No dejaremos de explorar y al final llegaremos al lugar desde el que salimos y lo conoceremos por primera vez. ––T. S. Eliot
Está esta historia:
Había una vez un hombre megalómano. Era francés. Era paisajista y decorador. Había nacido en Le Mans en 1866 con el nombre de Maurice Talvande, pero en cierto momento le convino llamarse Conde de Mauny. Como todo megalómano, tenía una fijación: encontrar la isla más bonita del globo para amoldarla a sus deseos. En 1912 desembarcó en Sri Lanka invitado por un magnate del té, presumiblemente el escocés Thomas Lipton, toda una celebridad de aquella época.
Ya instalado en Colombo, un buen día Mauny recaló en la bahía de Weligama, al sur de la capital, y divisó Galduwa, un islote rocoso al que se accedía a pie cuando bajaba la marea y que servía de basurero para las cobras que los nativos, por cuestiones religiosas, no podían matar.
En 1925 pagó 250 rupias por esa propiedad de una hectárea situada en el Océano Índico. La bautizó Taprobane, tal como hizo el geógrafo de Alejandro Magno con Sri Lanka, nación de raigambre budista apenas unida a India por el Puente de Adán y a la que los árabes denominaron Serendib, raíz de serendipia. Fue tan nombrada y renombrada, que se la conoció como "la isla de los mil nombres", entre los que se cuentan Ceilán, Sielen Diva, Tenerism, Salike, Lakdiva, Simundu, Heladiva, Sinhale, Lakbima, Selon, Zeloan, Ranapida, Tilaan, Salabha, y un largo y bello etcétera.
El Conde vivió en el islote hasta su muerte, en 1941, fabricando muebles, embuchando frutas exóticas, traficando atardeceres. En su libro Los jardines de Taprobane cuenta cómo erigió una casa octogonal, verde, sin paredes, con una vista de 360 grados en medio de un edén tropical de palmeras, flores y pájaros. A quienes lo tildaban de loco les contestaba: "Por supuesto, si dar forma a la propia vida y amarla es una locura".
Uno de sus tantos invitados fue el socialité David Herbert, que vivió medio siglo en Tánger dando fiestas inolvidables. En una de esas parrandas, la "reina de Tánger" –apodo de Ian Fleming– le mostró a Paul Bowles fotos de Taprobane, que venía de ser comprada por Jinadasa, un empresario del caucho que también criaba caballos de carrera.
Están estas otras historias:
Había una vez dos escritores ingleses que fueron marcados a fuego por Sri Lanka.
El primero, Leonard Woolf, llegó en 1904 para trabajar como cadete en el Servicio Civil, primero en Jaffna, al Norte, y luego en Kandy, al Sur, donde se convirtió en administrador del distrito de Hambantota. Recuerden los nombres, no sólo suenan bien sino que además son claves en esta historia, y en las sucesivas. Woolf volvió a Inglaterra en 1911, le dio su apellido a Virginia, pasó a integrar las huestes del Círculo de Bloomsbury y publicó La aldea en la jungla, la primera de sus dos novelas, un fermento de los avatares esrilanqueses.
Paul Theroux, otro inveterado trotamundos inglés, escribió en Tren fantasma a la Estrella de Oriente: "Hambantota fue el último destino de Leonard Woolf, que había sido agente colonial británico en la ciudad y objeto de un insólito libro, de esos que siguen las huellas de alguien: Woolf in Ceylon". Para luego hablar de su propia estancia en Sri Lanka: "Tiene el mismo encanto que cualquier isla del Pacífico Sur, la sensación de que el mundo está en otra parte". En el extraño palimpsesto que son los viajes, y más aun los libros de viajes, Theroux transcribe un fragmento de una carta que Bowles le mandó a Gore Vidal desde su paraíso privado: "Las posibilidades de llevar una vida de felicidad son mayores aquí que en cualquier otro sitio que conozca".
En sus memorias, Woolf cuenta cómo aprendió el cingalés y el tamil, cómo perdió la virginidad con una prostituta, cómo empolló su antiimperialismo, cómo se encargó de mejorar la vida de los habitantes, cómo luchó contra la ictericia que sacudía al ganado, cómo combatió el tráfico de opio. Sin embargo, en una carta le confió a Lytton Strachey, otro eminente victoriano a quien le confesaba absolutamente todo (por caso: "andar a caballo en la selva es un placer superior a la copulación"), que llegó a ponerse una pistola en la cabeza con intenciones de suicidarse.
