Liliana Albano y Roberto Fioca se enamoraron sin saber que 20 años después serían los creadores de uno de los emprendimientos más importantes de la costa atlántica argentina.
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Liliana Albano y Roberto Fioca se enamoraron sin saber que veinte años después iban a convertirse en socios y creadores de un complejo en Capadmalal, un lugar de la Costa Atlántica que creían que explotaría de turismo y gastronomía en el 2022. Nada de lo que les pasó, estuvo realmente planeado. Tal vez ese sea el gran secreto de su éxito.
Una historia de amor casi frustrada
Se conocieron por María, una amiga en común en Buenos Aires. Era nueve de marzo de 2005; esa noche tocaba Lenny Kravitz, y Roberto estaba en el recital en la cancha de Boca. Su amiga le dijo, “es mi cumpleaños y voy a estar en un restaurante. Venite que te quiero presentar una amiga”. Cuando salió del estadio, él no encontró taxi y caminó hasta la 9 de Julio. Estaba cansado pero llegó a su casa, se bañó y fue al encuentro. Ya era bastante tarde. Liliana le decía a María, “ya es tarde, yo me voy a dormir”. Roberto en su casa, pensaba, “no voy ni a palos, estoy muerto”. María le insistió: “¿tarado, vas a venir? Nunca más te presento a una amiga”. Eso lo hizo saltar de la cama enseguida y eyectarse hacia el restaurante. Cuando llegó, ya no lo dejaban entrar porque estaban por cerrar. Roberto hizo que se acerque el dueño y le explicó la situación: “vengo caminando desde la cancha de Boca para conocer una chica, ¿me dejás pasar?” Lo dejaron entrar, y desde que se vieron esa vez, no se separaron nunca más.
Liliana es de Saladillo, pero en ese entonces ya vivía en Buenos Aires. Roberto es de Bahía Blanca, pero hace treinta años vive en Mar del Plata. En ese momento vivía en el Barrio Los Troncos y se dedicaba solo a la publicidad. Tiene su propia agencia y una empresa de alquiler de pantallas de LED para eventos. Ella llegó a la ciudad a estudiar derecho, pero no la terminó y se quedó a trabajar allá. Tenía 28 años cuando se conocieron. Y él 43.
“La edad es el espíritu”, aclara Roberto. Durante un año fueron novios a la distancia, iban y venían. Él era amante del surf y el campo, y se le ocurrió comprar unas tierras en Chapadmalal y hacerse un loft. Cuando ella conoció el lugar, quedó fascinada y decidieron probar quedarse a vivir. Nunca más se fueron.
En ese entonces habían cinco cabañas de alquiler en toda la zona. Y solo venía gente que tenía casas de fin de semana. Como mucho residían 300 ó 400 familias. “En ese momento nosotros fumábamos un montón, ¿sabés lo que era quedarte sin cigarrillos a las diez de la noche?” Liliana recuerda que solo había una despensita de barrio. A partir de la pandemia muchos emprendedores fueron a vivir a Chapadmalal con ideas y proyectos nuevos. Después de cuatro años de vivir allá, tuvieron dos hijos. Según él, ella estuvo “24 meses embarazada”, porque nació Santino, su primer hijo, y a los nueve meses nació Dante. Hoy viven todos juntos con sus cinco perros. Los chicos tienen 15 y 16; son deportistas y juegan al fútbol en Aldosivi. “Nosotros los acompañamos en el sueño que tienen. Es muy competitivo, los llevamos y los buscamos todos los días a Mar del Plata”.
El sueño de un loco
En 2001, en plena crisis económica, Roberto decidió comprar las tierras. “No me llevé la plata a Miami, invertí acá en mi país, para mi mujer, y para mis hijos. Lo más cómodo para mí hubiera sido llevarme la plata afuera y quedarme tomando sol”. Eran terrenos frente al mar y una casa en ruinas. Su sueño era desarrollar un complejo cuando se jubilara de la publicidad. “Soy hijo de italianos, mis padres siempre me inculcaron el tema del ladrillo”. En 2009 decidieron construir las primeras seis casas de mar como para empezar a mantener los gastos. Los años pasaron y las ansias de emprender de Fioca no se apagaban: “Liliana me decía, ¡loco de mierda!, ¡pará de poner plata acá!”. Al principio ella no creía que fuera a funcionar, y le parecía que la inversión era demasiado alta.
