La historia de Carlos Tapia y Gabriela Fernandez tiene caminos, huellas, desvíos y giros; y tiene una casa de barro, no como final feliz sino como el inicio de una nueva etapa más introspectiva y natural
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Es difícil determinar cuándo surgió la idea. La bioconstrucción era una palabra que les resonaba pero la conformación del plan se compone de muchas aristas. Tal vez se originó cuando Gabi fue a visitar la laguna de Lobos y quedó enamorada del paisaje y la calma, tanto que pensó en la posibilidad de comprar un terreno ahí, en un barrio sin veredas ni tráfico, pero con zorros, liebres y lagartos. O tal vez incidió el hecho de que Carlos, hasta los diez años, haya vivido en un pueblo chico y todavía guarde en algún lugar de su memoria el sonido de las hojas que arrastra el viento. “O fue el destino que lo dispuso así”, confía Carlos.
Desde su nuevo hogar cuenta que los cambios no se miden en dinero sino en tiempo, y que el tiempo es una inversión, nunca un gasto. Ahora lo aprovecha de otra manera. Dejar su casa anterior, que había sido una fábrica y tenía un fondo enorme fue un salto de fe. Mudarse de Caseros implicaba dejar plantas y árboles frutales, encontrar un nuevo dueño que, con suerte, quisiera conservarlas. También significaba abandonar algunos hábitos y comodidades, la vida nocturna de la ciudad y acostumbrarse a viajar durante una hora y media cada vez que tuvieran que ir a Capital.
“De todas las casas previas que habitamos y vivimos, esta es la más eficiente”, dice Carlos, que ahora sabe acerca de la importancia de la orientación, de tener en cuenta las características de la zona, la humedad, la altura de los árboles. Que conoce los beneficios del baño seco y, además, reconoce: “Tiene un poquito más de aislación sonora. La estética cambió y al tacto también es muy distinta”. Todo ese saber es parte de “La casa de barro” el libro de Jorge Belanko y Pamela Natán, en el que hablan de las distintas opciones para construirla, por ejemplo, cómo se utiliza la técnica de la quincha para armar paredes firmes. Una obra que sistematiza una cantidad de años de experiencias que vivió el autor y demuestran los beneficios de la construcción natural, que suele ser fresca en verano, y que retiene el calor durante el invierno. Una guía para ambos.
Sin cursos ni capacitaciones, un duro principio
Pero, además de la teoría, Gabi y Carlos no tenían demasiada experiencia en el tema, no habían hecho cursos ni capacitaciones. Sí, habían visto algunos videos y participado de una minga para el revoque de una choza de estilo africano. Minga, proviene del quechua, minka, y se le llama a una “reunión de amigos y vecinos para hacer algún trabajo gratuito en común”. En los pueblos andinos aún es común y persiste no solo en las casas sino en las prácticas agrícolas. También habían visitado dos casas de barro, una de un arquitecto y otra de un constructor. “Esas dos casas nos llamaron mucho mucho la atención porque no solamente nos explicaron, lo sentimos un poco, ¿viste? Inclusive en la del constructor, por ejemplo, el techo vivo nacía en el piso, es decir, que accedías al techo caminando por el piso”.
Al principio fue duro. Con un diseño creado por ellos, que se iba modificando en la práctica, contrataron a un constructor y viajaban los fines de semana. Había que limpiar el terreno, talar árboles, tomar decisiones. Después ya eligieron quedarse en la semana, armaron una habitación provisoria y le dedicaron casi toda la energía a la construcción.
Tuvieron que poner más refuerzos para sostener la estructura. Se involucraron física, emocional y mentalmente, con la experiencia en movimiento. Convivieron con un grupo de obreros que trabajaba con sus propios ritmos y costumbres. Y a mitad de obra el constructor desapareció y ahí arrancó otra etapa, un aprendizaje crudo como el invierno descampado, de doce horas de trabajo diarios. Sobrevivieron, fortalecidos. A dos años de aquel primer paso, aún el proceso no terminó y es probable que nunca termine: la casa respira.
Manos a la obra: cómo se construye una casa de barro
Durante ese período hubo tres jornadas de minga con amigos del albergue de semillas en el que participaban. Dos completas de meter las manos en el barro y rellenar las paredes con la mezcla compuesta por barro, bosta y paja. Entre charlas y risas la pisotearon en una pileta hasta perder cualquier atisbo de repulsión y transformarse en un juego. No faltaron las cenas abundantes y las reflexiones alrededor del fogón. Se agregó un día dedicado al techo vivo. También tuvieron la oportunidad de construir con Pablo Kulbaba, Martín Pereyra la estufa danesa HACONO que significa “Haciendo con Otros”, que tiene la capacidad de mantener el calor que con otros sistemas expulsan al exterior.
