Hacía ya un tiempo que habíamos fantaseado con la idea. Y ahora, gracias a una increíble confluencia de tarifas promocionales y cuotas "sin interés", recorríamos la mítica Pacific Coast Highway a bordo de nuestra propia casa rodante, flanqueados por el vasto océano y las montañas resecas del sur californiano. Partimos de Los Ángeles un lunes a la tarde con la idea de llegar hasta San Francisco y volver en siete días. Queríamos pasar la noche en un parque de caravanas en la ciudad de Ventura, pero hubo que esperar un buen rato hasta que nos entregaron la motorhome. Así que terminamos saliendo a la ruta con tráfico en hora pico, tuvimos que hacer una escala en un supermercado para aprovisionar y equipar el vehículo y la noche nos agarró en el Walmart de Oxnard. Y allí nos quedamos: no era precisamente lo planeado.
No puedo decir que haya dormido más de 20 minutos seguidos. Cada vez que mi hija mayor se movía en la cama de adelante, toda la casa se sacudía como un flan. Cada vez que yo me daba vuelta, nuestra cama chirriaba. A todo eso había que sumarle los ruidos del tráfico, las tareas de limpieza en el estacionamiento y el temor a que en cualquier momento vinieran a expulsarnos. A la mañana siguiente teníamos una multa sobre el parabrisas: "Overnight parking", decía el ticket. No era precisamente un buen comienzo.
La oferta con que nos tentaron era por la más grande de las motorhomes clase C, es decir: un camión Ford 450 con motor naftero de 10 cilindros y caja automática, sobre cuyo chasis construyeron un departamento de dos ambientes, cocina, baño y camas como para siete pasajeros. Nosotros éramos cuatro (matrimonio con dos hijas pequeñas) y durante los días previos nos habíamos procurado una buena selección de juegos de mesa, dispositivos electrónicos, un Excel compartido con los mejores parques de casas rodantes y, por las dudas, un plan de telefonía con roaming de datos.
Por suerte, el sistema resultó ser de lo más simple. Por todos lados hay parques de caravanas: privados, públicos, nacionales, estatales, rurales, urbanos, de playa, de bosque o de montaña; caros, baratos, gratuitos. Los caros –entre US$70 y US$130 la noche– son full hookups (es decir, con todos los servicios: agua, cloaca, electricidad, wifi y cable) y los gratuitos, dry camping (sin nada). Los encargados son casi siempre jubilados, ellos mismos habitantes de vehículos recreativos (RV), que como parte de paga obtienen alojamiento. En casi la mayoría de los que estuve había, además, uno o dos empleados mexicanos, que se encargaban un poco de todo: seguridad, mantenimiento, limpieza, charla.
A la mañana del segundo día entramos en el Ventura Beach RV Resort. Como casi todos los RV parks de la costa, está ubicado sobre un terreno en las afueras, relativamente cerca de la playa y pegado a la autopista. El lugar es bastante grande para lo que es el valor de la tierra en California. Tiene un club house con salón de juegos, pileta, jacuzzi, lavadero y minimarket. Como un pequeño country, cada lote cuenta con su terrenito de pasto bien cortado, una mesita con bancos, una llanta vieja para hacer fuego y un pilarcito con los servicios de luz, agua y cable. Apenas estacioné me puse a conectar los servicios. Primero la luz para cargar los celulares, luego la cloaca –sin duda, la parte más importante y menos agradable de la aventura– y el agua corriente. Después de eso, ya no quedaba mucho por hacer, o sí: cocinar, comer, lavar, ordenar y, finalmente, entretenerse. Ahora ya parecía un buen comienzo.
Cada parque tiene su onda y su estilo de habitués. El de Ventura resultó ser bastante familiar y tranquilo, con importante presencia de jubilados. De vecino nos tocó un señor de 70 años que me contó que ya había viajado por el mundo un par de veces, pero nunca había estado en Sudamérica ni en África. Ahora se había comprado una motorhome y llevaba cinco meses recorriendo California. Su mujer, a quien no le gusta la vida rodante, se la pasa encerrada viendo tele.
