Un sentimiento extraño. cuando Micaela contempló la casa abandonada a la que llegó mientras perseguía a un gato una tarde de 2017, sintió un escalofrío en la espalda y se le apretó el estómago. Por alguna razón, su cuerpo le indicó que no debía entrar. Pero los maullidos que salían del interior le inyectaron valor: las ventanas estaban selladas, pero la puerta no. De hecho, estaba abierta. Entonces la empujó apenas un poco más. El sol del día se perdió en un umbral oscuro y Micaela, a sus 23 años, sin saberlo y entre sacudidas de telarañas para dar con el felino, iniciaba su primera exploración.
–Hacemos del abandono algo artístico. No vemos solo un lugar destruido y con riesgo de derrumbe, sino que tratamos de vitalizarlo. Conocer su historia, la arquitectura. Encontrarle su esencia entre tanto escombro.
Dice Micaela –que trabaja en un kiosco y estudia inglés y francés– mientras conduce su auto por la autopista, un domingo cualquiera de noviembre. A su lado viaja Lucas, su novio, empleado en una fábrica de muebles. Ambos son exploradores urbanos que practican Urbex: entran en lugares vacíos, como estancias y mansiones coloniales ocultas, fábricas olvidadas en parajes desérticos o, incluso, hospitales desmantelados. ¿El objetivo? Además de encontrar la belleza de las estructuras y de recuperar su esencia, demostrar, sobre todo, que el paso del tiempo no es sinónimo de destrucción.
–Hay reglas básicas que todo explorador debe respetar al momento de entrar en cualquier establecimiento.
Advierte Lucas, que levantará un dedo por cada mandamiento de la actividad que nombre, hasta formar casi la mano completa:
–No revelar la ubicación exacta del lugar; no forzar ninguna entrada; no arrojar basura ni alterar el lugar con pintura u otros aditivos; no ser vistos a la hora de entrar ni de salir.
No hay datos exactos de cuándo ni de cómo surge esta práctica en el país. Tampoco especialistas académicos que lo impulsen. Muchos dicen que se importó desde España con los castillos de la Corona escondidos en medio de bosques; otros, que vino de Estados Unidos, con sus inmuebles abandonados tras la debacle económica del 30 y sus siglas en inglés (Urban Exploration); también hablan de Rusia y lo que quedó del accidente nuclear de Chernóbil en 1986. Pero lo único cierto es que Argentina y, sobre todo, el vasto territorio de la provincia de Buenos Aires se adaptan a los objetivos de la profesión.
Acompaño a Lucas y a Micaela –no van a revelar sus apellidos– a la primera exploración del día en su auto. Vamos hacia algún punto en la localidad de Ezeiza. Por las ventanillas, al costado de la ruta, se alza cada tanto alguna fábrica desmantelada. Ellos la señalan y comentan algún dato informativo, como guías turísticos de un paseo hacia la crisis industrial del conurbano bonaerense. La pareja lleva más de 25 exploraciones realizadas. Cada vez que entran en un lugar toman imágenes que luego comparten en las redes sociales, especialmente Facebook (Doomed Urbex Argentina), con todos los datos históricos posibles y respetando siempre los mandamientos de la actividad.
–Comenzó por curiosidad y ahora lo hacemos como arte. Por eso, lo respetamos mucho. No improvisamos. Hacemos una investigación sobre cada lugar nuevo al que vamos para conocer su historia y, si no hay nada, intentamos buscar la biografía del arquitecto que hizo la estructura. Luego, vemos las cuestiones de seguridad, algo fundamental y que otros toman a la ligera.
Sigue Lucas, que lleva media cabeza rapada y una colita de pelo que se le dispara hacia arriba. Aunque nunca pasaron por una situación violenta –dicen–, los riesgos son varios. Entrar y encontrarse con okupas, que alguien los vea y alerte a la policía, o la peor de todas: que los dueños del lugar decidan sellar cualquier entrada, desterrando para siempre la posibilidad de exploración.
La casona de Ezeiza
El auto se detiene en algún barrio cercano al aeropuerto internacional. El ambiente es rural: hay caballos pastando en el jardín de algunas casas, vacas atadas en postes en la calle y vecinos con boinas que reparan en nuestra presencia.
Micaela anticipa detalles de nuestra primera exploración, mientras caminamos hacia la entrada:
–Vamos a entrar en "la casona", un lugar en el que ya estuvimos. Aunque buscamos, no tenemos información precisa sobre su historia. Es una mansión de estilo colonial en medio de un bosque inmenso. La vibra del lugar es muy intensa. Se dice que hay una actividad paranormal alta.
Al llegar a la entrada, donde comienza la propiedad, los exploradores advierten el primer inconveniente: la tranquera está abierta. Eso, durante la actividad, significa dos cosas: que salieron y olvidaron cerrarla o que alguien que todavía está adentro no lo hizo. La pareja evalúa la situación. La seguridad, explican, siempre es prioridad. Minutos después se opta por continuar, aunque piden estar atentos. Miramos hacia ambos lados y es cuando la primera regla del Urbex se cumple: nadie nos está observando.
Llegar a la casa requiere una media hora de caminata sobre un pasto grueso y crecido. Los árboles, a los costados, nos envuelven como un tubo y la visión se limita. No se ve más allá de yuyos y arbustos enmarañados. Mientras avanzamos, la pareja recuerda unas vacaciones en el sur donde intentaron explorar una mansión que encierra, probablemente, una de las historias más inquietantes del rubro.
