Es la joya del oeste de Canadá. Una ciudad multiétnica llena de espacios verdes, arquitecturas de vanguardia, espléndidos museos y obras de arte a cielo abierto, con una ubicación privilegiada sobre la costa del Pacífico entre islas y montañas, y una calidad de vida envidiable.
Se besan en medio de la muchedumbre. Dan unos pasos breves y vuelta a besarse. Enamoradísimos se los ve. Al menos hoy (domingo), ahora (dos de la tarde), aquí (en el mercado de Granville Island) y bajo un sol radiante. Ella es asiática y alta; él, negro pelo mota y más alto. Un padre solitario –muy rubio él– se ocupa de entretener y alimentar a su hijita de tez oscura, ojos negros profundísimos y no más de cuatro, ambos sentados en posición de loto sobre el pasto tierno. En el banco que mira hacia False Creek, tres hombres de rasgos medio-orientales intercambian monosílabos sin mirarse, la vista puesta en el agua, en el ir y venir de los ferries, mientras fuman y mordisquean frutos secos. Dos bellezas femeninas no logran desatar el nudo del abrazo.
En Vancouver, lo más común es el entrevero de nacionalidades y géneros. Turistas y locales pasean por el camino costero, colman mesas al aire libre y puertas adentro. Por momentos no cabe un pie entre tanta humanidad que habla, come, se toca, bebe, ríe, deja el cuerpo en el mismo lugar y la mente en otra parte… Es domingo y está soleado. Es euforia de la mejor. En el interior del mercado donde también cunde el entusiasmo, sucede la vida de todos los días, pero hoy, más. Los puestos desbordan tentaciones. Granville Island es una necesidad colectiva bajo el sol del domingo.
Pero además de su carácter multiétnico, Vancouver es el núcleo urbano más poblado de British Columbia, el tercero de mayor importancia de Canadá, y sigue estando a la cabeza de las cinco ciudades más seguras del mundo. Cunde el relax existencial en proporción con la disponibilidad espacial: alrededor de 603.500 habitantes desparramados en una superficie de 115 km2, beneficiados con una abundancia de áreas verdes entreveradas con los barrios y extendidas por fuera de ellos hasta alcanzar la expresión mayúscula del Stanley Park, de 405 hectáreas y 22 km de bicisendas. Agua salobre por delante y profusión vegetal por doquier.
Nada más fácil entonces que enamorarse de Vancouver, donde hasta el clima es valorado como el más amable de esa inmensidad territorial del norte americano. Por supuesto que en pleno invierno nieva y la temperatura puede rondar los -17° C temprano en la mañana, pero el verano es un placer: entre 17° y 34° C, e igual que en San Francisco, por las tardes sopla la fresca que arrima el Pacífico. No hay que pensárselo demasiado.
El abecé de los barrios
En rigor, Granville Island no se trata de una isla, sino de una península que se detecta del otro lado de False Creek (que tampoco es un arroyo falso, sino un fiordo, esa entrada del mar estrecha y profunda que inventaron los glaciares del cuaternario), territorio donde los pueblos aborígenes solían sacar buen partido de la abundante pesca. Luego llegaron los hombres blancos (mediados del siglo XIX), lo bautizaron Granville, en 1915 redefinieron su destino como zona industrial y en un puñado de años brotó el gris fábrica.
Después de la Gran Depresión, de los inevitables asentamientos por la malaria económica, de las casas flotantes que registró la costa de False Creek (hoy renacidas en vivos colores), este corazón de la ciudad volvió a latir a principios de los 70. Para finales de la década, el edificio del Public Market se había hecho realidad. Ocho años después, el que fuera un instituto de arte y diseño –establecido en 1925– fue rebautizado con el nombre de Emily Carr (1871-1945), y en septiembre de 2008 empezó a funcionar con rango de universidad. La obra de esta artista plástica y escritora canadiense puede apreciarse en la Vancouver Art Gallery, espacio extraordinario e ineludible abierto en 1931.
El vecindario más antiguo es Gastown, así llamado in memoriam del pionero Jack Deighton, apodado Gassy, que llegó al Vancouver que todavía no era, en 1867, quizás en busca de fortuna quizás en una rodada cuesta abajo, quién sabe, y que abrió una taberna en Burrard Inlet, en Granville (no la isla, atención), cogollito fundacional. Además de haber sido el propietario de ese punto de encuentro de los que iban cayendo al baile de un probable proyecto social, y de haber ganado fama por su locuacidad inagotable, quedó su memoria cristalizada en un puñado de calles empedradas, hoy animadas por galerías y pintorescos estudios.
Sin embargo, el barrio ícono no es este sino Chinatown, y no por distinto sino por inmenso: es el tercero en importancia del mundo occidental. A su colorido y olores propios se suman dos referencias insoslayables: el Cultural Centre Museum and Archives y el muy bello Dr. Sun Yat-Sen Classical Chinese Garden, el primer jardín "académico" construido fuera de China. Este oasis de libre acceso que abarca 1.200 metros surgió en 1986, con motivo de la Feria Mundial. La población asiática supera los 400 mil habitantes, chinos en su mayoría, y el resto son japoneses, indios, coreanos, iraníes, filipinos.