Al volver a Londres criticó la tiranía de su país, "la forma paternalista, déspota y cruel con que gobernaba la isla". Además, según narra Christopher Ondaatje –canadiense nacido en ¡Kandy! y hermano mayor de Michael, con quien vacacionaron de niños en la idílica Taprobane– en el insólito libro que mencionaba Theroux, el marido de Virginia revolucionó el método de cosecha de la sal al introducir un sistema de pagos justo.
El segundo de los ingleses es Arthur C. Clarke, nacido en Somerset y muerto en Colombo noventa años después, y cuyo apellido portan una órbita geoestacionaria, un asteroide y un dinosaurio ceratopsiano. La mente detrás de 2001: odisea del espacio se aquerenció en Sri Lanka cuando Bowles la borró de su mapa. La definió así: "Es India, pero sin el lío". Llegó para escribir un libro sobre buceo y fue enterrado ahí.
Su novela Las fuentes del paraíso transcurre en Taprobane, el lugar más idóneo para construir un ascensor espacial de 36.000 kilómetros de altura. En el prólogo, ACC dilucida: "El país al que he llamado Taprobane no existe, pero coincide en un noventa por ciento con Ceilán. […] En la actualidad se suele pronunciar el nombre Taprobane como Taprobein, pero la pronunciación clásica correcta es Tapróbani, como bien lo sabía Milton, por supuesto: ‘Desde la India y la dorada Chersoness / Y sobre todo la isla hindú de Taprobane…’ (El Paraíso Recobrado, Libro IV). Allí se refiere a los ‘desaforados crepúsculos’. Y una de esas aplicaciones, para bien o para mal, hará de su tranquila isla el centro del mundo. Gracias a este filamento, Taprobane será el umbral por el que entraremos a todos los planetas. Y un día, tal vez, a las estrellas".
Tengo la sensación de que los locos y los visionarios –todo junco necesita su juncal– fagocitan su vida usando la técnica de los perdigonazos, concentración expandida: disparan al aire mil veces con ciego entusiasmo hasta que de pronto Charley, el pointer inmarcesible, abandona la codorniz a los pies del amo.
Está esta historia, una más:
Había una vez un poeta chileno que quería ganar el premio Nobel. Décadas antes de lograr su cometido, vivió en Sri Lanka. Fue entre enero de 1929 y junio de 1930, cuando era un diplomático veinteañero ninguneado por su país (un país fanático del té, lo que explica sus bizarras presencias consulares en Asia). Los habitantes de Colombo lo conocían como Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basualto, el nombre que figuraba en su pasaporte chileno, y no como Pablo Neruda, su seudónimo.
La isla venía padeciendo siglos de colonialismo europeo: Portugal (1505-1638), Holanda (1638-1795) e Inglaterra (1796-1948). El poeta se instaló en un bungalow en los suburbios de la capital, donde llevó una discreta existencia de barrio sólo alterada por los baños marinos de los elefantes, la faena de los pescadores, sus dos mascotas –el perro Kuthaka, que lo salvó de que lo atropellara un tren, y la mangosta Kiria, que comía en su mesa y dormía con él en un catre de campaña–, algún coco que caía despistado de su cocotero y la visita paranoide de Josie Bliss, su "torrencial" amante birmana. "Ha sido la época más solitaria de mi vida", escribió en Confieso que he vivido, y también, acaso por haber terminado allí su poemario Residencia en la tierra, "la más luminosa, como si un relámpago de fulgor extraordinario se hubiera detenido en mi ventana para iluminar mi destino por dentro y por fuera".
A veces me pregunto para qué –esa es, me han dicho, la verdadera pregunta del psicoanálisis: las preguntas me interesan cada vez más, el psicoanálisis cada vez menos– cuento todo esto. No se trata únicamente del interés por la vida que llevan los escritores, algunos admirados y otros no, sino también de hallar en las historias, con obcecación, el uróboro que tensa la cuerda del principio con la cuerda del final volviéndola una sola, carbón y llama, inmortalidad.
En el caso de Neruda, quizá valga la pena referir que conoció en un sarao al Conde de Mauny, al que describió como un "falso noble francés" en oposición a otro "snob notable", un polaco "sinvergüenza" del que se hizo amigo y al que acompañó en las excavaciones de dos sitios históricos de Sri Lanka: Anuradhapura y Polonnaruwa.
