Una herencia, una disputa y un crimen atroz: el cruel asesinato de una nena de 6 años que conmocionó al mundo
Dos hermanos en el foco de atención y un ataque que causó terror; la historia de una familia que terminó de la peor manera
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“Ahora, pues, maldito seas tú de la tierra, que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano”. Génesis 4,11
Para la mañana del asesinato, el sicario Saúl Rodríguez ya había hecho su trabajo: vigilar a sus víctimas y elegir el punto exacto donde las haría caer. Al hombre malo, quien solo sabía matar, le restaba lo más sencillo: dispararles con su pistola 9 milímetros.
Fue el 7 de abril de 1994. No había un plan fastuoso, pero el crimen sí era escabroso. Saúl madrugó ese martes para seguir a Carmen Galán y a su hija Diana Marcela Caldas, de 6 años, cuando salieran de su apartamento en el barrio La Soledad hacia el colegio de la niña. Saúl, el asesino, no tenía ningún problema en cumplir con la orden de ejecutarlas. En la esquina de la calle 43 con carrera 21 A, a una cuadra del Park Way en Bogotá. Él las sorprendió, sacó su arma con sigilo, disparó y ellas cayeron justo a las 7 de la mañana.
Diana Marcela murió al instante tras el brutal tiro en su rostro. Carmen recibió el disparo en la región occipital de su cabeza y quedó tendida en el suelo, pero no falleció. El sicario, un hombre de baja estatura, flaco y con pecas en su rostro, empezó su huida entre los matorrales que circundan el Park Way y el río Arzobispo. Segundos después, tras el asombro del asesinato, dos policías bachilleres que caminaban por la zona terminaron persiguiéndolo.
Saúl les disparó, intentó asesinarlos; sin embargo, en su huida dejó caer el arma. Fue alcanzado por los policías y capturado. En la esquina donde les dispararon a Diana Marcela y a Carmen había espanto. ¿Cómo era posible que mataran a una niña y a su madre con tal sevicia?
En el pavimento, el cuerpo de la niña quedó en posición fetal. A un lado, como describió la prensa de ese entonces, su maletín azul, sus cuadernos, sus lápices y los cuentos infantiles que llevaba a su colegio, el Alfonso López. Carmen fue trasladada de urgencias a la Clínica Palermo, donde ingresó con una herida que le causó la muerte cerebral.
El millonario y sus dos familias
Diana Marcela Caldas era la última hija y la adoración de José del Carmen Caldas Tunjo, un boyacense que amasó, según la prensa, una fortuna calculada en 10 millones de dólares para 1992, año cuando murió por una afección hepática.
En su inmensa fortuna tenía edificios, hoteles, urbanizaciones, cultivos y hasta vendía oro. Era analfabeto, pero con una habilidad innata para los negocios envidiable. Su riqueza también fue creciendo de la mano de las casas prestamistas, por lo que se convirtió en un conocido agiotista en Bosa y hasta en Buenaventura.
José del Carmen, quien falleció a los 62 años, dejó cinco hijos con su primera esposa María Sonia González. Para el momento de su muerte, los cuatro hombres y la mujer de esa relación ya eran profesionales o estaban a punto de terminar sus estudios en prestigiosas universidades de Bogotá.
Iván Raúl, por ejemplo, era médico de la Javeriana y Armando ya había terminado materias de Derecho en el Externado. José Jairo, Sonia Yanet y Edgar estaban por culminar sus carreras. Cuando Armando finalizó materias, José del Carmen estaba dichoso por el logro de su hijo –de quien dicen era su favorito y orgullo–, por lo que le regaló una tractomula.
El joven empezó a ganar buenas sumas de dinero con su tractomula. Sin embargo, cometió el error de empezar a contrabandear artículos de todo tipo. Hasta que un día, con el camión atestado de esos elementos, fue detenido llegando a Bucaramanga.
Con su hijo en problemas, José del Carmen viajó a esa ciudad para ponerle el pecho a las dificultades de Armando. Le consiguió un abogado en una oficina donde conoció a Carmen Galán, quien trabajaba como secretaria y quien era al menos 30 años menor que él.
Entre las idas y vueltas que José del Carmen hacia cada semana a Bucaramanga, el curtido comerciante se enamoró y empezó una relación con Carmen, al punto de que la trajo a vivir en Bogotá y decidió dejar a su esposa Sonia, con quien llevaba más de 30 años.
