Se trata de razonamientos erróneos que tienen la apariencia de solidez y, a menudo, no solo son incorrectas sino que, si se usan conscientemente, son deshonestas
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Todos cometemos errores: si contás cuánta gente hay en un lugar y decís que son 10 cuando en realidad son 11, sencillamente, te equivocaste. Pero si argumentás que hay cuadrados redondos, eso ya es otra cosa. Las falacias, en lógica, son razonamientos erróneos que tienen la apariencia de solidez. Son afirmaciones sin fundamento que, a menudo, se entregan con tal convicción que las hace parecer como si fueran hechos probados y pueden adquirir una vida propia cuando se popularizan y se convierten en parte de un credo.
No solo son incorrectas, sino que, usadas a sabiendas, son deshonestas.
De hecho, “falacia” proviene del latín fallacia, por engaño, así que técnicamente significa una falla en un argumento que lo hace engañoso. Lo bueno es que, una vez detectadas, invalidan el argumento.
El filósofo Aristóteles —quien hizo el primer estudio sistemático conocido de las falacias en su De Sophisticis Elenchis (Refutaciones sofísticas)— pensaba que era necesario conocerlas para armarnos contra los errores más seductores y, entonces, describió 13 tipos.
Hoy en día, los filósofos tienen listas de cientos de falacias con nombre propio, pero en esta nota elegimos tres para estar alerta. Todas ellas tienen que ver con políticos que, a menudo, se valen de falacias para justificar lo injustificable o para salir de apuros.
La falacia si-por-whisky
Esta falacia debe su nombre a un discurso considerado como uno de los más astutos en la historia de la política estadounidense. Pasó a la historia como el “discurso del whisky” y fue pronunciado en 1952 por Noah S. Sweat, un joven legislador de Mississippi, Estados Unidos, que más tarde fue juez y profesor universitario.
Los legisladores debatieron si finalmente se debía levantar la ley seca y de eso habló Sweat, a pesar de que, según dijo, “no tenía la intención de discutir este tema controvertido en ese momento en particular”. Lo hizo, afirmó, porque no quería que pensaran que rehuía la controversia: “Por el contrario, tomaré una posición sobre cualquier tema en cualquier momento, independientemente de cuán controvertido sea”.
Lo gracioso es que hizo todo lo contrario y, de una manera tan magistral, que le dio el nombre a esta falacia.
El discurso (resumido): “Me preguntaron qué siento respecto al whisky (...): Si por ‘whisky’ te referís al brebaje del diablo, el azote del veneno, el monstruo sangriento que contamina la inocencia, destrona la razón, destruye el hogar, crea miseria y pobreza; sí, literalmente toma el pan de la boca de los niños pequeños. Si te referís a la bebida maligna que derroca al hombre y la mujer cristianos del pináculo de la vida recta y llena de gracia al abismo sin fondo de la degradación (...), entonces, ciertamente estoy en contra.
Pero, si por ‘whisky’ te referís al aceite de la conversación, el vino filosófico (...); la bebida que permite a un hombre magnificar su gozo y su felicidad y olvidar, aunque solo sea por un momento, las grandes tragedias, los dolores y las tristezas de la vida (...), cuya venta vierte en nuestras tesorerías incontables millones de dólares, que se utilizan para cuidar tiernamente a nuestros pequeños niños lisiados (...), entonces, ciertamente estoy a favor”.
Y terminó: “Esta es mi posición. No me apartaré de ella. No me comprometeré”.
Para ser justos, aclaró algunas cosas, pero no precisamente su posición. Y esa es una táctica común en la política: dar una respuesta a una pregunta que depende de las opiniones del interrogador y utilizar palabras con fuertes connotaciones. Es una falacia que parece apoyar ambos lados de un problema, y se utiliza para ocultar la falta de una posición o para esquivar preguntas difíciles.
La falacia de McNamara
Otro político, otra falacia. En este caso, se trata de Robert McNamara, el secretario de Defensa de Estados Unidos de 1961 a 1968.