Se juntaban todas las noches a pensar qué hacer. Hasta que empezaron a construir y a darle rienda suelta a la fantasía que años más tarde se hizo realidad. Liliana es fanática de la decoración, entonces imaginaba cómo sería el lugar. “Para hacer el restaurante me inspiré en el Chelsea Market de Nueva York”. En el restaurante hay unos sillones Chesterfield y un hogar confeccionado por un amigo de Necochea, lámparas de cobre y caños expuestos que dan esa sensación de mezcla entre rusticidad y elegancia. Cuando empezaron con la obra, todas las noches venían a las once de la noche a ver cómo evolucionaba.
“Nuestros hijos ya nos odiaban, íbamos y veníamos una y otra vez para sacar bocetos mentales de cómo sería. Somos dos virginianos perfeccionistas”, cuenta Liliana. En cuatro años construyeron el spa y el restaurante. El 4 de diciembre de 2020, en plena pandemia, se animaron a abrir todo lo que hoy significa Casa Pampa. “Cuando abrimos, nos miramos, nos abrazamos y dijimos, ¿y ahora? con esta locura, con tantos metros cubiertos, ¿qué hacemos?” cuenta Roberto. Tenían mucho miedo de que no funcione, y la inversión fue muy importante. Ninguno de los dos se dedicaba a la gastronomía, ni a la construcción, ni a la decoración.
Hoy, hay cabañas de 140 metros cuadrados con vista al mar, un spa, un club de playa con piscinas, food trucks, paradores, ciclos de música y eventos; un restaurante con platos de mar y campo con productos autóctonos de la zona, y una cava subterránea para cenas privadas vip. Hasta hace veinte años, Casa Pampa no era más que grandes extensiones de tierra, playa y campo sobre la Ruta 11; y hoy es el emprendimiento más grande de Chapadmalal.
Al principio no fue fácil
“Uno pone un restaurante y piensa que es fácil. Te puedo asegurar que es lo más difícil que te puedas imaginar” cuenta Roberto. No podían encontrar el rumbo de la cocina, llegaban abatidos todas las noches porque sentían que no funcionaba, que el lugar no brillaba. “Vamos a cerrar”, pensaba él. Un día probaron el horno de barro: “Fue tanto el calor que le metimos, no teníamos idea a ciencia cierta a qué temperatura podía llegar. Estábamos emocionados metiendo leña y se prendió fuego el techo”, se ríe Liliana.
Entre otras cosas, escuchaban los comentarios de la gente después de comer, y la mayoría no eran positivos. Entonces se le ocurrió llamar a Hernán Viva, el chef marplatense y lo invitaron a comer a su casa, aunque cocinó él. Con humildad le contaron su preocupación al ver que la cocina no funcionaba, y su desconocimiento sobre la gastronomía. “Hernán desinteresadamente se puso la camiseta de Casa Pampa y lo dio vuelta”. Sumó a los chef Carlos Barrera y Pablo La Rosa del Sheraton para pensar una nueva carta, con productos autóctonos de campo y de mar, en base al concepto del Kilómetro Cero. “No teníamos identidad, y eso se notaba”, cuenta Liliana. Fue un momento de mucha angustia. Pero a partir de ese vuelco radical, el restaurante se transformó en uno de los preferidos de la zona, y hay que reservar con una semana de anticipación. “No hay mejor cosa que comer una milanesa, un buen vacío, una buena pesca del día”.
El hermano de Liliana se vino desde Saladillo a vivir a Mar del Plata y empezó a manejar el spa y las cabañas. “Fue decisión de él, al principio no sabía si quería que se sume alguien de mi familia, pero también estaba bueno tener a alguien de confianza”. Un año después de la apertura del restaurante, en diciembre de 2021 inauguraron el club de playa, tras asociarse con Juan Torres, el presidente de RCT, las Residencias Cooperativas de Turismo de Chapadmalal, del banco Credicoop. La sociedad surgió después de varias cenas.
