Varsovia: una historia de valientes
La periodista Ana Wajszczuk siguió el rastro de primos de su abuelo que habían participado del famoso Levantamiento y reconstruye la vida de esos jóvenes rebeldes en un libro que es también una conmovedora crónica de viaje
Ana Wajszczuk siente un poco de distancia respecto de sus publicaciones en verso. Su primer libro, Trópico Trip, lo publicó en 1999, con veintipocos. La cita corresponde a su segundo poemario, El libro de los polacos, editado por un pequeño sello español en 2004, tras ganar un premio. Por ese entonces, lejos de casa –vivía en Costa Rica–, y con una computadora prestada, trasladó la inquietud por sus raíces, un rastro íntimo e intangible, que reaparecería diez años después. En sus vacaciones de 2014, junto a las clásicas novelas de playa, se llevó el libro Varsovia 1944, del historiador inglés Norman Davies. A partir de esa lectura, resonó, nuevamente, una intriga genealógica.
Armia Krajowa (AK) fue un ejército polaco subterráneo, cuya resistencia al régimen nazi fue la rebelión más larga y sangrienta de la Segunda Guerra Mundial, del 1° de agosto al 2 de octubre de 1944, con una cifra de muertos estimada entre 150.000 y 200.000. Entre los insurgentes caídos estaban tres primos de su abuelo Zbigniew: Antoni (20), Barbara (18) y Wojtek (15). Ana y Adam, su papá, no conocían la historia hasta que en el año 2000 los llamó Waldemar, un primo de Zbigniew, con una serie de precisiones. Zbigniew, fallecido en 1982, había tenido una postura hermética, tal vez como mecanismo de defensa para no resucitar un pasado doloroso, que incluyó el Gulag, los sometimientos y la deportación. El abuelo Irineo, tal como lo llamaban Ana y sus hermanos, no había formado parte del AK, pero sí del comando secreto Cichociemni como paracaidista, y tuvo un accidente que lo dejó fuera de la batalla de Arnhem. Poco se sabía del destino de los chicos Wajszczuk, víctimas tempranas de la insurrección. El hiato genealógico y las pocas referencias que hay sobre la tragedia fuera de Polonia fueron motivo suficiente para Ana.
Graduada en Ciencias de la Comunicación, trabajaba como jefa de prensa en el Grupo Planeta y colaboraba como periodista freelance en distintos medios gráficos. Con un ojo atento a la efeméride –se cumplían setenta años– y una corazonada aventurera, publicó, en La Nación revista, una nota de tapa titulada Varsovia en la piel, en la que expuso su preocupación por el conflicto. El retrato principal que acompañaba la nota era de una sobreviviente de 90 años, que murió tres meses después. Ana decidió que era necesario volver a Varsovia y reconstruir el Levantamiento, a partir de los testimonios de los insurgentes y civiles vivos, o en todo caso, de sus hijos. Así surgió Chicos de Varsovia (Sudamericana), que puede leerse como una investigación histórica, un relato sobre la memoria o un recorrido por los vínculos. De esos desafíos hablamos con Ana.
Antes del viaje a Varsovia, para armar el libro, habías ido otras veces. En esas ocasiones, ¿qué sentiste respecto del Levantamiento?
Cuando fui por primera vez a Varsovia, en 2008, y vi el Museo del Levantamiento, de cuatro pisos, muy moderno, interactivo, patriótico, lleno de memorabilia con los objetos de los exinsurgentes, pensé que era mostrar algo que fue una derrota. Una derrota terrible. Y me tocaba que fuera gente tan joven, que si bien los que mandan a la guerra son jóvenes, acá tenían 12 o 13 años; la mayoría, menos de 25. Esa conjunción de cosas me resultaba extraña y fascinante. No terminaba de entender qué les pasaba a los polacos con el Levantamiento. Oficialmente, es una bandera, un estandarte, y por otro lado mucha gente decía que había sido una locura. En algún punto tenían razón, pero lo que aprendí en este tiempo es que es muy fácil juzgar 70 años después. En ese viaje conocí a mi prima Kamila. Gracias al árbol genealógico que armó mi tío, nos invitaron al año siguiente a una exposición en Opole, al sur. Yo leí unos poemas en español, que no entendió nadie, y mi papá llevó una pipa que había tallado mi abuelo, y unos dibujos que hizo cuando estuvo prisionero. Fue muy emotivo.
Una de las primeras imágenes fuertes del libro es la del aniversario del Levantamiento, la hora W; vos y tu papá entre un grupo de octogenarios. ¿Qué implicó concatenar esos testimonios, sobre todo frente a una memoria que parece perderse?
