Corrían los años setenta cuando Nora, colmada de orgullo, recibió su diploma de séptimo grado. Ese día, sin saberlo, conoció al amor de su vida, Edgardo. Se trataba del hermano mayor de una compañera de curso, un chico especial que la cambiaría para siempre.
El año siguiente transcurrió entre los asaltos (como solía llamarse a las fiestas de aquel entonces) y la adaptación al secundario. Primero se miraron de lejos y luego, entre bailes y charlas, una creciente intimidad floreció. Un año después, mientras sonaba Amada amante, Roberto Carlos fue testigo de su respuesta: "Sí, quiero ser tu novia". Él tenía 15 y ella 14, y juntos comenzaron a transitar el camino del amor. Recién un mes después llegó el primer beso, de esos inolvidables, y Nora esperó hasta sus quince para brindarse completamente a él.
"Descubrimos lo que era entregarnos a una relación, no había mayor felicidad que estar juntos caminando de la mano", recuerda con emoción, "Fueron tres años de crecimiento y de intenso amor".
Una carta, un mandato y rosas
Todo cambió el día en que una carta aterrizó en manos de Nora. Se la mostró una amiga y estaba escrita por la hermana de su novio. La misma decía que Edgardo la había engañado durante las vacaciones con otra chica. "Nunca supe si fue verdad, ya que mi cuñada celaba mucho nuestra relación. Él juró que no había pasado, pero yo estaba muy dolida ante la desconfianza que se había instalado y, por otro lado, tenía una enorme presión por parte de mis padres para que me consiguiera un hombre mayor para casarme, y `no estar con un calienta sillas´, como le decían por aquella época a los jóvenes que no estaban listos para planes formales", continúa con una semisonrisa. "Decidí dejarlo. Solo yo sé lo que sufrí al tomar la determinación".
Angustiada, los meses pasaron hasta el día en que conoció a ese hombre mayor que sus padres querían para ella. Perdida en las decisiones ajenas, su espíritu comenzó a vagar errante a su esencia, aunque nunca dejaba de abrir su álbum de los quince a escondidas. Allí Edgardo, su primer amor, seguía presente diciéndole: vamos a estar juntos toda la vida.
"A un mes de casarme, dos años después de nuestra ruptura, recibí un ramo de rosas donde Edgardo me pedía por favor que no contrajera matrimonio", rememora Nora con una mirada nostálgica, "Por la noche me llamó por teléfono y después de escuchar su voz atravesé las horas más tristes de mi vida, ambos habíamos llorado un adiós que no anhelábamos. La presión que sentía por cumplir los planes de casamiento me impidió decirle que sí".
Gracias a la vida
La vida siguió según los mandatos, Nora fue madre y se abocó a buscar los caminos del bienestar por aquel sendero y el de la aceptación. No era feliz. Ninguno de los dos lo había sido, aunque eso lo supo 38 años después.
Ya llevaba tres de separada, cuando se reencontró con la hermana de Edgardo en una reunión de exalumnas. "Allí me comentó que él se había separado hacía ocho", dice, "No habíamos sido felices con nuestras elecciones".
Se hablaron durante seis meses por teléfono hasta animarse al reencuentro, ¡tanto tiempo transcurrido! ¡Ya no eran aquellos jovencitos de antaño! Sin embargo, el día del volver a verse finalmente arribó y se fundieron en un abrazo eterno.
"No nos pudimos separar más. Al mes ya estábamos viviendo juntos y al año cumplimos nuestro sueño: con 56 y 54 años, subimos a ese auto con moño gigante, y nos casamos", expresa Nora profundamente conmovida, "Finalmente, pudimos bailar el vals de los novios con el que tanto habíamos fantaseado y, emocionados como quinceañeros, comenzamos a vivir esta segunda oportunidad que nos brindó la vida. Llegamos tarde para tener hijos juntos, pero a tiempo para estrenar lo hermoso que fue convertirnos en abuelos. Cada día, al despertar, doy gracias a la vida: finalmente soy feliz".
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