Usted preguntará por qué comemos (parte 2)
Comer o no comer… ¿esa es la cuestión? No, de ninguna manera: comer es una necesidad obvia a lo largo de toda la vida. El asunto es cuánto comer, y la psicología experimental tiene mucho que decir al respecto. Y no solo de comer vive esta ciencia. La bebida sigue las mismas reglas del tamaño de la porción. Por ejemplo, servimos un 34% más de alcohol en vasos bajos y anchos que en copas más angostas. Y si jugamos un poco con las etiquetas podemos confundir al sommelier más avezado: las expectativas realmente cambian una experiencia. Si esperamos que algo sea delicioso, ayuda a que lo sea.
Pero los resultados más espectaculares siguen siendo con las comidas. Por ejemplo, un estudio en restaurantes italianos demostró que la combinación pan con manteca o aceite de oliva no es azarosa: si bien los comensales se sirvieron más aceite que manteca, ¡con la oliva comieron significativamente menos pan! Pero mejor aún sería que la panera estuviera en la mesa de al lado… Sí: el tener que levantarnos para servirnos algo rico hace que comamos menos (y no vale agregar que además hacemos ejercicio…). Esto resulta de una investigación en la que se demostró que si unos chocolates están sobre el escritorio comemos el doble que si están en un estante ahí nomás, a dos pasos de distancia. Vale también para nuestras alacenas. Si bien los alimentos tienen que estar visibles para consumirlos en su justo momento, también es cierto que los más tentadores no debieran estar tan al alcance de la mano y los ojos. Simplemente tener esos snacks en un aparador con puerta cerrada hace que nuestro estómago piense dos veces antes de atacarlos. Y ya sabemos: si están guardados en porciones pequeñas, mejor. No es cuestión de privarse, sino de cuidarse.
Los negocios tienen mucho que aportar en esta cruzada. Si se describen adecuadamente las porciones y sus ingredientes, no solo la gente es un poquito más consciente al elegir y cuantificar lo que ingiere, sino que la imagen del local resultó más positiva.
Donde sea (en casa, en el trabajo, en el supermercado, en el restaurante), estamos permanentemente tomando decisiones sobre nuestras comidas. La mayoría de esas decisiones son inconscientes. Así, vale la pena detenernos en preguntas muy básicas que van desde la influencia de las marcas sobre nuestras compras hasta cómo nuestra historia –ese brócoli que nos negábamos a probar en la infancia– influye en comer, no comer o cuánto comer. Lo mismo vale para la presentación de los alimentos: en un experimento, la gente estaba dispuesta a pagar más por un brownie servido en un plato de porcelana que por uno en una servilleta o plato de papel. Claro, ¡si está bien servido debe ser más rico! Y esto vale sobre todo para comidas sanas, esas que a veces hay que insistirles a los chicos para que al menos miren.
En definitiva: un fantasma recorre el mundo… el de la comida. Tanto por su vergonzosa falta y distribución tan desigual como por su disponibilidad exagerada y posibilidades poco saludables, nuestro cerebro está confundido en sus decisiones alimenticias. El sobrepeso y la obesidad son una epidemia, y la ciencia puede ayudarnos a entenderlos. El reconocidísimo investigador argentino Marcelo Rubinstein viene descubriendo los mecanismos del cerebro que son hackeados por una sociedad que nos ofrece excesos y opciones poco saludables. En esa combinación entre ciencia y cultura encontraremos el mejor camino. Alimentarnos debe ser no solo una necesidad, sino también un placer combinado con salud… y lo dice la ciencia.
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