El romance de José del Carmen no era bien visto por sus hijos mayores, pero el hombre era feliz y se dedicó a viajar con su pareja hasta que años más tarde, en 1987, tuvo a Diana Marcela, a quien puso a vivir como una princesa en un apartamento del barrio La Soledad, incluso le regaló un Mercedes Benz siendo todavía una bebé.
Tras las pistas de Saúl
De ese mismo apartamento en La Soledad, madre e hija salieron el día del ataque sicarial. Saúl, de apenas 18 años, fue trasladado por los policías a una estación cerca de la Javeriana, donde llegó con rapidez un abogado contratado para su defensa y le realizaron una primera indagación que quedó prácticamente en blanco.
A la mañana siguiente, el 8 de abril, el titular de la prensa colombiana causó escozor: “Asesinada a sangre fría niña de seis años”. La conmoción del país por el crimen, que tocó todas las fibras de la sociedad, causó que se hiciera el máximo de presión a la justicia, con una Fiscalía que apenas llevaba unos años en las labores investigativas. El caso era uno de sus grandes retos.
La poca información que había sobre Saúl cuando fue trasladado a Paloquemao era la de un hombre semianalfabeto, quien a duras penas dibujaba su nombre y los números. Dijo que vivía en las calles, debajo de los puentes y que fue allí donde lo contrataron para asesinar a madre e hija.
Según su relato, era ‘un hombre caído del cielo’, sin pasado ni futuro, sin Dios ni ley, y cuyo nombre –supuestamente– se lo había puesto él mismo. No registraba antecedentes con esa identidad. El caso fue asignado personalmente por el fiscal general Gustavo de Greiff a Gregorio Oviedo, quien tomó las riendas de la investigación el 13 de abril, con la misión de obtener resultados efectivos. La presión aumentó con la muerte de Carmen Galán en la Clínica Palermo el 14 de abril. Saúl, en tanto, fue enviado a la cárcel La Modelo.
Antes de ese traslado, el fiscal Oviedo encerró a Saúl en su despacho, donde le entabló una charla disuasiva, en la cual quería comprobar que tan “caído del cielo” era el asesino. De la conversación no se grabó ni un minuto, pero sí lo anotó todo en su cabeza, con el deseo de que el joven entrara en confianza.
Del diálogo, Oviedo obtuvo la información de que Saúl tenía una novia llamada Mery, quien a su vez tenía dos hermanos, uno carpintero y el otro mesero. Todos vivían juntos en una casa del barrio Diana Turbay, al sur de Bogotá. Posteriormente, con el abogado Arturo Velásquez, quien defendía al señalado asesino, se amplió la indagatoria.
El fiscal pidió los mejores recursos para la época y le asignaron cuatro de los más audaces investigadores del CTI, entre ellos Fernando y Edilbrando. La primera orden a ellos fue la de capturar a los hermanos de Mery.
Aunque Oviedo sabía que no había elementos para culparlos en el crimen, usó esta herramienta de presión para que Mery llegara en su defensa a Paloquemao. Las capturas fueron el 16 de abril y al mediodía la joven, de unos 21 años, ya estaba en las oficinas preguntando por sus familiares.
Oviedo tenía la convicción de que las portadoras de los grandes secretos de los hombres son las mujeres. Su pálpito era que Mery los podía conducir a los demás eslabones del crimen. El fiscal, en una entrevista exclusiva para El Tiempo 28 años después del crimen, reconstruyó en esta historia los hechos claves de la investigación.
Una tarjeta de presentación, la principal pista del crimen
Los hermanos de Mery apenas duraron un par de días en prisión. Mientras que los investigadores del caso empezaron a ganarse la confianza de la joven, una mujer robusta, de pelo largo y tono de piel blanco. La trataban como una reina. En el taxi que los investigadores usaron para el caso la llevaban a donde deseaba, incluso la trasladaban a La Modelo para que visitara a su novio.
Entre chiste y chanza, estaban indagando sobre cómo era Saúl, con quién hablaba o qué hacía a diario. Y así, tras días de ese trato especial, Mery mordió el anzuelo.” Lo único que tengo es esto”, les dijo la joven a Fernando y Edilbrando cuando les entregó una tarjeta de presentación personal de un abogado.
