Urdapilleta: Me gusta la gente normal
Aunque ya se ha consagrado como un actor capaz de encarnar cualquier tipo de personaje, mantiene la actitud contestataria de los tiempos del under, con sus amigos Barea y Tortonese
Es el primer día del resto del año.
Eso quiere decir que es marzo, que es lunes, que empezaron las clases, que hay chicos y padres apurados por toda la ciudad y que Alejandro Urdapilleta cruza a toda marcha una calle de Palermo llevándose varios códigos del buen peatón por delante, y pidiendo disculpas por la demora.
-El remisero que me traía desde Martínez se quedó atascado en el tránsito. Hace una hora que estoy arriba del auto. Es un bar, y a un par de mesas, una mujer con el pelo en rodete tirante conversa con una amiga, a gritos.
-¡Yo te entiendo todo lo que vos me decís, pero yo no voy a renunciar a lo que es mío! Urdapilleta les clava los ojos sin disimulo. -Ay, tenemos el altercado gallego atrás. Se van a agarrar de las mechas. Me encantaría. De chico me encantaban las peleas de mujeres.
Se ríe. Una de esas sonrisas secas como golpes. -¡Mozo! ¡Mozo! Se lleva los dedos a la boca y después se acuerda de algo. -¿Vos sabés silbar? Yo no.
Alejandro Urdapilleta, de 45 años, una de las mejores sonrisas del barrio. Por estos días está viviendo en Martínez, en casa de papá y mamá, ahorrando para comprarse el techo propio.
-Creo que las cosas serían distintas si tuviera mi casita, unos perros y unos gatos, tener un piso. Tierra.
Es el segundo hijo varón de una familia compuesta por cinco hermanos, un padre militar, una madre. Dice que le han tocado todos los periodistas posibles. Y él siempre termina hablando de lo mismo; el padre militar, la infancia en los pueblos del interior siguiendo los destinos del padre, la sexualidad, el bendito underground.
-Soy un tipo común y me gusta la gente normal. A veces uso gorra y me da vergüenza, porque te miran más. Ya me agoté en tanta noche, tanta fiesta.
Un back up de la memoria de Urdapilleta mostraría al niño Alejandro mudando -feliz- de residencia durante su infancia.
-Ir de un lado a otro te daba una conciencia distinta de las cosas. Humberto (Tortonese) tiene amigos de la infancia. Yo no tengo ninguno.
Dejó evidencia de infancia por media Argentina, hasta que volvió a Buenos Aires y entró en una adolescencia trágica.
-¿A quién le gustó la adolescencia? No sabés quién sos, ni qué querés, ni para dónde vas. Yo hice un test vocacional, y el tipo que lo hacía me dijo: Mirá, vos sos como un reloj muy fino, tenés que cuidar el engranaje, que esté limpito. Mucho cuidado con la gente bruta, la gente tosca. Creo que tenía razón. Yo era una mezcla de mucha sensibilidad y temperamento, más una visión irónica de las cosas, más unas gotitas de Oporto. Lo primero que hice, por supuesto, fue salir a buscar gente burda y tosca.
A los 17 años el instrumento fino se metió en el teatro ABC a ver una obra: Che, Argentina, sos o te hacés. Pidió permiso para actuar, se lo dieron. El siguiente paso fue ir a la Asociación Argentina de Actores y buscarse un profesor. Eligió el primero que figuraba en la lista, Martín Adjemián. Pero nada le calmaba el ansia. A los 22 años se fue. Del país. Era agosto de 1977. Su padre gobernaba la provincia de Jujuy y Alejandro llegaba a Inglaterra creyendo que Londres lo esperaba con las flores abiertas y el pop a sus pies.
-Allá fui ayudante de mayordomo en la residencia del embajador italiano en Londres. El mejor personaje que hice en mi vida. Yo hablaba cocoliche. La que no entendía bien era la embasatriche, la esposa del embasatore, que era polaca, había sido bailarina, veinte años menor que él y muy borracha. Mi trabajo era limpiar la platería, servir la mesa, el café. Había que usar zapatos negros y yo tenía de esos mocasines baratos, con la suela despegada, entonces iba con la bandeja y a veces chancleteaba y se me escapaba un camarón. Me divertía mucho. Ahí le serví la copa a Franco Zeffirelli. Yo tenía intención de que me viera con mi disfraz de mucamo y me contratara para una película.
-¿Y?
-Y no, nada. Me agarró el vaso de whisky y ni siquiera me miró. Yo estaba fascinado con ese laburo. En esa época, los argentinos en el extranjero nos inventábamos una vida y yo la inventé. Y sigo inventando. Miento todo el tiempo. Eso te lo quería avisar. Aparte no sé por qué la gente puede pensar que lo que uno dice en un reportaje es verdad.
Todo es mentira, entonces. O todo es verdad. De cualquier modo, la leyenda cuenta que por un cuándo me van a dar las vacaciones, el levantisco Alejandro terminó en la calle.