–Es una casa en Bariloche que albergó a fugitivos nazis cuando terminó la guerra. Es una mansión solitaria frente a un lago. Llegamos, pero estaba toda cerrada. Solo visitamos la caballeriza. Siempre que salimos de Buenos Aires intentamos averiguar sobre algún lugar con historia y no podíamos dejar de ir a esa. Dicen que hasta Hitler estuvo también, después de fingir su muerte.
Cuenta Lucas y advierte que estamos por llegar.
La casa se yergue entre la maleza, custodiada y protegida por la naturaleza, como un gigante de concreto que escapa de la única cosa que podría destruirlo y volverlo escombros: la civilización. A medida que nos acercamos, los detalles se revelan. Pintura corroída; ventanales por doquier, anchos y fantasmagóricos, y una entrada imponente con dos columnas gruesas a los costados, sin puerta. Y la segunda regla se cumple: no forzar ningún ingreso.
El sol entra diáfano por los ventanales y clarea todos los ambientes de la planta baja. El piso cruje a cada paso, hay piedritas por todos lados. En lo que parecería ser el comedor principal –con el espacio más amplio– hay un hogar para calentar leña, en medio de paredes pintadas. Lucas y Micaela deambulan por la casa y encuentran particularidades que no había en sus visitas previas. La puerta que falta, las baldosas que no están, el agua estancada que antes circulaba. Síntomas propios del paso del tiempo que la casa no puede eludir.
Al llegar al último piso, donde está la terraza, una frase grabada en rojo intenta un aforismo en la pared: "Todo está perdido". Este sector es el más atractivo. Desde acá se aprecia toda la inmensidad de la estancia. Los únicos ruidos que llegan pertenecen a nuestras pisadas y al canto lejano de algún pájaro. La pareja se sienta a un costado y se relaja bajo el sol unos minutos, en silencio. Postal perfecta de lo que también significa esta actividad. Nos retiramos para ir hacia la segunda exploración del día, cumpliendo la tercera regla: dejar la casa como la encontramos.
Las ruinas del zinc en Zárate
La segunda exploración es en una fábrica química de Zárate. Una de las primeras que tuvo el país a fines del siglo XIX. Con el inicio de la Segunda Guerra Mundial, en 1939, la escasez de zinc comenzó a sentirse en el país. Su producción, en aquel entonces ligada con la elaboración de productos militares, era de vital importancia para la fabricación de armamentos. La situación llevó a que sus primeros dueños se fusionaran con empresarios del rubro químico. De esta manera, se puso en funcionamiento una de las primeras plantas productoras de zinc electrolítico de América Latina.
La producción de la compañía creció tanto que, en los terrenos linderos abandonados, se construyeron casas para los empleados. Fue el inicio de aquel pueblo del que hoy solo quedan familias pertenecientes a aquellos trabajadores y, al lado, la construcción que les dio vida, pero también los condenó.
Podría ser el guion de una película de terror. También el reflejo de una sociedad que ya no existe, aunque sus cimientos escondan –en lo profundo– la marca que lleva esta historia: del progreso y la innovación industrial, a la debacle y la contaminación de todo un pueblo.
–Cuidado con los fierros, salen de todos lados.
Dice Micaela, mientras se palpa la frente. Se acaba de chocar contra un palo oxidado, incrustado en una pared. El esqueleto póstumo de la fábrica es desconcertante. La estructura ocupa manzanas enteras y, dentro, todavía hay artefactos de producción: tanques inmensos colgados y sostenidos por vigas ásperas; engranajes del tamaño de autos y cubos metálicos, parecidos a contenedores, esperando a ser abiertos. El olor es fuerte. Como si recién terminara de producir.
Durante los años 60, la compañía entró en crisis y dejó a cientos de trabajadores en la calle. En el medio, también, se denunció la contaminación a la que estaban expuestos los empleados y el pueblo, ya que los desechos se filtraban en las napas de agua. Luego de numerosas asambleas, un grupo de obreros se organizó en cooperativa: acordaron que la fábrica seguiría en funcionamiento algunos años más, con la misma producción.
Mientras subimos unas escaleras, los exploradores reconocen a un grupo de colegas. "Están haciendo lo mismo. Los tenemos vistos de otros recorridos", explica Micaela y los dos alzan las manos para saludar. Llegamos a uno de los últimos pisos de lo que parecería ser la "administración". Hay archiveros todavía con papeles, algunos escritorios y hojas de libros contables desparramadas por el piso. Por las ventanas se alcanza a ver la estructura del frente: una torre de ladrillos macizos y al lado, de la misma estatura, un esqueleto vacío de vigas que se camufla con el celeste del cielo.
El cierre definitivo de la empresa, entrada la década del 70, condenó también al barrio, aislado de otros cordones industriales. Muchos obreros salieron en busca de nuevos empleos. Hoy el lugar luce como una promesa que no fue. Las calles son de tierra y apenas se ven algunas personas caminando. Las reglas de Urbex prohíben nombrar la ubicación exacta de la fábrica, pero pareciera que también le conviene a este pueblo.
Emprendemos la salida y les pregunto a los exploradores sobre sus proyectos en adelante, qué lugares tienen pensado visitar o adónde les gustaría ir.
–Queremos hacer un diario de Urbex. Viajar por todo el país documentando la mayor cantidad de lugares que podamos. El objetivo siempre es conocer nuevas exploraciones.
Cuenta Lucas, mientras el sol del atardecer forma una penumbra suave sobre los fierros calientes de la fábrica. "De noche no podemos hacer esto. No se aprecia y es peligroso. Mirá por última vez", me dice, y es cuando estas ruinas de zinc se tiñen de un anaranjado estival, borrando todo el óxido que generan 40 años de abandono.
Facundo Lo Duca
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