Al respaldo, esa tarjeta tenía unos números telefónicos y unos nombres casi borrosos. Era la letra de Saúl, unos garabatos difíciles de entender, pero que se convirtieron en la pista fundamental de la investigación. “Saúl llamaba mucho a ese par de números”, les confirmó Mery.
Con esa información los investigadores descifraron los dos números y sus nombres. Uno decía Lucho; el otro, Óscar. Luego de obtener estos detalles empezaron a indagar quién era el Lucho anotado en la tarjeta. El número telefónico correspondía al de un inquilinato en una casa de Bosa, donde descubrieron que vivía un tal Luis Crisanto Vásquez Veloza.
El otro número, el cual estaba marcado con el nombre de Óscar, correspondía al de una casa en Suba, donde vivía un contador ejecutivo de una multinacional, cuya hija llamada Grace estudiaba en la Universidad de la Sabana, pero había estado en prisión, en el Buen Pastor, por el hurto de obras de arte. Se comprobó que esa joven era novia de un muchacho llamado Óscar de Jesús Vallejo.
El Lucho y el Óscar nombrados en la tarjeta estaban plenamente identificados, pero ¿qué tenían que ver con el crimen?
Así cayó la banda
En las ampliaciones de Saúl también empezaron a aparecer los nombres de Lucho, de Óscar y un hombre con una cicatriz grande en la cara, de quien dijo que había estado en prisión. También, mencionó que los contrató un odontólogo o un médico.
Con esa confesión, Oviedo empezó a hilar finamente las pesquisas y a llenar el tablero de cómo fue organizado en crimen. En una de las visitas de Mery a prisión, la mujer les entregó una carta que le había dado Saúl. Su tono era amenazante. “‘Tumbao’, solo me dieron 60.000 pesos, con eso escasamente le compro un carro de perros a Mery. Si no me da más, recuerde que yo sé que tiene dos hijos”, recordó Oviedo que decía la carta de Saúl.
En el siguiente domingo de visitas, Oviedo sentía que tenía el tiempo contado para obtener los datos precisos para proceder a las demás capturas. Así se fue, con los investigadores, a la cárcel La Modelo para verse con Saúl. En todo trasteo, cuando se va a sacar la puta nevera, el dueño sale a verla para que no se dañe
No estaba permitido, pero él lo pensó como un pecado venial a favor de descifrar las piezas faltantes del crimen. Ese riesgo no solo le podía costar la investigación sino su carrera como fiscal. Su plan era capturar a todos los involucrados de un tajo. Pidió el permiso al director de esa prisión para que lo dejara a solas con el sicario, pero justo cuando empezaban a dialogar, entró el abogado Velásquez.
Había sido descubierto. “Abogado, Saúl me mandó a llamar. Acabo de entrar”, le dijo Oviedo, quien se sintió echado del cargo por su impertinencia. Velásquez, de casualidad, estaba en la cárcel visitando a otro de sus clientes y un guardia que no sabía lo que ocurría le contó las razones por las que estaba desocupado el patio.
“Esta mierda se cagó”, les dijo Oviedo a Fernando y Edilbrando. El fiscal sabía que Velásquez conocía a las demás personas involucradas en el crimen. Así que pensó que les avisaría que les estaban pisando los talones y la huida de los implicados estaba más que cantada.
La búsqueda de Lucho
Oviedo ordenó un operativo de inmediato para dar con Saúl había nacido en Guachetá, un pueblo de Cundinamarca a tres horas de Bogotá. Los investigadores, con su fotografía, preguntaron si conocían al sujeto. En la Policía del municipio era buscado por otro brutal crimen.
La casa, ubicada en Bosa, diagonal a un colegio, fue rodeada por 40 hombres del CTI. Al lugar llegaron a las 11 de la mañana y se refugiaron en la escuela para no generar advertencias. Pasaron las horas y no había rastro de Luis Crisanto. Oviedo pensó que se había volado. Solo hasta las 5 de la tarde apareció un camión, lo parquearon frente a la casa y comenzaron un trasteo.
Tal como se lo imaginó el fiscal, el abogado Velásquez les advirtió que ya estaban detrás de los demás. Oviedo les dijo a los investigadores que trabajaran con calma, pues la captura debía ser en la calle. “En todo trasteo, cuando se va a sacar la puta nevera, el dueño sale a verla para que no se dañe”, les dijo Oviedo sobre el momento cuando debían proceder.