Me pasó algo gracioso, que no lo conté en el libro. Fui a ver a un señor que me habían dicho que había participado del Levantamiento y cuando llego a la casa, me dijo: “Yo no estuve”. Igual me contó su historia: no había sido parte de AK, pero en el año 42 había caído preso y había sido enviado a Auschwitz. Su hermano sí había estado en el Levantamiento, en la toma del edificio de telefónica, una de las más heroicas, donde los polacos acorralaron a los nazis piso por piso y en el último los nazis o se tiraban o se suicidaban. El hermano estaba muy herido, creyeron que estaba muerto. Si vas al cementerio de Powazki, está la tumba, pero él no había muerto, pasa que se tomaban en cuenta las listas de bajas. El pasado es muy incierto, crece la ficción: uno puede ir a esa tumba, llorar y no está el tipo, que murió muchos años después en Canadá. Este señor que entrevisté, que ya era muy grande, me dio una foto de esas típicas de prisioneros, con un número. “Este era yo.” Le escribí al Museo de Auschwitz para que me diera datos con ese número para ver qué información tenía y lo único que conocía con ese número era que era de sexo masculino y había llegado en 1942. Yo pensaba que por ahí, no de mala voluntad, encontró esa foto, le pareció que era él y se la trajo. Cuando entrevistaba, sentí que estaba buceando en un pasado imposible, por el idioma, los años y una cultura que no era mía.
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En 1990, con la caída del comunismo en Polonia se empezó a considerar al Levantamiento como un acto heroico. La hora W es el homenaje que se realiza en las calles cada 1° de agosto a las 17, primero con un minuto de silencio, y luego con el sonido de sirenas. ¿Qué representará la inicial W?, se pregunta Ana. Tal vez signifique la hora del estallido (wybuch), la de la liberación (wyzwolenie), la lucha (walka), o la hora de Varsovia (Warszawa). O quizás represente al misterio de su apellido, que aglutinó todo el recorrido.
Es importante el rol de tu papá, no sólo como traductor del polaco, sino, en algún punto, en la simbiosis de la contención. ¿Cómo sentiste ese recorrido familiar en relación al Levantamiento?
No crecí en una familia con tradiciones polacas, yo me veía muy poco con mi familia paterna y era una relación hasta protocolar, no tenía ningún lado de dónde agarrarme. Hacía muchos años que no convivía con mi papá. A veces me traía chocolatada como si fuera una nena (risas). Era raro, pero me gustaba explorar la relación de un padre con una hija, que es universal. Él también fue acercándose a la par mía. Algo que no conté es que se hizo un tatuaje en honor a su padre, un águila que es el escudo de los Cichociemni.
Hanna, una de las entrevistadas, te decía que era muy complicado que la entendieras, porque algunas palabras sólo podían explicarse en polaco. ¿Cómo fue transitar esa imposibilidad?
Hay una distancia con la cultura polaca, ni siquiera tenemos una raíz común con el idioma y cada idioma es una visión del mundo diferente. Mi papá traducía o hablaba en inglés, pero siempre me quedó la duda de si ellos realmente habían entendido lo que quería decir. Creo que Hanna entendía que había sido tan desgarrador que no había forma de contarlo. Me pasó a mí, cuando fui a la marcha del 2x1. Le traté de explicar a mi prima Kamila lo que pasaba con los militares acá y ella tampoco lo podía entender, porque los militares son respetados en Polonia, incluso en los jóvenes está de moda hacer carrera militar. También me pasa que cuando estoy en Polonia, me siento con un pie adentro y otro afuera. Soy descendiente, pero no tengo nada que ver, soy una extraña. En Varsovia tenía una sensación ominosa, de estar en una ciudad que sólo les pertenecía a los muertos y no a los que estaban ahí. Fui a una catedral que debajo del piso de mármol estaba llena cadáveres que no habían podido ser exhumados. Pasa lo mismo en Buenos Aires, con los excentros clandestinos, son muertes que siguen dando vueltas, que siguen influyendo en la vida de los vivos. Por eso cito el poema de Perlongher: te des cuenta o no, hay cadáveres.
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El poeta norteamericano Richard Brautigan viajó a Japón treinta años después de la Segunda Guerra. De chico, era tal su aversión al pueblo oriental que se imaginaba parte de la guerra, en el papel verdugo. Haber conocido el territorio le hizo cambiar su mirada: Japón empieza y termina con Japón.
¿Qué te generaba acercaste a la historia de los insurgentes en general y de Antoni, Barbara y Wojtek, en particular, de la que poco se sabía?
Los insurgentes eran chicos que habían nacido en un país que recién se había independizado, tras 125 años de ser sojuzgados por otros poderes. Crecieron escuchando a sus parientes hablar de levantamientos polacos. Eran chicos de buena clase social, educados en el honor, la patria y los sacrificios. Había inconsciencia, pero también valentía, sobre todo porque veían que sus amigos estaban muriendo. De Barbara es la que encontré más información, vivió alrededor de 25 días. El más chico murió esa misma noche y Antoni murió entre el primero y el tercer día del Levantamiento. Para ellos era una aventura, pensaban que podía durar tres o cuatro días. Venían de cinco años de una ocupación nazi muy cruel, con penas de muerte por ayudar a los judíos. Las familias estaban diezmadas. Los admiro y quiero entender qué pasaba por su cabeza, qué los empujaba. La pregunta secreta del libro es qué hubiera hecho yo en su lugar.