-Yo le estaba preguntando por mis vacaciones, nada más, pero la embasatriche, totalmente borrracha, pensó que yo me quería ir. Me dijo: Usted se va cuando yo quiero y yo le dije: No, yo me voy cuando yo quiero. Me fui. Conseguí un laburo en una agencia, para limpiar casas a domicilio, y ahí empezó mi mal humor.
El cuadro era así: una estación de tren desierta, a las 6 de la mañana, y él esperando, camino hacia la casa donde limpiaría mugres durante cuatro horas.
-Tenía un mal humor... Ahora que estuve haciendo a Hitler que se va a Viena a tratar de triunfar en Bellas Artes, pensé que podría buscar ese mal humor, porque el que tenía en aquella época era un mal humor hitleriano.
Para recuperar la felicidad perdida, se fue a España. Vendió muñequitos rellenos de arroz en las plazas de Sevilla. Después se mudó a Madrid, hizo algunas giras y se dio tremendo baño en las tierras pantanosas de la heroína. Necesitaba vacaciones y regresó en 1981 a Buenos Aires. Militares en el poder, Rosa de lejos en la televisión.
-Yo no quería ser actor. Muchas veces no quise ser actor. Ahora mismo a veces me pasa. Me cansa, me agota. No me gustaban el teatro y la televisión que había. Quise ser actor cuando apareció el Parakultural.
Cuando sueña con no ser actor, se le aparecen los libros. Acaba de editarse Vagones transportan humo, en el que incluyó partes de obras y poemas de las épocas paraculturales y otros recientes.
-Sería bárbaro vivir de escribir, ¿pero qué gano? Nada. El libro éste es como el cuento de la lechera: me imagino que voy a vender éste y me voy a vivir a San Martín de los Andres, pero sé que es una ilusión.
Desde 1984 y en Cemento, el Parakultural o Medio Mundo Varieté, el hombre empezó a mostrar sus construcciones. La ferocidad más colmilluda mezclada con el kitsch más mantecoso: Angelito, Isadora Huevo I e Isadora Huevo II y la boliviana Zulema Ríos de Mamaní, testiga de la luz carismática del pájaro chouí. Por esos años conoció a Batato Barea, a Humberto Tortonese, y entre los tres formaron la Santísima Trinidad Under.
-Batato... Lo conocí porque me lo presentó Juan Acosta, que me dijo: Hay un tipo muy raro, muy puro. Una vez en Medio Mundo Varieté hicimos una obra que se llamaba Las coperas. Eran dos coperas que estaban en la parte de atrás del boliche, se cosían las medias, no hablaban de nada. Y nada más. Duraba diez minutos. Era un robo y una burla a la gente. La gente encantada. Decían Ahhh, qué moderno. Con Batato hicimos trampas de ésas, terribles. Pero él subía a un escenario y no podías dejar de mirarlo.
En 1989 escribieron juntos la obra Las fabricantes de tortas. Ganaron un premio en la Primera Bienal de Arte Joven. En abril de ese año, Urdapilleta le dijo a la periodista Susana Viau: Yo creo que me voy a morir de SIDA. Si no este año, el que viene. -Mucho tiempo estuve esperando que me apareciera la enfermedad. Nos dio un sacudón muy fuerte esa enfermedad. Cambiaron mis hábitos, mi forma de ver muchas cosas.
En 1990, el trío Urdapilleta- Tortonese-Barea viajó a Uruguay para hacer María Julia, la Carancha, una dama sin límites. -Estábamos los tres en un hotel muy decadente, en Carmelo. Batato estaba muy mal. Deliraba. Desde el hotel se veía el río, y me acuerdo que giraba arriba del hotel una gaviota. Pero no era una gaviota, era algo más grande, un pájaro rarísimo. Y a los dos días Batato se murió. Siempre pienso en ese pájaro. Siempre pienso que voy a escribir algo sobre eso.
En 1991, cuando Urdapilleta interpretó a Polonio en Hamlet, dirigido por Ricardo Bartís, se ganó un Premio ACE y un murmullo azorado de la crítica. Qué actor exquisito, decían, este hombre que ayer nomás y mañana también seguía insultando como una cloaca, vestido de señora improbable.
-Yo no separaba ese teatro de lo otro. No decía Esto es teatro serio, lo otro no. Pero cuando Batato me vio en Hamlet me dijo: Traidor, éste es el teatro que no queríamos hacer. A mí me importaba un c... ser traidor. Era lo que quería hacer. Estaba podrido de tirarme arriba de la gente, y del underground.
En 1991 y 1992 Urdapilleta y Tortonese fueron mito, gracias al sketch semanal que hicieron en El palacio de la risa, Antonio Gasalla. Tortonese quedó grabado en la memoria: esa persona larga arrastrada de los pelos por esa otra persona corta maciza mala voraz.