Cuando el proyecto era todavía una maqueta, Roberto le dijo a Juan: “Parecemos Bolivia, porque no tenemos salida al mar. Dame la playa que está enfrente”. En plena pandemia Torres, lo llamó y le dijo: “La gente de Buenos Aires no para de nombrar Casa Pampa”. Y así decidieron hacer la obra, con decoración pensada por Liliana, inspirada en detalles de playas que conoció en Punta del Este, Grecia y Miami. Dentro del lugar hay camastros, sombrillas de paja, miradores, piletas circulares, una hamaca icónica sobre el acantilado, donde todos se sientan a sacarse fotos, foodtrucks y el parador El Calamar Loco, donde todas las noches hay ciclos de música, afters y DJ’s.
La cava subterránea donde comen personajes como Guillermo Cóppola
En el centro del gran salón del restaurante se esconde una joya secreta a la que pocos acceden. Y lo mejor de todo, es que quienes entran ahí, jamás serán vistos. Se trata de un subsuelo con una mesa para doce personas donde funcionan cenas privadas, alrededor de una cava de Rutini, con blends que no existen en otro lugar, a cargo de Mariano Di Paola, enólogo de la marca, un referente del vino a nivel mundial. “Él me enseñó a tomar vino”, cuenta Roberto, que se hizo amigo de Mariano hace unos años. Cuando el lugar estaba en obra, lo invitó a conocer el local. Cuando vio su inmensidad le dijo, “esto puede ser como un José Ignacio de Punta del Este, vos estás loco”. “Que él me diga eso, es una caricia, tan loco no puedo estar, pensé. Me dio el empujón para abrir”.
Hoy, en la cava subterránea hay cortes de blends premiados creados por Di Paola, como “El Corte del Enólogo”, que ronda los 500 mil pesos. También cuentan con champagnes creados por el hijo de Mariano. A esta cena de doce pasos, guiada por un sommelier, van desde empresarios que quieren un espacio íntimo hasta figuras de la farándula como Guillermo Cóppola. Roberto lo conoció en la cancha de Boca. El fanatismo los unió. “Guille Cóppola es amigo de la casa, vino con un grupo de amigos muy graciosos. A nosotros nos gusta recibirlos acá; viene gente que no quiere que lo vean ni lo molesten, también vienen políticos”. Una vez contrató la cena una chica para el cumpleaños de su novio, para ellos dos solos. “Tuvimos que decirles que aflojaran un poco porque se había puesto incandescente el tema”, se ríe Liliana. La noche de la nota, el sótano estaba reservado para el hijo del Senador Luis Barrionuevo y sus amigos. Lo que pasa en la cava, queda en la cava.
Lo mejor para el postre
“¿Lo atendieron bien? gracias por venir”, pregunta Roberto a casi todos los clientes de todas las mesas. “Se bajó la luz, levantala un poco”, le indica a una encargada. Casi todas las noches Liliana se va un rato del restaurante para llevarles comida a sus hijos. “Eso es lo bueno de tener un restaurante, tengo la comida resuelta, y además estamos cerca. Yo tuve que hacer una especie de corte también, porque antes solo estaba abocada a mis hijos. Al principio les costaba ceder a su madre, y yo soy muy dependiente de ellos”.
Vivir rodeados de naturaleza y mar les da cierta paz y todas las mañanas salen a caminar por los acantilados -Roberto se despierta a las cinco de la madrugada como tarde-; Pero sus vidas cambiaron para siempre a partir de Casa Pampa. “Él habla mucho, demasiado”, acota Liliana. Pero también admite, “Hoy pienso que Roberto es un loco visionario”. Él responde: “Nosotros nos manejamos en manada. Pero yo ya no opino más, la que maneja todo es ella”. Así, con sus personalidades totalmente opuestas se entienden, y se acompañan. Su día pasa por ir del restaurante, al spa, a las cabañas y la playa. “Fue un camino largo. De muchas alegrías y algunas tristezas. A veces nos abrazábamos y llorábamos”, reflexiona Roberto. “Es agotador, yo siempre fui ama de casa, tenía una vida totalmente distinta, pero lo disfruto, sino no lo haría”, cuenta ella.
Después de comer el postre, uno llamado “Frutillas Sorpresa”, que en la carta revela todos sus ingredientes menos uno, que dice ser secreto del Chef; con un whisky de por medio, Roberto quiso compartir en voz alta una frase que había leído ese día, y que de algún modo, siente que lo representa: “Hay tantas versiones del paraíso, pero la clave no es cómo es el paraíso, sino cómo se siente nuestra alma en ese lugar”. “Para nosotros, esto es el paraíso”, afirmó.
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