Ubicada en Punta del Este, la morada, de exquisita sencillez, conjuga espacios bien trazados con objetos que expresan los valores más profundos de su dueña.
En un nuevo paseo por nuestros recuerdos más felices, los llevamos a una casa de una frescura que entusiasma y una elegancia que seduce por su naturalidad. Una casa que merece verse una y otra vez; tanto, que en su momento la elegimos para formar parte de nuestro libro Casas de Mar. Es cierto que el proyecto de arquitectura del gran Pachi Firpo ofreció espacios perfectamente acabados, pero la dueña de casa los iluminó con una decoración en extremo personal. Lejos de ser un cliché, esa cualidad insustituible es la que derrama el espíritu de los habitantes con igual densidad en el comedor o en la cocina, creando situaciones que se conectan con fluidez, para felicidad de quienes tienen el placer de compartirlas.
Muchos de los muebles se compraron en París, como la consola contra la pared, que cumple la función de bar, la opium bed junto a ella y las sillas con asiento de paja, pintadas de turquesa, alrededor de una mesa de campo.
Aquí las señales están dadas por los libros de la infancia o la universidad; en preferir frutos de la huerta propia para dar color y perfume a la mesa; en dosificar el blanco con objetos atesorados durante toda una vida -como las espléndidas alfombras de Besarabia-. Hablar de equilibrio no es una salida fácil, sino una comprobación maravillada.
A pesar de su simetría -dos vianderas orientales, un par de sillas chinas y cuatro lámparas de pie- la composición del living no resulta rígida teniendo como base un kilim de Besarabia, carpetas que se caracterizan por sus motivos florales sobre fondos negros o color maíz.
Afuera, para no oscurecer el living, la pérgola que protege la galería también tiene cinco metros de alto, y una cubierta de finas varillas que filtra los rayos del sol sin bloquearlos.
El hierro pintado de negro, trabajado en tramas livianas, se usó para los muebles exteriores, incluyendo a las reposeras, que tienen como telón un tupido bosque de coníferas.
La pileta, de gran sobriedad geométrica, se pintó de color arena para que el agua no mostrara un azul exagerado.
El viento entre las ramas es uno de los pocos sonidos que llenan el silencio, junto con el del mar, que, a dos cuadras de la casa, arrulla por las noches. La estética de los interiores mantiene una agradable conexión con la del jardín, donde magníficos árboles estructuran una base impecable y el color está dado, aquí y allá, por masas de agapantos que florecen al llegar el verano.
Equipada con lo esencial, la cocina es tan blanca, luminosa y ventilada como el living-comedor con el que se comunica y con el que comparte el lujo de un brillante piso de madera, una nota que le da un atractivo singular.
Otro aspecto que relaciona la cocina con el área social son los estantes -donde se concentra el espacio de guardado- que dejan a la vista una vajilla que resume la idea de un estilo de vida sencillo y refinado. Como se suele almorzar en el comedor o la galería, no se armó aquí un comedor diario: basta con una mesa pequeña.
Con un gesto mínimo y sin caer en lugares comunes, el cuarto de huéspedes evoca una atmósfera marina apelando simplemente al blanco y el azul, una combinación de gracia imperecedera que se reitera en varios rincones de la casa.
El baño, con piso de madera, un lavatorio de época y ventanas con fallebas de bronce no escapa a la coherencia de los demás ambientes.
Por su parte, la suite principal desmiente una vez más el hecho de que sea necesario superpoblar los espacios para darles calidez. Las cortinas se ocupan de dar contención y enfatizar la altura, mientras que otra alfombra de Besarabia realza los blancos
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