Una reserva del cielo
Nació hace casi siete años en San Juan para garantizar que nuestro más importante observatorio astronómico goce de una atmósfera impoluta
El cielo reina desde siempre al sudoeste de San Juan. Centurias atrás, según el arte rupestre y las crónicas hispanas, los pueblos de las estribaciones cordilleranas reverenciaban al Sol, la Luna y el planeta Venus, que por esas latitudes refulge como diamante. Y hoy -sobre los faldeos occidentales de la sierra del Tontal, al otro lado del valle de Calingasta-, se alza una suerte de adoratorio moderno: el Centro Astronómico El Leoncito (Casleo), nuestra principal ventana al cosmos. Su telescopio es el cuarto del hemisferio austral, con más de 2 metros de diámetro y un peso de 40 toneladas. Alrededor de ochenta científicos de la Argentina y el extranjero lo usan cada año para escudriñar indiscretamente los confines de nuestra galaxia. A pocos kilómetros, mientras tanto, la Estación de Altura del Observatorio Félix Aguilar (que construyó en 1965 la Universidad de Yale y administra la de San Juan) se ocupa de estudiar el derrotero de las estrellas.
La doble elección no resultó casual. El Leoncito reúne condiciones astronómicas casi ideales: uno de los cielos más puros y tranquilos del orbe, trescientas noches despejadas por año, poco viento y bajísima humedad. Además, tiene dos ciudades de apoyo (San Juan y Mendoza) a tiro de automóvil. Y está 2552 metros más cerca de los astros que la superficie del mar. Garantizar el goce a perpetuidad de este tesoro fue una de las preocupaciones centrales de la Secretaría de Ciencia y Técnica de la Nación, propietaria del Casleo. No se contentó con adquirir una enorme porción de desierto para librar eternamente al observatorio de perturbadoras vecindades (ciudades, industrias, destilerías, etcétera). También logró que la provincia promulgase en 1989 una inédita ley de protección del cielo y que Barreal, la comuna más cercana, adoptase una iluminación no contaminante. Ni siquiera los vehículos se libraron de regulaciones: en cercanías del observatorio deben apagar los faros.
Pero no bastó. El desmanejo ganadero puso en jaque la diafanidad local, al propiciar la destrucción del tapiz vegetal y la consecuente voladura de suelos. Para proteger el cielo se imponía proteger el ecosistema terrestre. Y de eso los astrónomos sabían poco y nada. No extraña que recibieran con agrado la idea de confiar las 76.000 hectáreas del Casleo a la Administración de Parques Nacionales (APN). Así nació, en enero de 1994, la Reserva Natural Estricta El Leoncito.
La prioridad fue revertir los procesos erosivos. Por un lado, se erradicaron las vacas y se cerraron los pasos ganaderos con alambre, para asegurar que no vuelvan a meter el hocico. Y, por el otro, se redujo en más de un 90 por ciento el tránsito de motos todoterreno a través del área -que causaba un fuerte impacto ambiental-, gracias a una intensa campaña de educación. Ahora la flora está en franca recuperación y, por fin, el cielo puede respirar tranquilo.
La ganancia del Sistema Nacional de Areas Naturales Protegidas no fue menor. El Leoncito sumó a su catálogo muestras de tres ecorregiones pobremente representadas: la del Monte -máxima expresión del desierto en territorio nacional-, la Puneña y la Altoandina. El patrimonio de la reserva incluye especies exclusivas (tres lagartijas, una decena de arbustos de alta montaña) y otras seriamente comprometidas, como el retamo y el ñandú petizo o suri cordillerano, amén de guanacos, cóndores, zorros colorados, pumas, chinchillones y tuco-tucos. Entre las jarillas del valle y los coirones de las alturas, la franja serrana también guarda lugar para tres yacimientos paleontológicos, un tramo del célebre Camino del Inca y el casco histórico de la Estancia El Leoncito. Entre sus paredes de adobe, dicen, el general San Martín ultimó los detalles de la epopeya cordillerana. El rancho, además, fue hito en la ruta de los múltiples exilios trasandinos de Domingo Faustino Sarmiento. La APN está empeñada en salvarlo del deterioro y el olvido.
El Leoncito no está solo. Del otro lado del valle de Calingasta, al pie de la cordillera de Ansilta, se extienden las 23.500 hectáreas del Refugio de Vida Silvestre Los Morrillos. Arrancó en agosto de 1993, fruto de un convenio entre la Fundación Vida Silvestre Argentina (FVSA) y la firma propietaria (Ansilta SA, de Esteban J. Nougués). Escuda una naturaleza semejante a la de la reserva natural estricta. Pero tiene algunos ingredientes especiales.
Cerca de su límite austral, al fondo del cañadón que abrió el arroyo Fiero, prospera la única especie que forma comunidades boscosas en los Andes áridos: el chacay. Las vegas del refugio -verdaderos oasis para la fauna- convocan a una multitud de guanacos, suris, comesebos, agachonas y camineras.
Confiados chinchillones se asolean sobre sus roquedales. Y en las grutas del cerro Morrillo Chato asoma una punta de nuestros orígenes.