-El segundo año que lo hicimos ganábamos fangotes. Pero no ahorré nada. Ahora me arrepiento de no haberme comprado una casa, algo. Nunca me compré nada porque siempre pensé que me iba a ir. Del país, de la ciudad o... de la vida, para ponernos trágicos. La tengo todavía, esa impresión. Pero en realidad lo que te ata son los afectos. En ese sentido soy absolutamente burgués.
Cuando Batato Barea se murió y el mundo le estalló a Urdapilleta en la cara como una broma fría, y sólo se le rearmó cuando en 1998 y 1999, junto a Tortonese, hizo el exorcismo de La moribunda, la obra en la que él -Karren Te Kanawa- y Tortonese -Kara Te Kanawa- cuidaban a Kiri, La Moribunda, la hermana terrible que agonizaba a lo largo de cuatro estaciones. -Ahora la muerte creo que ha dejado de importarme. Era un tema que tenía muy presente hasta que hicimos La moribunda. Y yo creo que fue por eso que vino mi... problema neuropsiquiátrico.
Si en 1996 volvió a ganar un ACE por El relámpago, en 1999 la ola llegó hasta el cielo cuando interpretó a uno de los hermanos lastimosamente lúcidos en Almuerzo en la casa de Ludwig W., de Thomas Bernhard. Se alzó con dos premios y entonces, llegó su problema neuropsiquiátrico. -Había tenido el garrón de hacer Ludwig W. Era muy cansador, porque para hacerlo tenía que estar mal, si no no me salía. Y vino toda la tragedia psicológica mía. Estuve internado quince días en la clínica Guadalupe. Entonces mira el grabador: -Le mando un saludo a toda la gente de la clínica Guadalupe, porque ellos recortan después las notas y las pegan. Fue un problemita. La maquinaria fina de aquel test psicológico. Se me empañó un rubí. Y terminé en el manicomio.
Habla de él como si hablara de otro. Contando tremebundeces como quien contara ovejas.
-Después vinieron las fiestas y yo no tenía muchas ganas de cañitas voladoras. Me fui a la casita de Humberto en Miramar a estar solo, y descubrí un momento del día... Cuando el sol desaparece se hace un silencio enorme. Todos paran... la canción. En este fin de año sucedieron varias cosas con el cielo. Había un halo alrededor del sol, después estuvo la luna más grande en veinte años, estaban todos los signos claros para la llegaba del señor anticristo. Pero no llegó. O a lo mejor soy yo el anticristo. Aunque no creo, porque el tipo tiene demasiadas ganas de ser dueño de todo y yo no. El mundo me parece una cosa bastante desechable, te voy a decir. A veces no dan muchas ganas de seguir pisoteándolo. Como dice Hitler, este nene que hice: Una cosa que siempre me molestó del mundo es que es redondo.
Porque Urdapilleta fue Hitler. El 17 de marzo estrenó Mein Kampf (una farsa), la obra de Tabori dirigida por Lavelli. Hasta que la obra bajó de cartel, en mayo, fue Hitler. Y alabaron su trabajo hasta las nubes.
-No es para tanto. A mí me gusta que los pocos que me conocen me digan que les gusta lo que hago. Claro que a veces los odio. Hay veces que prefiero que haya tres durmiendo en la platea. Una vez vino la Marina... Shosherclósculu... ¿cómo se llama ésa, la de los barcos, la que está forrada de guita? Yo miraba desde el escenario y decía ¿Será ella? Y era.
Ser actor es cansador. Para hacer Hitler, por ejemplo, tuvo que aprenderse Tannhäuser, de Wagner. En alemán.
-Es mucho trabajo. Me cansa. Si no fuera actor... pondría una mercería. Viene la señora, te dice: ¿Tiene elástico? No, señora, no tengo más. Estás ahí, con los cierres, los botones.
Suspira.
-La mercería... la veo más tranqui, ¿no?
Cuando muestra los dientes parece un lobo. De los que muerden.
Construcción de la locura
A los 20 años, Urdapilleta hizo la revisión médica para ingresar en el servicio militar, por entonces obligatorio. Pedirle a su padre -militar- que lo ayudara a salvarse no era ni siquiera una posibilidad remota. Despertar en el joven Urdapilleta el más mínimo espíritu castrense, tampoco. "Para ir a la revisión me tomaba botellas enteras de ginebra, pero igual salí apto total. En eso vi un cartelito que decía que podías pedir una junta médica para comprobar que tenías problemas psicológicos. Estaba ensayando una obra con un compañero que era psicólogo, le dije que me hiciera un certificado como que me estaba tratando, y que me enseñara a hacer al loco del certificado. Fui al Hospital Militar durante un mes. Eramos varios en el pasillo, esperando las entrevistas con psicólogos. Todos sospechábamos que el otro se hacía el loco, nadie hablaba. Yo me salvé, pero me salió un loco que no era el que figuraba en el certificado. Era otro. Mi compañero me había aconsejado para que hiciera algunas monstruosidades. Yo sobre eso improvisé. Y al final me compenetré tanto que estaba medio mal, también. Tanto hacerme el loco..."