El contrapunto es Yaletown, la cara sofisticada de Vancouver. La versión más europea, con casas de diseño, restaurantes de lujo e irresistibles boutiques gourmets. La que hizo de los viejos almacenes con paredes de ladrillo el soporte para las nuevas corrientes arquitectónicas. La que se jacta de mostrarse glamorosa como seña de identidad.
Las marcas internacionales se concentran en la Robson Street, pródiga de turistas siempre en busca de la mesa al aire libre de sus tentadores cafés. Es la calle más cara, la que va del estadio British Columbia (próximo a la orilla norte de False Creek) hacia el noroeste, pasando por la plaza de la Biblioteca, la plaza Robson y la Galería de Arte de Vancouver, para terminar en el parque Stanley, en la laguna Lost.
Y como toda ciudad que se precia de vanguardismos edilicios, aquí no falta el que remata con torre giratoria. Lo inauguró, en 1977, el astronauta Neil Armstrong. El ascensor de cristal tarda 40 segundos en trepar los más de 168 metros hasta el restaurante Top of Vancouver, cuya plataforma da una vuelta completa por minuto. Si no se sufre de vértigo, adelante con el abismo que se abre a los pies de los que se animan.
Arte + antropología
Quienes conocen la obra Santiago Villanueva, insisten en que The Drop –La Gota–, que captura la atención de turistas y residentes en el waterfront de Vancouver, próximo al Centro de Convenciones, se parece demasiado a la que el arquitecto español creara y recreara. Pero la autoría recae en Inges Idee, grupo berlinés integrado por los creativos Hans Hemmert, Thomas A. Schmidt, Georg Zey y Axel Lieber. Y si un mérito tiene esta monumental escultura es el tamaño: 20 metros de alto que se apoyan en la plaza Bon Voyage, al final de la calle Burrard. Acero, poliestireno y poliuretano azul intenso son los materiales utilizados para representar, según sus artífices, al agua en todas sus versiones: a la que cae del cielo, a la que se abre frente a la ciudad, a la que trae el río Burrard.
Hay obras del llamado "arte público" dispersas aquí y allá, que conforman un itinerario en sí mismo. La pareja de gorriones de 5,50 metros de alto instalada en la calle West Georgia entre Thurlow y Bute, creada por MacLeod. La cruz iluminada del East Vancouver en la plaza Southeast False Creek de la Olympic Village, idea de Ken Lum. El grupo de ciudadanos con las manos en alto en el más democrático de todos los gestos: el voto, de Kota Ezawa, sobre la calle Robson a la que da la Vancouver Art Gallery. El tablero que precede la entrada a la Biblioteca –magnífico edificio que recrea la apariencia del coliseo romano (de cuya redondez se desprende un ala lateral, al que no puedo menos que ver como la hoja de un libro abriéndose)– con las 1.280 lamparitas de led que componen las letras de "The words don’t fit the picture", concepción de Ron Terada. Y así hasta completar una decena de propuestas.
Otro es el ideario que ancla en los valores culturales de los pueblos aborígenes canadienses. Por las venas del talentoso Bill Reid, figura clave en el universo artístico canadiense, corría sangre indígena y también europea. Pero la que aportó su madre haida –grupo tribal de la costa noroeste del Pacífico– prevaleció como factor de cambio en su visión del mundo. Sucedió a sus 34 años, cuando visitó la isla Haida Gwaii y quedó atrapado por la belleza de los brazaletes de Charles Edenshaw (ca.1839-1920), el gran escultor haida del siglo XIX. Hombre de múltiples talentos que incursionó en la orfebrería, la escultura y en las letras como escritor y poeta, Reid (1839-1920) fue capaz de aunar las técnicas del viejo mundo con la tradición del arte indígena, es decir, el expresado a través de los tótems tallados en madera de cedro y las pinturas de trazos gruesos que recrean figuras ovoides y líneas continuas. Su legado se traduce en más de 1.500 obras, parte de las cuales pueden apreciarse en la exquisita Bill Reid Gallery of Northwest Coast Art.
No hay visita completa si no se detienen los pasos en el 639 de la Hornby Street para demorarse en el preciosismo de las joyas elaboradas por Reid. Ni podrá sellarse esta experiencia sin pasar por el Museo de Antropología, donde se exponen trabajos de Bill Reid, y su icónica pieza –El Águila–, maravillosa talla en madera frente a la que es posible quedarse horas.
El museo y su parque ocupa un importante predio en los terrenos de la universidad British Columbia. Queda lejos de la ciudad sí, pero bien merece la travesía –en bici es un excelente paseo– y la absoluta dedicación de un día completo sólo por el patrimonio de tótems y embarcaciones de diferentes épocas que alberga. Es una colección maravillosa y sólo se trata de una parte de lo que este espacio guarda. Es "el" tesoro de Vancouver. Cómo perdérselo.