aquel bosque de sables, lanzas y bayonetas. Se arrojó de su montura, mientras varios granaderos repelían en cerco a los maturrangos que querían sablear al jefe caído. Y abrazó al coronel por las axilas, tiró con todas sus fuerzas usando el guaraní para cagarse libremente en el rey y en todos aquellos mierdas, y liberó a San Martín de su embarazosa prisión. Juan de Dios había vuelto del pasado para calcar esa escena, y para transformar a San Lorenzo en Arjonilla. Pero los oscuros presagios que aquel morocho correntino había tenido finalmente se cumplían: el primer puntazo le comió las costillas, el segundo le reventó el pecho. Un oficial intrépido lo salvó de un disparo matando de un hachazo a un cabo español y atropellando con su caballo al marino tenaz y filoso que lo acechaba.
San Martín se quedó de rodillas con el cuerpo agonizando de Juan Cabral, y al abrazarlo la sangre del granadero manchó la pechera, la hombrera y la espalda de su uniforme. El combate seguía ocurriendo de un modo sordo y ralentizado para el coronel, que sentía cómo se le iba literalmente de las manos aquel hombrón inocente que moría para celebrar esas misteriosas asimetrías, esos curiosos caprichos del Señor. Respirando hondo, el coronel notó que Cabral ya casi no podía respirar, y lo depositó suave, amorosamente en el suelo, junto a su caballo fulminado por la metralla. Se puso de pie como pudo: no lograba todavía apoyar en el piso la pierna aplastada y el hombro le metía un calambre ardiente en todo el cuerpo.
Parado en medio de los jinetes que corrían y de las balas, todavía un poco mareado, el coronel le dio entonces una orden a su ayudante de campo. Era una orden terminante: ¡Reúnan al Regimiento y vayan a morir!
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