Así como cayeron sospechas de pederastia sobre Clarke, recientemente se exhumaron unas líneas polémicas que el chileno consignó en su libro de memorias, publicado en 1974, el año de su muerte: "Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. […] El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia".
Otra historia:
Había una vez un hombre nacido en el barrio neoyorquino de Queens en 1910. Era hijo único de un dentista maniático que le hacía masticar cuarenta veces cada bocado y de una madre aterrada que le leía cuentos. Era un fanático del canto gregoriano y de T. S. Eliot, de Stravinsky y del surrealismo. Era un pianista aficionado que dejó la universidad y viajó a París, donde se hizo amigo de Tristan Tzara, y alumno y amante de Aaron Copland, el apóstol de los compositores estadounidenses y la segunda persona más importante de su biografía después de Jane "Jenny" Auer, con quien se casó en 1938.
Fue y vino entre el mundo y Nueva York, fue y vino entre la música para el teatro y la música para el cine, hasta que se afincó en Tánger y se dedicó, harto de trabajar para otros, a la literatura. En una crónica recopilada en Días y viajes con el título "La islita" explicó que dos tipos de paisajes lo estimulaban: el desierto y la selva tropical. "Estos dos extremos de la naturaleza son capaces de ponerme en un estado parecido a la euforia", tradujo su amigo, el guatemalteco Rey Rosa.
En ese mismo artículo, uno de los tantos, tantísimos que firmó para ganarse la vida, cuenta, como buen nómada que precisa una guarida para tocar base y volver a partir, que compró una casa en África del Norte para estar cerca del desierto. Con los años se percató de que extrañaba la selva. Dudó entre Tailandia y Sri Lanka, pero las fotos de Herbert –¿se acuerdan?– lo inclinaron por Taprobane, donde encontraría "vegetación exuberante y el placer de entrar en contacto con una cultura poco familiar".
En un primer viaje quedó flechado con el islote, que no estaba a la venta: lo vio desde el tren. Durante un segundo viaje se hospedó en un hotelito situado enfrente. Una mañana cruzó la calle, se metió en el mar "caliente como la sangre" y caminó con el agua por la cintura hasta llegar al pantalán de la finca. La recorrió gracias a un hombre que se la mostró por una rupia. Una vez más quedó flechado, y una vez más supo que el dueño no pensaba venderla. Entusiasmado por los olores y colores de la propiedad, dejó Sri Lanka con la espina clavada de una quimera. Seis meses más tarde, en Madrid, recibió un telegrama: Jinadasa había tenido mala fortuna con un caballo y precisaba efectivo. Giró el dinero en el acto –cinco mil libras esterlinas en 1951 serían unas cien mil hoy– y Taprobane fue suya.
Hipnotizado, le transmitió la noticia a Jenny, quien, llorando, lo tildó de loco. Él podría haber contestado "por supuesto, si dar forma a la propia vida y amarla es una locura", pero calló. Ella preguntó cómo se llegaba y su marido relató el periplo: en barco desde Amberes por el Mediterráneo, el Mar Rojo y el Océano Índico hasta Colombo y, desde ahí, a saber cuántos días después, un tren hacia el pueblo pesquero de Weligama. No por nada la palabra inglesa travel viene del francés travail, que deriva del latín tripalium, un instrumento de tortura formado por tres palos. Viajar fue hasta hace poco, y a veces lo sigue siendo, una tarea sufrida. Lo narra Osborne al inicio del fenomenal El turista desnudo. El remate de Paul: "Ya en la isla, no hay nada entre uno y el Polo Sur".
Ella juró que jamás iría, pero en 1954 se desdijo y puso los pies en la casa, autosustentable en huevos, orquídeas y langostas. Llegó acompañada de dos marroquíes: un supuesto amante de Paul y su chofer amigo. La estadía duró dos meses. El calor infernal y los murciélagos gigantes, sumado a su alcoholismo y sus frecuentes bloqueos a la hora de escribir, la eyectaron.
El "exiliado enigmático difícil de impresionar", como llama Theroux a Bowles, vivió en Taprobane entre Navidad y junio durante siete años. Convivió con distintos sirvientes, comió curry a rabiar, escribió dos novelas –Déjala que caiga y La casa de la araña–, veneró la escalofriante danza de los diablos, acogió a personalidades como la mecenas Peggy Guggenheim, abrió las puertas a turistas curiosos, se deleitó con la melodía de las olas, cerró las puertas a turistas curiosos, reconoció la labor de cuervos en su lucha contra murciélagos e incluso soportó rumores comunistas que lo acusaban de espía. Empezó a hartarse cuando sintió que podían expropiarle la finca y convertirla en monumento nacional.