Minutos después, un hombre de baja estatura, trigueño, acuerpado y de pecas en su cara salió de la casa a revisar cuando sacaron la nevera. Era el mismo Luis Crisanto. Uno de los hombres salió corriendo para reducirlo. Lo derribó y lo capturaron. En las cosas del trasteo, los investigadores hallaron otra carta, con la misma letra y tono de la que ya les había entregado Mery. Los mensajes amenazantes tenían a Lucho como destinatario.
A la casa del médico, el cerebro del crimen
En medio de las pesquisas, Saúl nombró que sabía que un médico fue quien lo contrató para llevar a cabo el crimen de la niña y su madre. Tras la muerte de José del Carmen Caldas, la primera familia de este millonario empezó un trabajo de presión y hostigamiento contra Carmen y Diana Marcela. Les quitaron el auto Mercedes Benz y las dejaron sin cómo recibir un peso de la herencia que les tocaba. A la mujer le tocó pasar por las duras y las maduras los años antes del asesinato.
La hipótesis que planteó el fiscal Oviedo sobre el crimen fue la pelea por la herencia. Para la sucesión de los bienes, las familias debían reunirse y los hijos mayores le ofrecieron a Carmen, representante legal de Diana Marcela, que le devolverían el carro, la casa donde vivía, una bodega y 70 millones en efectivo.
Arreglo que Carmen consideró insuficiente, pues eso apenas daba unos 350 millones y ella hacía cálculos de que a su hija le correspondían mínimo 1.000 millones de pesos. Para Oviedo, esa pelea por los millones del viejo José del Carmen fue el detonante del crimen.
Con esa teoría más la información de Saúl de que fue un médico quien lo contrató, el fiscal Oviedo fue a capturar a Iván Raúl Caldas González como autor intelectual de las muertes de su media hermana y la de Carmen. El operativo ocurrió en la madrugada del día siguiente al arresto de Lucho. A Iván Raúl lo capturan en su casa del barrio Normandía cuando estaba en compañía de su esposa y sus hijos –un bebé recién nacido y una niña de 6 años–.
La edad de esa menor era la misma que tenía la niña asesinada y el fiscal Oviedo –28 años después– aún tiene grabado en su memoria el parecido físico entre ellas, como gotas de agua. Su yernito no está metido sino en esto.
La vivienda del médico fue registrada por las autoridades y al hombre, de unos 35 años para ese momento, lo trasladaron a Paloquemao. Iván Raúl medía 1.60 metros de estatura, moreno y con bigote. Cuando lo ingresaron a ese lugar vestía una ruana blanca. Su captura fue seguida por la prensa mientras el hombre mostraba una actitud pedante y una mirada fría.
Además de Iván Raúl, también capturaron a otros dos de sus hermanos: Jairo y Armando. El crimen, según la teoría de los investigadores, fue planeado para que se pudiera aplicar la figura jurídica de la conmoriencia, que es la muerte simultánea del heredero y de quien lo sucede, para que se rompiera la cadena herencial y así los mayores de los Caldas se quedaran con toda la fortuna.
Sin embargo, Saúl falló en la ejecución. No solo fue capturado en flagrancia sino que, aunque Diana Marcela murió en el hecho, Carmen vivió una semana más después del ataque sicarial.
Las piezas que faltaban
A la defensa de Luis Crisanto también llegó el abogado Velásquez. “Muy bonita la investigación, doctor Oviedo, pero en este país siempre falta el centavo para completar el peso”, le dijo Velásquez al fiscal (según el testimonio de Oviedo). “Consígame una cita con Óscar. Le doy mi palabra de varón que no lo capturo en ese momento”, le respondió Oviedo a Velásquez.
Unos ocho días después de ese encuentro, Velásquez le dijo que Óscar no accedía a esa cita, pero que le envió un papel de cuaderno que le ayudaría en el siguiente paso de la investigación. El fiscal y los investigadores abrieron el papel doblado y era un croquis de una zona de Usme, donde habían rastreado al hombre de la cara cortada a quien señaló Saúl en la indagatoria.
En un barrido por los archivos de las cárceles de Bogotá en los años previos al crimen, se halló a Luis Alfonso Oliveros como la única persona con una cicatriz en la cara y, justamente, había sido compañero en prisión de Óscar de Jesús Vallejo.
