A tono con los tiempos que corren, nuestro columnista recuerda su noche con Ivanka Trump.
Por Nicolás Artusi
La moza es rubia y de cara pálida pero después del traspié se vuelve transparente: excedida en lo servicial, cumple involuntariamente con una vieja rutina cómica (la del camarero que tropieza, arte modesto en el que nuestros Tandarica y Tristán dictaron cátedra) y vuelca el champagne de una copa sobre el vestido de la invitada. Es uno de esos momentos leves en que el tiempo parece detenerse y, en la suspensión del runrún, la cara de Ivanka muta de la sorpresa a la furia y, finalmente, advertida de las miradas que se posan sobre ella, a la ira contenida. La esperpéntica campaña presidencial de Donald Trump me recuerda la noche que pasé en Miami con su hija, empapada en espumante: como cualquier periodista asalariado, colado por unas horas en el lujo de las vidas ajenas. Es una fiesta de la que no puedo dar muchos detalles, solo que el selecto círculo de las personas muy importantes está integrado por Ivanka Trump, su madre Ivana, Faye Dunaway, Verónica Castro, su hermana idéntica… y yo: entre las luminarias, un ilustre desconocido que se pregunta qué cuernos hace ahí.
Siempre de movimientos gráciles, lo cual es una virtud que puede atribuirse a toda socialité que cumpla fielmente con su papel, Ivanka es el ícono de una sociedad obsesionada con la abundancia. “Orgullosa de ser Trump”, como se confiesa en el documental Born Rich, esta nacida rica ofrece el rostro más amable de la codicia agresiva de los varones de su familia: como modelo, ejecutiva, dueña de una marca de moda o jurado de El aprendiz a la que cuesta gritar “¡estás despedido!”, se propone como un ejemplo de lo lejos que pueden llegar las chicas emprendedoras (tener un padre multimillonario es una circunstancia que ayuda). En Miami, Ivanka se muestra accesible pero distante, con esa clase de suficiencia helada que tienen los muy lindos o muy ricos: más natural que su madre, a quien un rodete inmóvil corona como reina sin prosapia, se presta para el comentario trivial pero sin excesos de confianza. Unas pocas horas compartidas despiertan en mí la curiosidad por ella y, acaso buscando alguna aflicción secreta detrás de sus ojos castaños y tristones, leo lo que se escribe sobre la heredera: “Es alarmante ver a esta Ivanka, la Ivanka que conocemos, apoyando con entusiasmo una campaña que cuenta con la xenofobia, el racismo y la falta de civilidad como temas centrales”, dice la revista New York. Este noviembre, el mero orden natural (el hecho circunstancial de haber nacido mujer antes que otras hermanas) podría convertirse en título honorífico: si su padre gana las elecciones, la primera hija será La Primera Hija.
Pero el boca de urna aún queda muy lejos de esta fiesta. Bañada en champagne, Ivanka se esfuerza por congelar la sonrisa y minimizar el accidente (el vestido no se mancha) aunque otros tomarán por ella una cruel venganza: la moza rubia y de cara pálida, la única persona de este elenco delirante con la que puedo intercambiar un guiño cómplice, ya no aparece en toda la noche.
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