Stéphane Brizé presenta Une vie, una adaptación a la pantalla grande de la célebre novela del francés Guy de Maupassant, escrita y ambientada en el siglo XIX.
Por Leonardo M. D’Espósito
Probablemente el siglo XIX haya sido aquel en el que la novela –incluso la fantástica– alcanzó su cumbre como mímesis de la realidad. En Francia, el arco es infinito y, siendo un poco arbitrarios, podemos llevarlo de Stendhal a Zola, y entre esas dos fronteras aparecen Balzac, Flaubert y Maupassant. Estos dos últimos son interesantes: el segundo consideraba al primero su modelo y maestro, aunque fue bastante más prolífico que el maniático corrector de Las tentaciones de San Antonio. Esta relación es notable en Bel Ami, donde la historia del arribista tiene los ecos de La educación sentimental (y ya que estamos, en La educación... se lee el recuerdo de Rojo y Negro). Y también en una de las novelas más tristes y despiadadas de aquel siglo, Una vida, que invierte todas las relaciones de Madame Bovary: aquí hay una mujer traicionada dos veces por un hombre, en lugar de un hombre doblemente traicionado por su esposa. Es una novela sobre la paciencia, la injusticia y el absurdo entramado invisible que fuerza nuestras decisiones. Hoy es rara su lectura: podemos verla como una reivindicación de la mujer y un acto acusatorio hacia el hombre, pero Maupassant era tan irónico como su maestro, y puebla la historia con varias otras mujeres que no son precisamente trigo limpio. Para seguir en este derrotero literario, la Jeanne de Maupassant tiene la paciencia y la melancolía férrea de la protagonista de Un corazón simple, quizás el relato más perfecto de Flaubert.
Uno de los mayores cineastas de la Nouvelle Vague –y teórico del cine– fue Alexandre Astruc. Astruc realizó una genial adaptación de esta novela con el protagónico de María Schell en 1958, un film lleno de color y melodrama que explotaba los vasos comunicantes con Madame Bovary. Una pena: esa película apenas se ha visto y es difícil que algún cinéfilo actual la recuerde. El realizador Stéphane Brizé, de quien vimos en Argentina El precio de un hombre, tomó el desafío de adaptar esta gran novela a la pantalla. El resultado es algo mucho más extraño y ajeno al cine de miriñaques que –cada vez menos, digamos todo– suele estrenarse. Une vie, film belga, no traiciona ni a los personajes ni la trama de la novela original. Pero en lugar de narrarla siguiendo el hilo temporal del texto –finalmente un relato clásico, que va hacia delante con pocas digresiones–, altera esta estructura para poder orientar la cámara hacia los pequeños gestos, hacia aquello que el texto no puede decir. Va un poco más allá: utiliza lo que se suele llamar “formato académico”, es decir, una pantalla cuadrada, similar a la de los viejos televisores, que fue el estándar hasta la década del 50 para casi todo el cine. Ese formato le permite acercarse mucho a sus personajes o recortarlos creando una tensión: el espectador se pregunta qué es lo que el marco no permite que veamos. Ante la costumbre que tenemos de ver un cine “rectangular”, cada vez más abierto y lleno de detalles, no es poco interesante que Brizé nos obligue a preguntarnos cuáles son las fuerzas que, invisibles, obligan a la protagonista a permanecer en un lugar peligroso. Es obvio que estas fuerzas son las de la Iglesia, las del Estado y las de las costumbres, sobre todo la del dinero. Es obvio, también, que en las circunstancias de su época, estas fuerzas solo pueden desatar la tragedia.
No es fácil hacer una lectura de un gran escritor y hallar una manera de transformar sus libros en un film. Se puede hacer de modo servil, copiando la novela. Pero siempre que se realiza una adaptación, lo que importa es justamente la lectura del director. Qué lee y qué ve en esa obra. Toda adaptación, en ese sentido, es infiel a la letra, pero también –incluso en las “lecturas erróneas”, como diría Bloom– una manera de conocer a quien lee. Brizé, que hasta aquí se ha mostrado como un director competente, parece haber comprendido en qué consiste ser artista para el cine: en tomar el material (el mundo real, la fantasía, un libro, una idea) y modelar algo propio. De allí que en esta película el vestuario de época no esté “subrayado”, ni se busque el espectáculo del “mirá qué lindo cómo decoraban esa porcelana”, porque lo que importa es lo universal, lo que trasciende épocas y lugares. Y la gran herramienta para ello es Judith Chemla, una actriz sutil, capaz de expresar el dolor y la decepción con lo mínimo y, aun así, provocar una emoción fuerte. La intérprete y el director parecen decir que el cine es, también, toda una vida.
Monsieur Brizé
LA NACIONStéphane Brizé se recibió de técnico electrónico, lo que lo llevó a trabajar en televisión. Pero el cablerío de la pantalla chica le permitió descubrir una cierta vocación por lo audiovisual, y empezó a trabajar por esos pagos. Su ópera prima, Le bleu des villes, fue un soplo de aire fresco en el circuito de festivales en 1999. Su segunda obra, No estoy para que me amen (2005), obtuvo premios en varios certámenes y colocó al director en el mapa. Se consagraría con la adaptación de Un affaire d'amour (2009), Algunas horas de primavera (2012) y El precio de un hombre (2015), las últimas tres en íntima colaboración con un actor impresionante como Vincent Lindon, casi su fetiche.
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