Oliveros había quedado en libertad cuatro meses antes de los asesinatos de Diana Marcela y Carmen. El hombre se movía por el barrio Santa Librada, al sur de Bogotá, pero solo el croquis enviado por Óscar especificó las calles exactas donde vivía. Lo capturan cuando estaba en un expendio de carnes comprando lo del almuerzo.
Al día siguiente, en su indagatoria, Oliveros decidió colaborar con la justicia y confirmó quién fue la persona que contrató al grupo para los asesinatos. Fernando, no me vaya a matar. Entre sus revelaciones, dijo que conoció a Óscar en prisión y fue a él a quien lo contactó, un médico, para cometer los crímenes. Por los asesinatos les ofrecieron 2.750.000 pesos.
Oliveros contó que había estado en reuniones con el doctor Iván Raúl Caldas para fraguar las muertes, las cuales resultaban sencillas por ser una niña y una mujer en estado de indefensión. A Iván Raúl lo describió como un hombre que pasaba los 35 años, de pelo lacio, cachetón, moreno y con bigote.
- ¿Qué carro tiene el doctor?, le preguntó Oviedo.
– Es un Chevrolet Swift, color azul cromado – le respondió Oliveros.
– ¿Dónde se reunió con el doctor? – lo volvió a cuestionar Oviedo.
– En un consultorio del barrio San Antonio – le respondió Oliveros.
– ¿Dónde lo vio por última vez? – le preguntó el fiscal.
– En televisión, cuando lo capturaron. Tenía una ruana blanca – le dijo Oliveros a Oviedo.
Todas las respuestas coincidían con Iván Raúl. Con estas confesiones, para el fiscal Oviedo, ya no había duda de que el médico era el cerebro del crimen.
Óscar, el peligroso jefe de los sicarios
En el rompecabezas de la investigación faltaba la captura de Óscar de Jesús Vallejo, quien fue el enlace entre Iván Raúl y los sicarios que ejecutaron la orden. El hombre, de unos 30 años, era peligroso. Ya había estado en prisión y su pasado era todavía más atemorizante. De hecho, fue el primero en ser identificado, pero el más difícil de hallar.
En su prontuario se estableció que estudió hasta noveno semestre de Sociología en la Universidad de Antioquia y luego se vinculó a la guerrilla del M-19, donde recibió entrenamiento de instrucción militar. Doctor Velásquez, ahora sí se completó el pesito
El fiscal citó a los padres de Grace Mendieta, con quien todavía tenía un vínculo amoroso. Oviedo pensó que la única forma de llegar a Óscar era a través de la joven, pero ella nunca se atrevería a delatarlo porque estaban enamorados.
En su despacho les manifestó que Óscar era un peligroso criminal; sin embargo, para su sorpresa los padres de Grace adoraban a su yerno. Por eso, Oviedo tuvo que actuar con crudeza y les mostró la foto de Diana Marcela tras ser baleada.
“Su yernito no está metido sino en esto”, les dijo Oviedo a los Mendieta. Ellos, totalmente impactados, le dijeron al fiscal que ayudarían. Así que él les pidió que sigilosamente estuvieran en guardia con la joven y que con seguridad la pareja se comunicaría no desde la casa, pero sí de un teléfono público.
La instrucción a la señora Mendieta era que acompañara a su hija cuando se comunicara con él en las calles y que memorizara los teléfonos a los cuales llamaba. Uno de los teléfonos que la mujer les envió un día a los investigadores resultó ser el de un taller mecánico en Suba, donde había registro de entradas del carro del abogado Velásquez; sin embargo, una vez allanado ese lugar no se encontró a Óscar y el fiscal pensó que se le había esfumado para siempre.
Al menos otros 20 días después, la señora Mendieta llamó al fiscal afanada y le dijo que su hija iba hacia la hacienda Santa Bárbara, con camisa roja y pantalón negro. El fiscal Oviedo no tuvo tiempo de montar un operativo, pero envió a sus investigadores Fernando y Edilbrando a prestar vigilancia si se encontraba con Óscar.
Sin embargo, Grace llegó al centro comercial con ropa distinta a la que les dijo su madre a los investigadores. Allí saludó a tres hombres. Cuando Edilbrando iba a actuar, Fernando le dijo que se quedara quieto. Entre ellos no estaba a quien buscaban porque a ninguno Grace saludó de besos.