A la vez, contás que la sociedad civil tuvo un rol fundamental, sobre en todo en pensar a futuro, por ejemplo, con las escuelas clandestinas.
Es que es un país que estaba acostumbrado a ser ocupado por otro. Entonces se preocuparon por mantener el idioma y las tradiciones. Hubo una red de colegios subterráneos increíble. Por eso también quería entrevistar a las mujeres que no estaban en la primera línea de fuego, porque no puedo imaginar cómo debe ser pasar sesenta días sin lugar para bañarse, sólo con una muda de ropa, sin comida, cuando muere alguien cercano y no tenés contacto con la familia. Cuando los barrios quedaron incomunicados, armaron un sistema de mensajes por los canales; por eso la llamaban las kanalarki (alcantarilleras). No había electricidad. Cuando era necesario evacuar un barrio, era bajo tierra. Hoy es sorprenderte ver una ciudad súper moderna, cosmopolita, que se construyó literalmente de los escombros. Todos volvieron a su ciudad, no tenían agua ni comida, su casa estaba destruida, pero igual regresaron.
¿Por qué creés que hay pocas referencias del Levantamiento fuera de Polonia? Incluso se confunde con el levantamiento del gueto, de un año antes.
Son muchos años de silencios, todavía se está reconstruyendo un archivo oral. Hay familias enteramente arrasadas. Pasó hace dos generaciones, todos tuvieron a alguien vinculado con el Levantamiento. En el avión viajé con una señora que me contó que su papá no era de Varsovia, pero había viajado allí para reconstruir la ciudad. Si uno se pone a buscar en la Segunda Guerra, encuentra muchos hechos tremendos, desde el bombardeo de Desdre hasta lo que cuenta Laurent Binet sobre Praga en su libro HHHH. Cada uno es una especie de aleph. A lo que pude llegar es que el levantamiento del gueto sí fue ensalzado por el gobierno comunista en detrimento de éste. Incluso todavía hay archivos cerrados. Fueron dos sucesos terribles y heroicos. La memoria de la pequeña comunidad judía que quedaba en Polonia fue muy activa desde el primer momento, ya en el 48 hubo un monumento a los mártires que todavía está. Me parece que los polacos judíos no representaban ningún peligro para el gobierno comunista, a diferencia del polaco católico nacionalista. Los libros empezaron a salir muy pronto; Primo Levi escribió un año después de la guerra; la memoria del gueto corrió bastante veloz, en cambio en el Levantamiento de Varsovia, la memoria la hicieron con 80 años, tenían miedo de que los persiguieran.
En uno de los intercambios que tenés con tu tío Waldemar, él te dice que tengas cuidado cuando escribas sobre esta tensión entre los polacos judíos y católicos.
Traté de mostrar que era una relación complicada entre los polacos de religión judía y de religión católica. Yo buscaba información y se me complicaba que todos los que hablaban mal de los polacos judíos eran católicos y viceversa. Ahora hay un revival, está el museo Polin que muestra la vida de los judíos en Varsovia, que están ahí desde el siglo XVI. Parece un florecimiento de las buenas relaciones. Cuando vi por primera vez El pianista en el cine no paraba de llorar. También creo que esperaba que mi familia se hubiera portado bien, que no haya sido de los que no ayudaron o delataron a algún judío. Cuando vi que había estado tan cerca del gueto, viéndolo arder, pensaba si habían ayudado, si se habían involucrado. Me torturaba la idea de que mi familia hubiera sido mala gente, malas personas. Mi miedo era encontrarme con una historia que no me gustase.
El libro no sólo está basado en testimonios, sino que usás otros recursos, como la transcripción de cantos o la escritura en verso, que se vincula con El libro de los polacos. En ese proceso de descubrimiento, ¿cuánto creés que pudiste conocer de los chicos y cuánto te descubriste vos en ese linaje?
Creo que si no llegué a conocerlos bien, al menos pude armar un panorama. Tengo la misma sensación que cuando lo comencé: vamos a ver qué nos depara este viaje. No sé si llegué a un conocimiento, pero el pasado es un lugar fascinante, inatrapable. Que todos nosotros seamos nietos o parientes de alguien que vino de la Segunda Guerra, escapando, o escapando del hambre previo, son cosas que no marcan por varias generaciones. Cercas termina su última novela, El monarca de las sombras, con la frase esto no acaba nunca. Él tiene una epifanía de que todos somos lo que nuestros antepasados fueron y en nuestras células hay una continuidad. En el libro puse el gráfico del árbol para que nadie se pierda, pero me sorprendió que todos tenemos los mismos nombres y mi papá no sabía que había una Ana o Barbara (como mi hermana), o que había muchos médicos como él en la familia. Me fascina cómo esa sangre sigue pasando y los traumas y los silencios también. Quizás exorcicé algo para las generaciones futuras.