Una nena mala: no hay héroe sin villano
Era domingo a la mañana, yo tenía ocho o nueve años y estaba mirando El correcaminos un poco fastidiada porque no era mi dibujito preferido y otro poco porque ya sabía que todos los capítulos terminaban igual. El coyote armaba un plan pintoresco que incluía explosivos, caídas por un acantilado o un tren que salía de la nada para vencer a su contrincante, pero a pesar de sus esforzados intentos, el correcaminos –un bicho sin gracia que emitía un solo sonido exasperante y sin sentido, cuyo único mérito era ser veloz– siempre lograba escaparse hacia el final.
Ese día, sin embargo, el coyote se estaba esforzando más que nunca y por aburrimiento (éramos niños resignados sin Internet ni cable, que mirabamos lo que ponía al aire Alejandro Romay) me dejé llevar. Pensé que quizás esta vez, sólo esta vez, el coyote se salía con la suya y se lo comía con cuchillo y tenedor delante de mí. Esperé ansiosa la resolución pero al final, oh, sorpresa, se escapó de nuevo. Lo raro fue que empecé a sentir una angustia que me sorprendió. ¿Por qué de repente me interesaba el destino de ese bicho? ¿Qué me importaba si lo atrapaba o no? ¿Desde cuándo me gustaba ese dibujo tonto y aburrido? Sólo cuando bufé desilusionada, descubrí con horror que la razón de esa angustia era que yo quería que ganara el malo. Y me angustiaba porque sabía que en la tradición de los dibujos animados eso era imposible, pero también porque sabía que estaba mal. Si yo quería que ganaran los malos, era una persona oscura y perversa, no era como mis amigas ni como las maestras decían que había que ser. Era una nena mala.
Desde muy chica me gustan más los villanos que los protagonistas. Lo descubrí ese día, pero me venía pasando hacía mucho tiempo. Siempre preferí a Gargamel que al denso de Papá Pitufo, elegí a Nellie Oleson por encima de la simplona de Mary Ingalls, quise que Dorothy nunca lograra volver a casa y amé profundamente a todas las brujas de los cuentos, en especial a la de Blancanieves. No podía decirlo por culpa, por vergüenza, porque no lo admitía ni siquiera cuando estaba sola en mi casa, pero me resultaba incomprensible e inverosímil que un príncipe eligiera a Blancanieves. ¡La bruja hacía conjuros y tenía libros misteriosos, podía transformarse en otra persona, hablaba con cuervos de ojos profundos y plumaje espeso, tenía una cara angulosa que terminaba con una capa oscura y larga como el Nilo que salía por debajo de una corona espectacular! ¿Qué tenía Blancanieves de bueno? Era una pobretona con un peinadito de señora insufrible que usaba el mismo vestido colorinche todos los días y que se dedicaba a fregar de rodillas para siete enanos ruidosos y comilones a cambio de cama y comida. Hasta las hermanas de Cenicienta o la bruja de la La bella durmiente me resultaban mas interesantes que ellas dos. ¡Por favor! ¿Se supone que yo me identifique con una protagonista servil que se dejaba matonear por sus hermanas, que dormía en el piso por orden de una vieja y que usaba un vestido cosido por una rata de la cocina? ¿Cómo no iba a preferir a una bruja que podía poner a dormir a otra persona durante un siglo en vez de a una princesa remolona y aburrida que lo único que hacía era babear en una siesta eterna?
Saberlo no me alivió. Todo lo contrario. Sentía que dentro de mí había algo torcido y que a los demás no les pasaba lo mismo. Esperaba las comidas familiares para hacer preguntas engañosas sobre lo que significaba ser mala, buscando alguna explicación interesante que justificara mi obsesión, pero siempre recibía máximas maniqueas de sobrecito de azúcar y otras tonterías que me hacían rabiar o sentirme peor conmigo misma. Durante años miré de reojo los muñecos de villanos que traían las cajitas felices que nos compraban en McDonald's y estiré mi brazo entusiasta y falso para elegir la princesa en vez del que realmente quería para no quedar como una enferma mental. En los recreos me hacía la buena dejándoles los papeles protagonistas a mis amigas, pero en el fondo yo aceptaba ser Diana o Lidia de V: Invasión extraterrestre y no una heroína de la resistencia porque no quería ser una rubiecita en jeans. Quería ser una extraterrestre que se transformaba en lagarto, que se vestía de rojo furioso y andaba todo el día de gafas negras, comiendo ratones blancos y manejando una nave espacial.
Estaba tan atormentada que pasaba rápido las figuritas que tenían al malo de Frutillitas, una suerte de panadero tonto que ni siquiera daba miedo, para que no me empezara a gustar y unos años antes, cuando mi mamá me amenazaba con que si no me bañaba iba a ser el Ecoloco –el villano que odiaba el agua de Odisea burbujas–, yo fingía un escándalo propio de una actriz profesional delante de mi familia para disimular cuánto me gustaba el momento en el que ella me decía que yo era el malo de mi programa infantil.
Con el tiempo me visitaron culpas más raras y dejó de preocuparme la idea porque entendí que un protagonista es tan bueno como su antagonista. Que no hay héroe sin villano. Que mientras más gracioso, más original, más perverso es el malo, más interesante resulta el héroe. Como la luna, que no brilla con luz propia, sino que se la presta el sol. Aunque hay algunas excepciones, sobre todo ahora que las tramas se volvieron más complejas, la verdad es que nadie vuelve a ver cosas de Thalía en sus telenovelas, pero todavía disfrutamos las escenas inolvidables de Soraya Montenegro gritándole maldita lisiada a una pobre paralítica adolescente o embocándole insultos imposibles y estimagizantes como basurera marginal, pepenadora, maldita mugrosa o escuincla babosa a la protagonista.
A mí me pasa hoy mismo: trato de escribir heroínas alcohólicas, frívolas, amarretas, enojosas o mordaces porque sé que las mejores escenas siempre son para ellas. Que el protagonista tendrá el cartel o saldrá antes en los títulos, pero que muere con el último episodio de la novela, cuando se acaba la trama, a no ser que tenga una gran historia de amor. Por lo único que nos interesa el sacrificio de Cenicienta, la bondad de Blancanieves o la sabiduría de Papá Pitufo es por su padecimiento. Están ahí para sufrir, para temer, para desear, para aliviarnos, y para hacernos sentir que el mundo es un lugar más justo si al final ellos reciben su recompensa y el malo su castigo. Los buenos son un mero engranaje en la trama. No son especiales, no pueden serlo, porque si fueran especiales serían distintos y lejanos. Y su función es esa: ser todos, ser yo, ser mi vecina, ser mis amigas. ¿Y qué otra forma hay de ser todos sin ser común?
Supongo que mi problema, si es que era un problema, era ese. Yo no quería el destino ni el día a día de los buenos. Me aburría imaginarme siendo una princesa que dormía esperando un príncipe, un bicho sin ingenio que sólo decía beep beep y corría por el desierto, o un enano azul igual a miles de enanos azules que podían ser transformados en oro. Cualquier cosa antes que ser nada. Malvada antes que común. Villana antes que común. Bruja antes que común. Si ser buena era ser igual a todos, yo prefería toda la vida ser mala, aunque tuviera que ser mala en silencio.