Durante la Segunda Guerra Mundial, McNamara sirvió en el Departamento de Control Estadístico del ejército de Estados Unidos, donde aplicó una metodología estadística rigurosa a la planificación y ejecución de misiones de bombardeo aéreo y logró una mejora espectacular en la eficiencia.
Después de la guerra, fue reclutado por Ford Motor Corporation, que perdía dinero. Con sus habilidades de análisis estadístico racional, McNamara logró mejoras dramáticas. Cuando llegó al Pentágono, aplicó el mismo riguroso análisis sistémico que le funcionó tan bien.
A medida que se intensificaba el conflicto en Vietnam creyó que, mientras las bajas del Viet Cong excedieran el número de muertos estadounidenses, la guerra finalmente se ganaría, así que los estadounidenses básicamente se dedicaron a contar cadáveres.
“Las cosas que podés contar, debés contarlas; la pérdida de la vida es una de ellas”, escribió en su libro En retrospectiva: la tragedia y lecciones de Vietnam. Pero, esta vez, estaba trágicamente equivocado. Él mismo admitiría más tarde que el énfasis excesivo en una sola métrica cruda simplificó en exceso las complejidades del conflicto.
Como dice la máxima: “No todo lo que se puede contar cuenta. No todo lo que cuenta se puede contar”. Y algo que no podía contar era la osadía de “movimientos populares altamente motivados”. Su nombre quedó vinculado inextricablemente con el fracaso estadounidense en Vietnam.
En 1972, el sociólogo Daniel Yankelovich acuñó la frase “La falacia de McNamara”: “El primer paso es medir cualquier cosa que se pueda medir fácilmente. Esto está bien hasta cierto punto. El segundo paso es descartar lo que no se puede medir fácilmente o darle un valor cuantitativo arbitrario. Esto es artificial y engañoso”.
Y siguió: “El tercer paso es suponer que lo que no se puede medir fácilmente en realidad no es importante. Esto es ceguera. El cuarto paso es decir que lo que no se puede medir fácilmente en realidad no existe. Esto es suicidio”.
La falacia de McNamara es una de las trampas más peligrosas, pues se usó para guiar decisiones políticas en campos tan vitales como la salud y la educación. Pero que el riesgo exista no quiere decir que se deben abandonar las mediciones y métricas cuantitativas; la cuantificación es una herramienta analítica valiosa.
Lo que hay que tener en cuenta, como señaló el estadístico W. Edwards Deming, es que “nada se vuelve más importante solo porque se puede medir. Se vuelve más medible, eso es todo”. La clave es recordar que medir no es entender, que la realidad es multidimensional y que lo cualitativo es tan valioso como lo cuantitativo.
La falacia del político
La última de las falacias no es tan conocida, pero probablemente, te encontraste con ella brotando de labios de un político o de un jefe. Tiene un origen gracioso: fue identificada en la serie Yes, Prime Minister (Sí, Primer Ministro) de la BBC, una comedia que seguía las batallas entre un primer ministro y su secretario de gabinete. Aunque obviamente ficticia, retrataba tan bien lo que ocurría en los corredores del poder que varios políticos británicos dijeron que parecía más bien un documental.
La falacia del político fue expuesta en un episodio de 1988 y, desde entonces, hizo eco en el Parlamento británico, en los medios internacionales y toda suerte de análisis y discusiones. Su modelo es: “Debemos hacer algo, esto es algo, por lo tanto debemos hacer esto”.
Conocida también como el silogismo del político, es una falacia lógica, similar a concluir, tras afirmar que algunos estadounidenses son ricos y que algunos pobres son estadounidenses, que algunos pobres son ricos. A pesar del absurdo, es usada para pretender que se tiene una solución a un problema, sin importar cuán ineficaz o hasta dañina sea.
En tiempos de crisis económicas, por ejemplo, no es raro que se anuncien cortes de impuestos que no mitigan el sufrimiento de los más afectados, ni abordan los factores subyacentes de la emergencia ni determinan cómo prevenir futuras crisis. Sin embargo, suenan bien y, cuando se trata de política, eso a menudo es equivalente al éxito.
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