La vendió y el estado esrilanqués le confiscó el dinero. "No siempre se puede ganar, pero siempre se puede recordar", escribió.
Y está finalmente esta historia, que es mi humilde historia:
Con un salto me apeé del sofocado Ashok Leyland frente a Taprobane luego de los bamboleos de costumbre: un baile o una pantomima, depende. Raros serían en Sri Lanka buses mansos y silenciosos, buses seguros y discretos. Impávidos ante el monólogo de bocinas, los probables choques frontales y un calor de invernadero, el conductor kamikaze y el boletero cómplice escupen por las ventanas restos rojizos de ese chicle tóxico hecho con hoja de betel, nuez de areca, tabaco, cal y especias.
Frente a la isla había hoteles, spas y restaurantes que trataban de seducir a los turistas con carteles mal escritos en inglés. Comparé la bahía de ahora con una foto de mitad de siglo y, salvo por un Marriott hediondo y prescindible, lo demás se veía casi igual. Palmeras curvándose sobre la arena, vendedores de coco afilando sus machetes a la vera de la atosigada ruta. Desde que llegué los perros parecían siempre el mismo, idéntico perro.
Me paré en línea recta frente a Taprobane sin expectativas, pero con esperanza; me sorprendió una nadadora que emergía del agua y se aferraba a las barandas del muelle, a unos cien metros de distancia de mí. Se sentó en los escalones y se quedó un rato descansando. Detrás de ella, la doble puerta blanca permanecía, como aquella que Kafka describía en "Ante la ley", cerrada.
Hasta acá llegó este hombre, pensé mientras la nadadora se acercaba caminando. Hasta este remoto lugar del planeta: a 14 mil kilómetros de su ciudad natal, a 9 mil kilómetros de su ciudad adoptiva. Hasta esta extraña isla que tiene el aspecto de un rodete incrustado en el mar con penachos verdes sobrevolados por cientos de cuervos. Los cuervos que no cesaban de bramar su bramido bramador.
La nadadora de piernas largas llegó a la orilla. Me llamó la atención una cangurera sumergible que llevaba atada a la cintura. Le pregunté qué hacía. Me contestó que había nadado alrededor de la isla. Le pregunté si conocía la historia. Me contestó que ella era la dueña. Silencio; risas cándidas; ojos escrutadores; silencio; risas cínicas. Que la vio desde un tuktuk, que quiso rodearla a nado, que no había descubierto mucho y que eso le interesaba.
Radmila, se llamaba. Venía de Moscú. Andaba mochileando sola por Asia. "Es como rodear una pregunta sin respuesta", le dije haciéndome el filósofo. Se rio. Las rusas tienen un gran sentido del humor. Conversábamos uno al lado del otro enfocando la casa. Notamos dos gruesos cables de electricidad que salían como lianas del corazón de Taprobane y se perdían, dibujando una parábola, en un baniano que teníamos sobre nuestras cabezas.
Está esta última historia, que no es mía pero que, en cierto modo, lo es:
Había una vez una niña rusa a la que su abuela le contaba que por los cables de la electricidad, a la noche, caminaban unos duendes que se metían en las casas y les dejaban chocolates a los niños que se portaban bien. Esa niña es hoy una viajera consuetudinaria de chuzas rosas que se encuentra con un aspirante a viajero consuetudinario de chuzas pelirrojas que está escribiendo, a la sazón, esta historia. Juntos observaban desde la orilla de una isla otra isla cuya historia estaba, a su vez, repleta de historias. Entonces ella dijo que se imaginaba siendo la dueña de la casa de la misteriosa isla de enfrente y viendo a esos duendes caminar por los cables eléctricos y entrar por la ventana, a la madrugada, para regalarle chocolates.
La viajera se esfumó y yo quedé ahí estacado, inamovible. De pronto oí unos traquidos detrás de mí, en la copa de un baniano. Un traquido de ramas y hojas que se resolvió con dos monos que pegaron un salto, cayeron de pie como funámbulos sobre los gruesos cables de electricidad y empezaron a caminar hacia la casa.