Los airstreams de los años 50 y 60 eran como pandillas de Hell Angels, que en lugar de cabalgar Harleys recorrían el país a bordo de sus bólidos plateados, como una forma de estar fuera del sistema.
Pasamos el resto del día yendo y viniendo del vehículo a la pileta, explorando las instalaciones, comiendo sin culpa ni vergüenza el arsenal de chatarra, golosinas y comida instantánea que habíamos comprado la noche anterior. Hay que decir que el espacio interior de una motorhome, por más grande que sea, nunca es abundante. En menos de cinco minutos todas las superficies estaban repletas de cosas, juguetes, aparatos, cables, ropa y platos con comida. Sin duda, una experiencia no apta para obsesivos ni mucho menos para claustrofóbicos. Por eso, conviene siempre establecer antes algunas reglas. Nada de comer en la cama, nada de zapatillas embarradas en el interior y, por supuesto, nada de usar el baño de la motorhome para... No hace falta. Todos los parques tienen instalaciones más que adecuadas.
Mundo rodante
Como si fuera una maqueta de la sociedad en la que viven, hay distintas clases sociales entre los usuarios de RV. Los más pudientes llevan de todo. Empezando por un tráiler gigante con camioneta superduty o una casa rodante tipo micro de larga distancia con otro vehículo, más pequeño y no menos lujoso, de remolque. Bicicletas para toda la familia, cocinas de exterior con gazebo, alfombra de pasto sintético, parrilla portátil, sartén eléctrica, lucecitas de colores, sillas de camping con posavasos, una TV de exterior y hasta un corralito desmontable para que el perro pueda estar suelto sin que nadie venga a quejarse.
La vida social se anima por la tarde. A la vuelta de la playa se arman los grupos, las barbacoas y los cócteles. La nueva moda es un juego del siglo XIX, que se llama Cornhole y consiste en arrojar unas bolsitas llenas de maíz a una plataforma de madera inclinada con un agujero en el medio. El objetivo no es otro que embocar la bolsita en el agujerito.
Estilo de vida
Para muchos, el vehículo recreativo no es una opción de vacaciones, sino la mejor forma de lidiar con el problema del encarecimiento constante de la vivienda. A la vuelta del periplo conocimos a Kevin, un muchacho oriundo de Texas que trabaja de rescatista freelance y que vive todo el año en su RV, con su novia y su perro. Estaba a punto de mudarse a Bakersfield, en el interior del estado, donde básicamente no pasa nada, a excepción de lo más importante: las bajas tarifas.
Para Estados Unidos, la casa rodante es una cultura en sí misma. Si bien su invención data de los años 30, su producción masiva recién comenzó con la posguerra. Promovida e idealizada en su afán de competir con el comunismo soviético, su particular estilo de vida es uno de los pináculos del individualismo liberal, una versión del sueño americano. Ofrece la ilusión de una completa independencia geográfica y social al módico precio de arreglarse más o menos con lo mínimo.
Hay un orgullo muy norteamericano en el ejercicio de la practicidad existencial y la motorhome es la síntesis de todo eso. Los airstreams de los años 50 y 60 eran como pandillas de Hell Angels, que en lugar de cabalgar Harleys recorrían el país a bordo de sus bólidos plateados, como una forma de estar fuera del sistema. Hoy convertidas en clásicos vintage, muchas de esas airstreams yacen aparcadas para siempre en los fondos de suntuosas residencias, en modo casa de huéspedes y/o airbnb.
Quizá nuestro viaje tuvo gusto a poco. Quizá California es demasiado para una semana. En todo caso nos quedó claro que la casa rodante es una buena opción para viajes más largos y entornos más agrestes. Si lo que uno quiere es moverse y recorrer ciudades, entonces mejor un auto. Y que la motorhome siga siendo parte de la fantasía de la familia viajera.
Para tener en cuenta
Si se quiere investigar antes del viaje, allstays es la app en la que los mismos usuarios comentan su experiencia de cada RV park. No todos aceptan tarjetas y, en las vacaciones de verano (julio y agosto), conviene llamar por teléfono para reservar con anticipación.
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