Una de espías
Nos hemos acostumbrado a atribuir a nuestros anónimos espías, es decir, a "los servicios", casi todo lo que tiene tonalidad sospechosa en la vida pública. Los "servicios" recientemente han sido tesoreros de las coimas del Senado en tiempos de reforma laboral, brigada antisecuestros en la inseguridad y pagadores de sobresueldos a ministros en los años noventa, entre otras importantes y patrióticas actividades.
Como nuestros hombres de las sombras no son parte importante de nuestra literatura, es difícil darles forma. ¿Cómo serán nuestros grises actores de la política interna? La reflexión fue parte del interrogante diario en los días previos a la IV Cumbre de las Américas (4 y 5 de noviembre último), cuando la población de Mar del Plata pareció haber sido sustituida por legiones de integrantes de la "seguridad", en su mayoría disfrazados con el uniforme de rigor de la conspiración internacional (lentes oscuros, sacos cerrados y extraños escuditos en la solapa izquierda), cuyo número era tal que parecían chocarse en las puertas de los hoteles como turistas en un atardecer de verano.
¿Qué hacían? Esa es otra duda. En el curso de la historia, desde el siglo diecinueve, las agencias de inteligencia y los agentes secretos han sido el sector más risible entre todos los empleados públicos. Su necesaria discreción y mutismo siempre han dado lugar a siniestras interpretaciones.
Los ataques terroristas, desde la demolición de la embajada de Israel y la AMIA en 1992 y 1994, hasta Nueva York en 2001, Atocha en 2004, Londres en 2005, etcétera, proporcionaron nuevos escenarios a los espías, adormecidos desde la caída del Muro de Berlín, en octubre de 1989, y desde que ya no eran incluidos en las intrigas de la Guerra Fría del escritor inglés John Le Carré (1931).
Aun frente a estos hechos, que deberían sacudirnos, no nos hemos acostumbrado a la idea de que la realidad de la acción y el espionaje es hoy mucho más compleja que cualquier ficción. Lo inexplicable de mucho de lo acontecido hace que la novela sea mal referente frente a la realidad.
Viene a cuento la poca confiabilidad de la ficción, comparada con hechos reales, como la publicación reciente en Londres de un libro titulado Cooperación de la Inteligencia entre Polonia y Gran Bretaña en la Segunda Guerra Mundial, recopilada por dos investigadores polacos, Dria Nalecz y Tadeusz Dubicki, y una inglesa, Tessa Stirling. La importancia del texto está reconocida en el prólogo escrito por los jefes del gobierno británico y polaco, coautores de la presentación, el primero reconociendo y agradeciendo tardíamente la importancia del segundo.
En 1939, los espías polacos proveyeron a Londres información fundamental sobre los nazis, material que fue desperdiciado. Así, en parte, se prolongó la guerra, y Polonia fue cruelmente dominada primero por el nazismo y luego por el imperio soviético. Por muchos años Europa negó el coraje polaco.
Todo esto, desde Mar del Plata, obligaba a elucubrar si alguna vez conoceremos la historia de nuestros propios espías.
* El autor es escritor y director del Buenos Aires Herald