De hecho, los materiales exhumados allí por el profesor Mariano Gambier, de la Universidad Nacional de San Juan, han permitido reconstruir una significativa lonja de la prehistoria sanjuanina. La presencia humana en Morrillos arranca unos 8500 años atrás con grupos de cazadores trashumantes, que perseguían principalmente al guanaco y fabricaban toscas herramientas de piedra. Cinco siglos después, llegaron desde el sur los cazadores Morrillos con una novedosa arma entre manos: la estólica o lanza dardos. Las cavidades del Morrillo Chato fueron su hogar por milenios, hasta que condiciones ambientales más rigurosas, una disminución de sus presas o la presión de otros pueblos los impulsaron a mudarse. Su lugar fue ocupado, hacia el 1700 a.C., por los portadores de la cultura ansilta, que provenían de sur de Perú e introdujeron en la región una agricultura de carácter incipiente. Habitaban caseríos dispersos -a veces, de casas semisubterráneas- y reservaban las cavernas para fines ceremoniales y funerarios.
A ellos debemos las curiosas momias de adultos y párvulos (sacrificaban niños en tiempos de escasez, como medida de supervivencia) que exhibe el Museo Arqueológico de La Laja, en las afueras de la ciudad de San Juan. También las pinturas rupestres de Morrillos.
Una de ellas, según el Gambier, representa con caracteres antropomorfos a una trilogía astronómica adorada por los indígenas comarcanos: el Sol, la Luna y Venus, en proximidades del solsticio de invierno.
Nougués y la FVSA apostaron al ecoturismo para financiar el manejo del refugio y solucionar sus problemas de conservación (ganado intruso, caza furtiva, depredación arqueológica, etcétera). En tal sentido, Los Morrillos cuenta con una cabaña para doce personas -abastecida de energía por paneles solares-, caminos interiores y un operador turístico basado en Barreal (Ramón Ossa). Se puede alcanzar sus escenarios más cautivantes en un vehículo 4x4, a caballo o caminando, siempre en compañía de un guía especializado.
Acceder a El Alcázar -la tercer área protegida de la comarca- resulta más sencillo. Está a doscientos metros de la ruta provincial 412, unos kilómetros al norte de Barreal. Se trata de una formación rocosa burilada por la erosión hasta conferirle un aspecto que, con algo de imaginación y empeño, evoca al célebre Alcázar de Sevilla. Declarada por la provincia Monumento Natural en 1993, atesora encanto y una trágica leyenda. Cuenta que el cacique Amta Huazihul y la castellana Pilar de Ulloa, protagonistas de un amor prohibido, se arrojaron desde sus alturas para escapar a la persecución de los soldados españoles. Quizás el romántico antecedente abrió paso a una peculiar costumbre local: celebrar y festejar casamientos en El Alcázar.
Entre El Leoncito y Los Morrilllos (es decir, entre la precordillera y la cordillera frontal) surge un llano despojado y de perfecta horizontalidad. Es la célebre Pampa del Leoncito, uno de los mejores escenarios del mundo para la práctica del carrovelismo. Al impulso de sus continuos vientos, se disputan desde hace casi dos décadas las competencias nacionales de la especialidad y buena parte de las internacionales. En 1986, además, el sanjuanino Jaime de Lara obtuvo sobre su endurecida arcilla el récord mundial de velocidad en carro de vela (137 kilómetros horarios). Sin embargo, la gente recuerda más el lugar por haberse grabado allí los capítulos iniciales de El Sheik, la telenovela que protagonizaron hace unos años Araceli González y Gustavo Bermúdez. La experiencia también dejó marca en la zona: cientos de envases de agua mineral, esparcidos por el viento, atestiguaron durante meses la enorme sed del equipo de filmación y su escaso cuidado del paisaje.
El listado de atractivos regionales no se agota en la singular pampa. Hacia el sur, ya en Mendoza, aguarda el valle de Uspallata. Y rumbo al norte, acompañando la alegre marcha del río de los Patos, el valle de Calingasta continúa enhebrando maravillas.
Primero aparece el pueblo de Barreal, envuelto en la sombra azul de álamos y frutales. Luego desfilan la policromía triásica de Cerros Pintados, nuestro conocido Alcázar y los prolijos cultivos de Tamberías. Finalmente llega el turno de Calingasta -poblado de raigambre minera-, con su capilla jesuítica del siglo XVIII y su entorno de frondas y yacimientos de bentonita.
Más allá el camino corre en busca de las Termas de Pismanta. Pero no se apure. Todavía queda el espectáculo más estremecedor de la comarca: ese cielo cuajado de estrellas hacia cuyos misterios apunta, noche a noche, el telescopio de El Leoncito.
Para visitarlo
- Ubicación: sudoeste de San Juan.
- Superficie: 76.000 hectáreas.
- Fecha de creación: 13 de enero de 1994, por decreto nacional 046.
- Cómo llegar: desde la ciudad de Mendoza, por la ruta nacional 7 y provincial 39 (cerca de 200 km); el acceso desde la capital sanjuanina (rutas provinciales 12 y 412) está cerrado temporariamente, obligando a un rodeo que alarga el camino en demasía.
- Dónde alojarse y comer: en Barreal, a 34 kilómetros, hay un hotel, una excelente posada, cabañas, un camping y varios restaurantes.
- Temporada más propicia: otoño y primavera. No se cobra entrada.
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