Pasaron 20 minutos de vigilancia al restaurante donde se sentó el grupo y llegó otro hombre, quien sí saludó a Grace con un beso en la boca. “Este es nuestro hombre”, le dijo Fernando a su compañero. Los investigadores encañonaron a Óscar. “Fernando, no me vaya a matar”, le respondió Óscar a los agentes.
Óscar, así como lo investigaron, también tenía completamente identificadas y estudiadas a las personas que lo buscaban. “Jefe, el pajarito está en la jaula”, le informó Edilbrando a Oviedo a través de radioteléfono. Ese día hubo fiesta en Paloquemao. Con Óscar capturado se completaba el rompecabezas. Su defensa, el abogado Velásquez, acudió para estar al tanto de su protegido. “Doctor Velásquez, ahora sí se completó el pesito”, le dijo Oviedo antes de empezar la indagatoria.
Las confesiones de Óscar
– ¿Qué le pasó, compa? – le preguntó Oviedo a Óscar.
– No hay problema. Le voy a contar lo que pasó – le respondió Óscar.
En su confesión, Óscar corroboró el rompecabezas del crimen, con Iván Raúl Caldas como autor intelectual y Saúl Rodríguez como la ficha que cumplió con la orden. Le dijo a Oviedo que fue él mismo quien llevó al sicario a reconocer la zona días antes y a identificar a las víctimas para cometer el crimen.
Pero no solo eso. Para evitar que fueran a dar con los responsables, a Saúl lo había citado en Suba esa misma tarde con la excusa de pagarle, pero en realidad lo iba a matar para no dejar cabos sueltos. Y sobre las razones que lo llevaron a entregar a Oliveros, su compañero en prisión, dijo que le “quería pagar de contado (asesinarlo)”, pero no lo halló cuando le hizo cacería, así que decidió venderlo ante las autoridades.
Las condenas y la verdad sobre Saúl
El juzgado penal 5 del circuito de Bogotá condenó a 60 años de prisión Iván Raúl Caldas como autor intelectual del crimen; a Óscar de Jesús Vallejo, Luis Alfonso Oliveros y Luis Crisanto Vásquez a esa misma pena, en calidad de coautores materiales, y a José Jairo Caldas con 50 años como cómplice de los asesinatos. Por su parte, Armando quedó en libertad por falta de pruebas en su contra.
La pena para Saúl Rodríguez también fue de 60 años como autor material. El hombre fue trasladado para la cárcel de San Isidro, en Popayán, donde en abril de 1997 resultó herido de bala en un amotinamiento. Un mes después, tras regresar al penal, se fugó de esa cárcel con otros 324 reos.
Fernando y Edilbrando, luego de que se dictara la condena en 1994, lograron un dato clave de quién era Saúl Rodríguez, quien tenía su pasado en reserva y fue poco lo que se esclareció en su momento. Saúl había nacido en Guachetá, un pueblo de Cundinamarca a tres horas de Bogotá. Los investigadores, con su fotografía, preguntaron si conocían al sujeto. En la Policía del municipio era buscado por otro brutal crimen.
Años antes del asesinato de la niña, Saúl negoció con un policía la compra de un arma, para la cual le dijo que se la pagaría al día siguiente. Una vez el agente accedió a darle el arma, este hombre la disparó y lo mató.
Allí, la Policía les dijo que Saúl en realidad era Carlos Esaú Vásquez Veloza, hermano de Luis Crisanto, a quien amenazó en las cartas que enviaba con Mery. En estos mismos manuscritos le dijo que sabía que tenía dos hijos (sus sobrinos), a quienes estaba dispuesto a hacerles daño si no le pagaban más dinero por el crimen de la niña.
La identidad de Carlos Esaú era tan misteriosa que ni Mery sabía la verdad sobre su novio. Las condenas iniciales se redujeron a 40 años por un cambio en el Código Penal que los favoreció. Todos salieron de prisión hacia el 2010, pagando menos de 20 años por los crímenes.
Ni Iván Raúl ni José Jairo recibieron la herencia de su padre, pues la justicia los declaró indignos. Mientras que la familia de Carmen recibió el dinero que le correspondía a Diana Marcela. De Carlos Esaú se libraron las órdenes de captura con su verdadera identidad; sin embargo, en los archivos de la Rama Judicial no aparece su captura ni tampoco está en los registros de la población carcelaria del Inpec.
Cristian Ávula Jiménez
SUBEDITOR DE ELTIEMPO.COM
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