Una mandarina envenenada
La noticia podría ser la versión cruda de un cuento de los hermanos Grimm. Una niña y un niño salen de su casa y caminan juntos por senderos rurales. A su alrededor está ese verde que es a la vez vivo y leve como la luz de las seis de la tarde. Rocío tiene 12 años y va a tomar su primera comunión. Su sobrino, Damián, tiene 10 y pidió acompañarla. Los dos andan con la mirada brillante y el corazón agitado, porque a sólo 15 cuadras está la capilla.
Como si fuera parte de la misma magia, a los pocos metros ven en el suelo una mandarina madura y ni lo dudan: fruta, y así regalada como del cielo. Rocío la pela, la parte en mitades, la comen. Pero enseguida se pone raro. Les pasa a los dos: se marean, tiemblan, los ojos se les hinchan como si las pupilas fueran a salírseles en punta. Rocío convulsiona, pierde el conocimiento, cae. Damián avanza como puede a pedir ayuda, pero ya no hay nada que hacer. El veneno que tenía la fruta la mató como hubiera hecho con los pájaros a los que estaba destinado. El final por ahora es ése. No hay hadas ni encantos rotos. Ojalá continúe y haya al menos condenados. Es poco probable. El de Rocío, la niña de Corrientes envenenada con Furadán, un producto que se supone prohibido para muchos usos, pero que se consigue hasta por Internet, es un nombre nuevo en el relato de terror que es nuestro sistema de producción de alimentos. Producimos comida utilizando venenos. Y los venenos están diseñados para matar lo que estorba: hongos, plantas, insectos, animales. Por supuesto no están destinados a matar niños, al menos no, desde que las compañías que los fabrican abandonaron su participación en el negocio bélico post-Vietnam. Pero a veces pasa: con Rocío pasó. También con Nicolás Arévalo, un niño de cuatro años que tuvo la mala idea de pasearse por dentro de una tomatera que había sido regada con Endosulfán. O con Ezequiel Ferreyra, que a los siete años "trabajaba" para un productor de huevos en Buenos Aires manipulando distintos insecticidas. Pasa también cuando los aviones fumigan escuelas y la salud a los niños se les erosiona hasta que enferman. Red de escuelas fumigadas. Red de pueblos fumigados. Red de médicos de pueblos fumigados. El tendido de redes que empieza cuando empieza el campo debería parar el mundo que así como está sólo amenaza con romperse todo.
"Los agroquímicos no son necesarios para satisfacer la demanda de alimentos. Es simplemente un mito": con esa contundencia se presentó hace unos meses el informe de la relatora del derecho a la alimentación de las Naciones Unidas, Hilal Elver. Allí los expertos exponen cómo los agroquímicos destruyen la salud, la naturaleza y la comida, mientras sólo sirven para nutrir negocios. "Una amenaza contra los derechos humanos", sentencian, y proponen la agroecología como el futuro posible, si queremos tener uno. Pero, claro, también advierten sobre la presión que ejercen los fabricantes sobre los gobiernos y la comunidad científica. Un combo eficaz que sostiene lo insostenible, mientras construye nuevas tramas que superan las fantasías más perversas de los hermanos Grimm.
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