Aislación térmica, doble vidrio hermético, ventilación cruzada, aleros ubicados en función del movimiento del sol según el calendario biodinámico, y un termotanque solar bien alto para que no lo alcance la sombra: la verdadera casa inteligente. Aun así, habitan las contradicciones tan humanas como la historia de nuestra evolución. Su intención fue desde un inicio, intervenir lo menos posible para no borrar las huellas de lo que tanto les había gustado de ese lugar. “No es lo mismo, dice Carlos, trasladar la forma de vida que llevaban en Buenos Aires, como lo hace mucha gente que llega los fines de semana para encerrarse con las mismas comodidades de siempre, la pileta, la música alta y el césped cortito. En un paisaje así, el zorro ya no puede transitar, ni se acerca el colibrí, o la mariposa”.
La intención de ellos siempre fue tratar de aprender del entorno, aun cuando fuera inevitable su transformación. En lugar de plantas exóticas, sembraron nativas, frutales y flores. Y si bien llevaron a Catalina, su perra, trataron de educarla y dejarla adentro por la noche para que no espantara a los zorros. “También pasa que hay ahora mucha siembra. Entonces viene la liebre, por ejemplo, entre medio de todos los frutales. Eso me da cierta alegría porque es como una intervención, pero teniendo en cuenta esto que está acá”.
En medio de la oscuridad se pueden ver bichitos de luz, se escuchan insectos, sonidos de ruta muy lejos. “Lo que ilumina la luna son los contornos”, cuenta Carlos, que disfruta de la oscuridad. “Yo miro el cielo y veo estrellas, en Buenos Aires no las veía, y no son detalles menores”. Cuando Gabi se va a trabajar, él no interactúa con otras personas pero tampoco se siente solo; el mundo toma otro protagonismo cuando le presta atención. “Imagínate que acá hay araucarias que tienen, no sé, metros, que están llenas de hojas, entonces cuando hay viento, parece que estuvieras en el mar, es un sonido increíble”. Ni hablar de la sinfonía de pájaros. “Todo el reino animal, vegetal y mineral que hay acá, te interpela mucho más que allá. Allá hay más ruido, acá hay más sonidos. No sé si es vivir mejor. Porque vayas donde vayas, te vas a llevar a vos”.
Antes y después: la naturaleza y un ACV que lo cambió todo
Es difícil encontrar un lugar natural en donde no existan conflictos vinculados a nuestro modelo de producción y consumo, Lobos no es la excepción. Por eso habitantes de la zona se unieron para protestar en contra de la contaminación del agua y el uso de químicos, a través del grupo Lobos sin agrotóxicos. “Estamos rodeados del campo, vas al pueblo acá cerquita, que se llama Salvador María y ves que entra el mosquito (maquinaria) que vino de fumigar, también que se da acá que mucha gente sigue usando matayuyos, es algo que nos atraviesa por completo”.
Músico de conservatorio y por vocación, durante muchos años Carlos también fue sonidista en un centro cultural que pertenecía al gobierno de la ciudad, en Barracas. Se encargaba de la consola pero también del contacto con los artistas y los instrumentos. Pero un ACV, que dice que llegó para mostrarle el desequilibrio energético que sufría, lo dejó fuera de juego durante casi un año. Primero internado y después en rehabilitación, su compañera de vida se encargó de ayudarlo a recuperar parte de la memoria borrada.
Al volver a su trabajo, eligió bajar de escalafón y se dedicó al mantenimiento del parque del centro cultural, gracias a eso tiene la oportunidad de encargarse de las plantas y continuar con el vínculo vegetal del que se considera un aprendiz eterno. Tras el esfuerzo que implicó el cambio, la intención es trabajar un poco menos con el físico y más con la mente. “Y contemplar más. No tengo fecha de vencimiento o, mejor dicho, tengo fecha de vencimiento y no la sé”.
Hoy los gastos se redujeron. La aspiración es vivir mejor con menos, y la huerta -aun sin demasiado diseño-, contribuye con el alimento diario. Incluso semillas antiguas que sembró como prueba, crecieron todas. Sandía, melón, girasol. Plantas de guayaba que estaban en macetas y ahora dan frutos como una bendición. Las plantas nativas que tienen una relación directa con la fauna local, atraen más insectos y animales. Entonces, asegura que cambia el paisaje y el pensamiento. Dentro del “quilombo” aparece un un freno emocional, en el que se ubica como espectador.
Cuando vos trabajás mucho tiempo en el reino vegetal queda algo en la psique, en tu pensamiento, de que vos sos la causa. Y no es así. Vos sos parte de una causa que es mucho más grande. O sea, yo puedo estar germinando, haciendo traspaso de maceta, regando muchísimas horas, pero son muchas más las horas que el sol le da energía a esas plantas, que la lluvia les da agua, que los microorganismos están ahí, los polinizadores. Entonces eso tiene que tener un respeto, y te interpela y te reubica. Te reubica y sos parte de algo. Y acá es muy visible, por lo menos para mí, eso.
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